Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
De nuevo asió su puñal apuntándolo sobre aquel pecho a la vez que dirigía una fugaz mirada de soslayo a su hijo. Éste le observaba con los ojos muy abiertos. Había en su expresión súplica contenida, impotencia ante aquellos hechos, asombro por lo que había visto, y temor, un incontenible temor que con voz atronadora le decía en su interior que sería maldito para siempre. Todo esto leyó su padre en su semblante
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Si se llevaba el escarabajo sagrado, cometería un terrible pecado, ya que el difunto podría perder el paso a una nueva vida y a la inmortalidad.
Lentamente, Shepsenuré se irguió en tanto sus oscuros ojos seguían penetrando en aquella alma que su hijo le mostraba ansioso; se acercó en silencio y abriendo sus brazos estrechó con fuerza al muchacho.
—Tienes razón, hijo mío, dejemos algo para él. Aquí hay más que suficiente para que no suframos penurias nunca más; no olvides jamás este momento y recuerda que el escarabajo quedó aquí.
—Sí, padre, pero no quiero volver a este lugar.
Éste sonrió para sus adentros. «Si supieras cuan extraños son los caminos del destino; ellos te llevarán a sitios mil veces peores que éste.»
—Ahora, Nemenhat, debemos colocar la tapa en su lugar y luego llenaremos la saca con lo más valioso que podamos llevar.
El mozo movió la cabeza afirmativamente y ayudó a su padre a cerrar el sarcófago. Después, juntos, comenzaron a saquear la tumba.
Durante las tres noches siguientes volvieron a la cripta y robaron todo lo que fueron capaces de transportar, dejando tan sólo los objetos grandes y las piezas de menos valor. Shepsenuré decidió que lo mejor sería que todo aquello permaneciera guardado allí para siempre; quizá si algún día necesitaran de ello, volverían para recuperarlo.
—Nemenhat, recuerda este lugar —le habló con gravedad—. Si te vieras obligado alguna vez a llegarte hasta aquí, no olvides que dentro todavía hay suficiente riqueza para que vivas dignamente.
Éste asintió vivamente al tiempo que observaba los alrededores. Si tuviera que volver, reconocería el lugar; estaba seguro.
Antes de irse disimularon la entrada del pozo lo mejor que pudieron. Al terminar, Shepsenuré asintió satisfecho, nadie repararía en ella.
Al día siguiente comenzaron a preparar la partida. Aunque no tenían a ciencia cierta sitio adonde ir, Shepsenuré pensó que lo mejor sería dirigirse hacia el norte; allá, a la zona del Delta, y establecerse en ella. Mas como había comprobado, los caminos de Egipto eran peligrosos, y el aventurarse solos por ellos con tales riquezas hacían del trayecto una misión muy arriesgada; esto le hizo fruncir el ceño. Distraídamente miró hacia el este; el río, allí estaba, fluyendo incansable desde el principio de los tiempos. El egipcio sonrió aliviado; viajarían por él.
Shepsenuré estaba eufórico. Sentado frente a una mesa en la que una jarra de vino parecía siempre esperarle, acariciaba ésta mientras sorbía con deleite aquel néctar del que, en lo sucesivo, pensaba no prescindir. Con los ojos algo vidriosos sacó un pequeño anillo y lo puso sobre el tablero. Era espléndido, de oro y turquesa con una pequeña inscripción en su interior. Lo hizo girar entre sus dedos mientras lo miraba hipnotizado. ¡Y aquello no era nada comparado con lo que poseía! Se sintió flotar; nunca antes lo había experimentado, por lo que aquello debía de ser lo que algunos llamaban felicidad, o acaso tan sólo el comienzo del camino que conducía a ella. Ahora podría poseer cosas en las que jamás hubiera pensado; pero debía de ser cauto. Volvió a beber y siguió jugando despreocupadamente con la sortija, tamborileando con los dedos sobre la mesa ajeno al bullicio general que le rodeaba en la taberna.
Pero más allá, al fondo, alguien le observaba. De hecho llevaba toda la tarde haciéndolo, y por su cuidado aspecto se diría que era persona principal. No le quitaba el ojo de encima mientras degustaba una jarra de cerveza, y por supuesto, había reparado en la joya que distraídamente Shepsenuré manejaba entre sus dedos, al tiempo que calibraba al tipo de hombre que la llevaba. Al fin, despreocupadamente, terminó su bebida y levantándose se le acercó.
—¿Puedo acompañarte, artesano?
Shepsenuré dio un respingo y observó a aquel individuo que vestido a la moda con un faldellín hasta el pecho, le pedía sentarse. Dio un largo sorbo y chasqueando la lengua hizo un ademán de invitación con la mano, mientras guardaba el sello entre sus dedos.
—Perdona mi atrevimiento, me llamo Ankh-Neferu, escriba adscrito al catastro de Menfis, aunque todo el mundo me conoce como Ankh.
Shepsenuré le miró y guardó silencio mientras volvía a beber.
—No hace falta que me digas tu nombre —continuó el escriba con amabilidad—, es suficiente con saber que eres artesano.
—¿Cómo sabes que soy artesano? ¿Acaso me conoces?
El funcionario sonrió con astucia.
—Conozco esas manos y son las de un artesano, ¿quizá carpintero o tallista?
Shepsenuré hizo un gesto ambiguo.
—Y apuesto a que muy bueno —siguió el escriba—. Seguro que tus obras son bien recompensadas, ¿verdad?
—Quizá —contestó Shepsenuré receloso.
—Lo suponía —continuó Ankh—. Es indudable que hiciste un buen trabajo a cambio del anillo que llevas. ¿Puedo verlo?
Instintivamente, Shepsenuré asió con fuerza el sello escrutando dentro de aquellos sagaces ojos que le miraban penetrantes. Durante un momento, aquellos dos hombres permanecieron estudiándose en silencio. Por fin Shepsenuré alargó el brazo y se lo entregó.
—Gracias. Es magnífico, digno de un dios —murmuró el escriba en tanto lo examinaba a la pobre luz de la cantina—. ¿Sabes lo que pone aquí, artesano?
—No, recuerda que soy artesano.
—Claro —dijo Ankh riendo—, es lógico que no lo sepas. Pero yo sí. Quien te lo dio seguramente tampoco lo sabía, ¿verdad, artesano?
—Seguramente —replicó éste.
—Ya —asintió riendo el escriba—. Y seguramente que tendrás más objetos como éste; claro está que honradamente ganados a cambio de tu labor…
Shepsenuré permaneció en silencio, él ya sabía del problema que esto representaba, aunque de momento no se hubiera preocupado por él. Mas obviamente, no era tan insensato como para dar salida al mercado a la gran cantidad de joyas que atesoraba. Era conveniente contar con algún tipo de distribución que le ayudara a aliviar el peso de aquellas riquezas y pudiera ser que los dioses hubieran cruzado en su camino a la persona indicada. Aquel hombre era todavía mucho menos honrado que él; quizá fuese el medio que necesitaba. No tenía duda de que entrañaría riesgos, mas tales riquezas podían obligar a correrlos.
—Tampoco conviene exagerar, escriba.
—Je, je, je. Ya veo, artesano. Te darás cuenta de que no te va a ser tan fácil encauzar debidamente este tipo de objetos. La Administración se está volviendo muy puntillosa y hay ojos vigilantes en todas partes. Incluso objetos honradamente ganados, como éstos, pueden ser susceptibles de investigación.
Shepsenuré permaneció en silencio.
—Claro que quizá yo pudiera ayudarte —continuó Ankh.
—¿Ayudarme? No veo cómo, funcionario.
—Digamos que conozco a la persona adecuada para este tipo de negocios, ¿sabes? Alguien que sabría apreciarlo todo en su justa medida.
—¿Y cuál es la tuya, escriba?
—Pongamos que la tercera parte de esas pequeñeces que dices poseer, sería satisfactoria para mí.
—Ya lo imagino —respondió Shepsenuré divertido—, pero no para mí.
—Mira, artesano, permaneceré por espacio de dos días hasta resolver los asuntos que aquí me han traído, después partiré hacia Menfis. ¿La conoces?
Shepsenuré movió la cabeza negativamente mientras volvía a sorber más vino.
—Sabes, Menfis es una gran ciudad llena de gentes de los más diversos lugares. Allí es fácil pasar desapercibido, nadie se mete en la vida de nadie y todo el mundo es feliz. El sitio ideal para que alguien como tú pueda desarrollar su labor y hacerla fructificar, ¿comprendes? —dijo Ankh mirándole fijamente a los ojos.
—Me muestras el paraíso, escriba —exclamó Shepsenuré con una mueca de socarronería.
—No, te propongo el comienzo de una relación comercial que te hará próspero. Recuerda que Menfis es antigua como los dioses y muchos reposan allí.
Shepsenuré escrutó a través de aquella sagaz mirada que esgrimía su interlocutor.
—Ya veo —musitó seguidamente—. Pero no creo que el trato valga más de la cuarta parte, escriba.
Éste lanzó una carcajada.
—Sea así pues, artesano. Pero no olvides una cosa —dijo acercándosele lentamente—. Si en algún momento tratas de engañarme, te destruiré.
Shepsenuré, sin duda ayudado por el vino, mantuvo imperturbable aquella implacable mirada. Agarró de nuevo la jarra y volvió a beber, tras lo cual se limpió la boca con el dorso de la mano y replicó:
—Si eres tú el que lo haces, yo te mataré.
Quedaron por unos instantes fijos el uno en el otro, silenciosos, midiendo aquellas palabras en medio del general alboroto. Luego Ankh hizo un gesto con los brazos sonriendo ladinamente.
—Queda claro, artesano; el pacto está sellado. -Y diciendo esto bebieron del mismo vaso.
—Ahora debo marcharme —siguió el escriba—. Permíteme que te invite. No quisiera que un anillo como éste fuera desperdiciado como parte del pago en una taberna.
Shepsenuré hizo un gesto de consentimiento con la cabeza y le respondió:
—Puedes quedártelo como adelanto de tu parte.
Ankh lo contempló lleno de avidez.
—Veo que no me he equivocado contigo —dijo mientras se levantaba de la mesa—. Recuerda que debes estar listo para dentro de dos días. Mi barco partirá en esa fecha.
Shepsenuré asintió.
—Ah, a propósito —dijo Ankh riendo entre dientes—, el anillo es muy antiguo y perteneció a un tal Neferkaj, escriba real e inspector de escribas, al fin y al cabo es justo que algo así vuelva a manos de un colega después de tanto tiempo, ¿no te parece?
Reclinado sobre un viejo tronco, Shepsenuré comía distraídamente una cebolla. Era grande y jugosa, con ese suave regusto dulzón que hacía de aquella hortaliza egipcia la mejor de su época. Masticaba con fruición, disfrutando con cada bocado de aquel sencillo manjar, que representaba el alimento cotidiano para los habitantes del país. Sin duda estaba deliciosa, aunque para Shepsenuré las cebollas tebanas eran incomparablemente mejores; más fuertes y sabrosas. Al terminar tomó un buen sorbo de cerveza y se pasó la mano por la boca limpiándose los restos de su frugal almuerzo; luego chasqueando la lengua comenzó a hurgarse entre los dientes.
«Uhm —pensó Shepsenuré-. No parece que estéis en muy buenas condiciones, incluso me faltan varias muelas, creo que en cuanto llegue a Menfis me haré poner alguna pieza de oro en su lugar; quién sabe, hasta puede que la comida sepa mejor y, además, todos los días me los enjuagaré con
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Al fin y al cabo no estaba tan mal para la vida que había llevado. Tenía treinta años, y a esa edad la mitad de la población había muerto ya, o se hallaba prematuramente envejecida. Él, sin embargo, no tenía mal aspecto; incluso podría decirse que era atractivo. Poseía una indudable serenidad en su rostro, y sus grandes y oscuros ojos tenían la dureza de largos años de supervivencia.
—Si he aguantado hasta hoy, el camino que me quede estará más claro —se dijo acomodándose mejor bajo la sombra del sicómoro.
Miró a su alrededor. A su derecha el barco de Ankh se mecía perezoso junto al pequeño muelle en tanto que el sol del mediodía abrasaba más allá de su sombra; no se veía a nadie.
Junto a él, su hijo devoraba con avidez la enésima oblea de miel.
—¿Falta mucho para marcharnos, padre? —preguntó con la boca llena.
—Eso no está en nuestra mano, Nemenhat, deberías saberlo. Hay que esperar que llegue el escriba y eso es lo que haremos.
—¿Y si no viene hoy? No quiero pasar el resto del día en este lugar —protestó el muchacho.
Shepsenuré le miró fijamente.
—Escucha, hijo, él vendrá hoy y en tanto que llega, espero que no me importunes a no ser que quieras probar la vara del junco.
Refunfuñando, Nemenhat volvió a concentrarse en dar fin de la deliciosa torta. A decir verdad aquello no era asunto suyo, por lo que sería más prudente no atosigar a su padre; y menos en un día como aquel en el que el calor apretaba de firme.
Imperturbable, Shepsenuré entrecerró de nuevo sus ojos a la vez que hacía tamborilear sus dedos sobre el viejo arcón de madera que tan celosamente guardaba a su lado. En su interior se hallaban todas aquellas joyas que, por su tamaño, podían ser transportadas con facilidad. Después de haberlo pensado bien, el egipcio había decidido hacerlo así y dejar en la tumba la mayor parte del tesoro. Llevaba suficiente oro como para empezar una nueva vida en el Delta llena de comodidades. Cuando fuera necesario regresaría al sepulcro y tomaría lo que gustase, no en vano Menfis sólo se encontraba a poco más de una jornada de viaje.
La tarde fue cayendo inexorablemente conforme el sol descendía desde su zenit. En su eterno peregrinar, Ra se encaminaba de nuevo hacia su viaje nocturno. Así había sucedido siempre desde el principio de los tiempos, y así seguiría ocurriendo cumpliendo con un orden cósmico que era inmutable.
Las sombras comenzaron a alargarse ansiosas de cubrir aquella sagrada tierra y aliviarla de los rigores a los que el día la había sometido. Imperturbable Shepsenuré seguía esperando.
Al fin se oyeron voces, y unos hombres aparecieron por el vecino sendero. Eran cinco, y uno de ellos no dejaba de dar instrucciones a los demás que asentían en silencio. Pareció entonces reparar en las dos figuras apostadas bajo el viejo árbol, y se acercó.
Cubierto de polvo, Ankh pasó su mano por la sudorosa frente.
—Hola, artesano —saludó riendo entre dientes.
—Hola, escriba —contestó éste ofreciéndole con un ademán la jarra de cerveza—. El agua del río la mantuvo fresca.
Ankh se relamió y la aceptó de inmediato echando un buen trago.
—Ah, bendición divina, no hay cosa mejor para apagar la sed de toda una jornada como la de hoy —dijo volviendo a beber.
Luego devolviéndole el recipiente le miró con ese cierto aire burlón que poseía.
—¿Fue larga la espera, artesano?
—Escriba, la espera nace con nosotros en este país. Esperamos que Hapy
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sea generoso y el río crezca cada año lo justo para que su limo nos dé la oportunidad de hacer una buena siembra. Esperamos que el grano germine y crezca vigoroso y que ningún elemento o plaga lo destruya. Luego también esperamos que la recolección se haga correctamente y así los dioses puedan beneficiarse de ello; aunque tú de esto sabes mucho más que yo, ¿verdad?