Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
El chiquillo obedeció y casi reptando se introdujo junto a ellos en el rincón más recóndito de la tumba.
Dentro, la sensación de claustrofobia era absoluta. El aire parecía no existir y el poco que pudiera haber era propiedad de aquella lámpara cuya tenue luz daba a sus cuerpos sudorosos un aspecto tan tenebroso como lo era el lugar.
El más viejo escrutó entre la penumbra con mirada experta. Allí parecía haber poco que llevarse. Quizás en alguno de los cofres encontraran algo de valor; pero todo apuntaba a que en la hora de su muerte aquel difunto no poseía fortuna alguna.
El abuelo, Sekemut, había sido el primero en encontrarla. Había rastreado el Valle de los Nobles durante meses en busca de algún hallazgo, hasta que finalmente dio con un hipogeo
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que tenía los sellos intactos. Ello le había hecho conferir fundadas esperanzas de sacar algo provechoso de su descubrimiento, pues la tumba de un noble siempre ofrecía buenas expectativas; mas ahora que recorría su vista por el interior sintió la habitual frustración por el trabajo baldío.
Sekemut llevaba robando tumbas desde hacía cuarenta años. Era su oficio, como lo fue de su padre, lo era también de su hijo y seguramente lo sería de su nieto. Era sumamente diestro en su trabajo, y el hecho de que en los últimos tiempos proliferara tanto aficionado en lo que consideraba un arte, le llenaba de tristeza. Tenía razón cuando decía que ya no había orden en Egipto. Corrían tiempos en los que todo estaba trastocado y cualquiera podía asaltar una tumba dejándola después como un muladar encendiendo a su vez la ira de los dioses. Porque, eso sí, Sekemut era muy respetuoso al respecto, poniendo gran cuidado de no romper nada en el interior, y si por desgracia alguna vez ocurría, se apresuraba a hacer ofrendas en su descargo. Además, tenía por costumbre no desvalijar las tumbas por completo, dejando siempre al difunto los bienes imprescindibles que necesitaría para su vida diaria en el Más Allá.
Su padre no había sido de la misma opinión y los dioses le castigaron. Fue detenido y condenado en tiempos del faraón Merenptah que mandó que le descoyuntaran por tamaños sacrilegios; así era el Maat
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Su hijo, Shepsenuré, alumno aventajado donde los hubiera, había acompañado a su padre en sus saqueos desde su más tierna infancia, aprendiendo con aprovechamiento todo cuanto Sekemut tuvo a bien enseñarle.
—Los oficios hay que aprenderlos de niños —había oído decir a su abuelo a menudo.
Y a fe que tenía razón el viejo, pues Shepsenuré podía tenerse por digno sucesor de sus ancestros. Mas, con buen criterio, su padre también decidió que aprendiera una profesión respetable y le envió al taller de Hapu, el carpintero, donde en sus ratos libres, el muchacho aprendió el oficio.
Junto a ellos, Nemenhat, el hijo de Shepsenuré, daba sus primeros pasos a fin de convertirse en un futuro en garante de tan lúgubre tradición. Para él, aquello no dejaba de ser un juego, macabro sin duda, pero un juego; muy diferente a los que solía practicar con los otros niños de su edad, pero también mucho más interesante. Sentía emociones extraordinarias, por ello era habitual verle mirar boquiabierto todo cuanto el mundo de los muertos le revelaba en el interior de aquellas tumbas.
Los hombres se acercaron al sarcófago de madera y lo observaron en silencio.
—Este hombre era casi tan pobre como nosotros, padre —murmuró Shepsenuré.
Sekemut asintió en silencio.
—No merece la pena ni que forcemos el ataúd —dijo éste suspirando—. Dejémosle al menos lo poco que poseía.
—¿Cuánto crees que lleva enterrado?
—Poco más de cien años —contestó Sekemut mientras miraba en rededor.
—No hay duda de que era un noble venido a menos —dijo Shepsenuré casi para sí.
Sekemut no hizo caso del comentario a la vez que reparaba en unos arcones próximos.
—Nemenhat, acerca la lámpara —ordenó el viejo inclinándose sobre los cofres.
El niño obedeció y se agachó junto a su abuelo; éste asió el candil y lo pasó sobre ellos. Eran de madera con algunas incrustaciones de marfil que les daban cierta gracia, aunque no resultaran nada del otro mundo.
Abrieron el primer cofre y su desilusión fue patente. Sólo contenía varios vasos de alabastro y algunos efectos de aseo personal. En el segundo no había nada digno de mención salvo un juego de
senet
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y otros artículos de ocio. Por fin al abrir el tercero sus caras se iluminaron.
Destellos dorados surgieron límpidos ante ellos; Sekemut pasó la lámpara muy despacio y sonrió. El pequeño arcón se hallaba repleto de collares, pulseras y brazaletes de oro, lapislázuli y pasta vidriada.
Sekemut cogió algunos con cuidado y los sopesó.
—Bueno, al menos no nos iremos de vacío. Hijo, trae el saco y démonos prisa.
Entre los tres fueron sacando las joyas del viejo arcón hasta que no quedó nada en él; luego se aproximaron al último de ellos y también lo forzaron. Éste sólo contenía unas pequeñas figuras en forma de momia. Eran los
ushebtis
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, los contestadores, aquellos que cuando se requería al difunto desde el Más Allá para realizar tareas como sembrar campos, llenar canales de agua u otros menesteres, contestaban: «Aquí estoy.» Solían tener pequeñas herramientas, algunas pintadas sobre la misma figura, necesarias para cumplir con su cometido. Había más de una veintena y eran todas de loza pero exquisitamente hechas.
—Esto es sagrado, así que no lo tocaremos —dijo Sekemut haciendo un gesto con la mano para que se marcharan.
Cerraron pues el cofre y como si de reptiles se trataran, se deslizaron por la entrada de la cámara mortuoria; luego, y tras recorrer el pequeño pasillo, salieron de la tumba.
Lo hicieron con precaución, casi con timidez; mas afuera no se oía nada. El silencio era absoluto, como si profesara el mayor de los respetos al lugar donde se hallaban. Por su parte, la luna había decidido abandonar a su suerte a las tierras de Egipto y la noche era negra, sin más luz que las lágrimas de Isis que en forma de estrellas brillaban en el firmamento.
Ya en el exterior, sintieron el estimulante frescor que fue como la vida para aquellos hombres que, todavía encorvados, llenaban sus pulmones una y otra vez intentando acaparar todo el aire que el valle les ofrecía. Después, como figuras venidas desde el Amenti, bajaron por la escarpada ladera hasta desaparecer en la oscuridad.
Un chacal aulló en los cerros, quizá fuera Upuaut
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, el dios chacal que acostumbraba a merodear por las necrópolis, dándoles su triste despedida como único testigo de cuanto allí había ocurrido.
Aunque era natural de Coptos, Shepsenuré había permanecido poco tiempo allí; de hecho no recordaba nada de los años pasados en la ciudad y siempre que miraba hacia atrás se veía junto a su padre, Sekemut, recorriendo los caminos de Egipto.
Deambularon por buena parte del país durante más de veinte años, huyendo de la ira del faraón tras la condena y ajusticiamiento de su abuelo, y sin más bienes que los que sus regulares rapiñas les proporcionaban. Poca cosa, teniendo en cuenta los resultados, pues al cabo de todos aquellos años eran casi tan pobres como al principio.
Por el camino fue perdiendo lo único valioso que en realidad poseía, su familia. Madre, hermanos, tíos; todos fueron desapareciendo víctimas de las penalidades de la vida errante a la que los enojados dioses les empujaban. Criado en semejante ambiente y sin enraizar su vida en ningún lado, Shepsenuré se hizo hombre sin sentir apenas apego alguno por su tierra, y con el corazón rebosante de desprecio por los dioses y el orden que éstos establecieron en aquel país en los albores de su civilización.
Un día, feliz donde los hubiera, conoció a Heriamon, una hermosa joven de familia humilde, natural de la santa ciudad de Abydos, de la que quedó prendado desde el mismo momento en que la vio. Shepsenuré llevaba varios meses junto a su padre en la ciudad, buscando cualquier enterramiento del que pudieran sacar algún beneficio. No en vano, aquella población había sido elegida por los antiguos faraones tinitas para construir sus tumbas; y ya se sabía, donde se enterraba un rey, se enterraban también sus nobles. Sin embargo, las buenas perspectivas apenas dieron frutos y, como en otras ocasiones, Shepsenuré tuvo que trabajar como carpintero para poder ganarse el sustento.
Pero en aquella oportunidad la suerte pareció sonreírle, pues Heriamon se enamoró de él perdidamente, y al poco tiempo la tomó por esposa. Fueron momentos dichosos para el joven, pues nunca antes había sentido tanta felicidad, trabajando en lo que buenamente pudo mientras amaba a la bella Heriamon con todas sus fuerzas. Pronto ésta quedó encinta dando a luz un hermoso niño al que pusieron por nombre Nemenhat.
Para Shepsenuré, aquel niño resultó el bien más preciado que pudiera poseer. Ni mil tumbas que robara le proporcionarían tesoro mayor, pensaba alborozado. Su hijo le daría fuerzas para abrirse camino e intentar así ofrecerle un futuro mejor.
Pero el inmediato resultó no ser precisamente bueno; el trabajo escaseaba y no había demasiadas posibilidades de encontrar botín alguno en la ciudad de Osiris
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, por lo que otra vez se volvió a encontrar en los caminos en busca de fortuna. Ahora eran cuatro las bocas que alimentar, así que, con buen criterio, el abuelo Sekemut decidió que se dirigieran a Waset, el cetro; el nomo
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III del Alto Egipto, donde en su capital, Tebas, tendrían mayores oportunidades.
Allí pasaron cinco años con diverso sino. Sekemut, que conocía muy bien el lugar, hizo algunos hallazgos provechosos con los que pudieron mantenerse holgadamente, a la vez que su hijo instalaba un pequeño taller de carpintería donde realizaba pequeños encargos. Por su parte, Heriamon resultó ser una mujer abnegada donde las hubiera y, aunque se daba perfecta cuenta de cuanto sucedía, jamás tuvo una palabra de reproche hacia su marido. Ella sabía de sobra lo dura que podía resultar la vida para alguien que, como ellos, procedían de los estratos más bajos de aquella sociedad.
Nemenhat evidenció ser un niño muy despierto, aunque algo retraído, que prefería acompañar a su abuelo y a su padre por la necrópolis a los juegos con los otros chicos del barrio. Sentía adoración por su padre y no había cosa que le atrajera más que unirse a él en sus macabras aventuras. Observaba todo cuanto hacían en el interior de los túmulos y se sentía subyugado; presa de una fascinación que iba más allá de lo racional. En aquellos momentos, el niño creía tener muy claro a lo que se dedicaría cuando fuera mayor; saquearía tumbas como ellos.
Con el tiempo, las cosas volvieron a empeorar. Egipto atravesaba momentos difíciles y los asaltos a las tumbas de la necrópolis tebana empezaron a proliferar. Se formaron bandas organizadas que se dedicaron al expolio incontrolado de cuantos hipogeos encontraban, destrozando todo cuanto en ellos había sin ningún tipo de escrúpulo. Tebas ya no era un lugar seguro para Shepsenuré y su familia, y mucho menos el sitio adecuado para aventurarse entre los cercanos cerros del oeste
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, al otro lado del río. Los inspectores de la necrópolis habían intensificado su vigilancia, y en semejantes circunstancias lo mejor era cambiar de nuevo de residencia, pues corrían un peligro que conocían bien.
Para colmo de males el abuelo cayó enfermo, y lo que empezó como una simple tos, se fue transformando en interminables accesos con esputos sanguinolentos que a la postre acabaron con la vida de Sekemut. Shepsenuré lloró la muerte de su padre, el hombre al que había acompañado en su desgracia durante tantos años, y que representaba el último eslabón con su pasado. Un eslabón que yacía roto para siempre y al que decidió dar el más decoroso de los entierros posibles. Para ello, no tuvo más remedio que vender la mayor parte de sus exiguos bienes y así poder procurarle el adiós que se merecía; al fin y al cabo, el viejo Sekemut siempre había sido devoto de los dioses, aunque fuera a su manera.
Ya nada le retenía en Tebas; así pues, una mañana muy temprano, abandonó la ciudad junto a su mujer e hijo con el propósito de encaminarse hacia el norte, a las tierras del Bajo Egipto.
Heriamon, que estaba de nuevo embarazada, no puso objeción alguna. Ella seguiría a su marido allá donde se dirigiera con el mejor de los ánimos y el corazón henchido de gozo por poder permanecer junto a él.
Partieron con los pocos enseres que les quedaban, un hatillo con alguna ropa, y una pequeña caja donde Shepsenuré llevaba sus herramientas de carpintero; suficiente, pues él estaba convencido de que podría mantener a su familia con pequeños trabajos hasta establecerse definitivamente en el lugar apropiado. Así fue como atravesaron los nomos de Los Dos Halcones, El Cocodrilo y El Sistro
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, en los que se ganaron la vida sin dificultades sacando lo justo para poder seguir su camino.
Una mañana, tras meses de viaje, Heriamon comenzó a sentir los primeros dolores del parto, por lo que Shepsenuré se apresuró a buscar un lugar adecuado donde poder asistirla. Caminaron durante todo el día. Heriamon, sin emitir un solo quejido, arrastraba los pies por el camino ayudada por el brazo de su esposo mientras Nemenhat, ajeno a todo cuanto sucedía, no paraba de corretear de acá para allá.
Por fin, al atardecer, llegaron a una aldea otrora importante llamada Tinis, donde fueron cobijados, y en la que una comadrona atendió el alumbramiento del que nació una niña.
Permanecieron por espacio de un mes en el pueblo. Durante este tiempo, Shepsenuré se ganó el pan arreglando el
shaduf
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de algún campesino del lugar, en tanto su amada esposa se recuperara; pero ésta no se recuperó. A las pocas semanas comenzó a subirle la fiebre y dos días más tarde la pequeña también enfermó. Nemenhat observaba a su madre postrada sobre el jergón apretando a su hermanita junto a su pecho, consumiéndose día a día. Él se les acercaba y con su mano les acariciaba aquella piel que ardía. Mientras, su padre, desesperado, invocaba a Hequet
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y Tawaret, la diosa hipopótamo de grandes pechos que era protectora de los lactantes. Pero todo fue inútil y al cumplirse un mes justo murieron las dos.
El niño no comprendía bien el alcance de todo aquello, sólo veía a su padre postrado junto a su madre sollozando con las manos entrelazadas, y cómo los pobres aldeanos intentaban darle ánimos inútilmente. Sin embargo, aquellas imágenes le acompañarían durante toda su vida.