Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
«Hoy se abrirá una nueva senda para mí», pensaba.
Pero al llegar la tarde, aquélla siempre era la misma e inalterablemente le llevaba a la taberna, el único lugar donde podía sentir momentos de euforia. Al día siguiente el sabor en su boca siempre era ácido.
Nemenhat, por su parte, había crecido mucho, y aparte de ayudar a su padre en su trabajo cotidiano, le tendía un cierto manto protector, impensable en un muchacho de diez años y que en resumen no era sino el resultado de su niñez vagabunda. Después de padecer todas las penalidades por las que su padre había tenido que pasar, su corazón se hallaba colmado por un sentimiento de comprensión. Esto era lo que Nemenhat sentía, y Shepsenuré lo sabía.
Shepsenuré salió de su abstracción y volvió a concentrarse en aquella sala. Estaba llena de restos de cerámica rota, así como de escombros de todo tipo. Era obvio que allí habían entrado ya hacía mucho tiempo, pero sentía curiosidad por ver la cámara mortuoria; quién sabe, quizás encontrara algo. Llegó a la antecámara, una habitación pequeña en la que no había absolutamente nada; allí acababa todo. No existía ningún pasillo más allá de aquel lugar, aunque Shepsenuré supiera que tenía que existir uno que condujese al mismo centro de la pirámide. Tras una atenta mirada reparó en la falsa puerta de granito situada al fondo; comunicaba con la cámara funeraria, mas sólo el
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del faraón podría pasar a través de ella. Sonrió y recordó las enseñanzas de su padre:
—Siempre hay un segundo camino, lo hacen así; es fácil, sólo tienes que imaginártelo.
Miró a su hijo que le observaba con evidente excitación y le hizo un gesto para que saliera presto. Juntos comenzaron a rodear la pirámide en busca de algún indicio que les permitiera acceder a su interior.
La señal resultaba clara. Justo en la cara norte, bajo el pavimento de lo que en su día fuera una capilla de ofrendas, se encontraba la entrada a un oscuro corredor. Tenía tan sólo unos dos codos de sección
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y parecía descender en una suave pendiente.
Shepsenuré cogió su lámpara de aceite y se introdujo por el estrecho agujero; tras él, Nemenhat se apresuró a seguirle.
Avanzaron por el angosto túnel arrastrándose como reptiles. La sensación era terrible, pues parecía que todo el peso de la construcción gravitaba sobre ellos estando a punto de desplomarse. Luego, estaba aquel calor, pesado y sofocante que se volvía más inaguantable a cada paso que daban. Aquel pasadizo parecía llevar a la mismísima entrada del Amenti y Nemenhat, aterrorizado, empezó a gimotear.
Con un siseo su padre le mandó callar.
—No tengas miedo y respira suavemente; ya falta poco.
El muchacho apretó los dientes y obedeció, hasta que al fin, bañados en sudor y boqueando, llegaron al final de la galería y entraron en una sala; era la cámara sepulcral. Se incorporaron y Shepsenuré atrajo para sí a su hijo tranquilizándole. Permanecieron así durante un tiempo que les resultó indefinido, y del que tomaron realidad al comenzar a sentir un singular hormigueo; era una sensación extraña pero a la vez vivificante, que les hizo recuperar el ánimo y concentrarse de nuevo en cuanto les rodeaba.
Shepsenuré movió la lámpara y echó un vistazo. La pequeña habitación se encontraba vacía; tan sólo un viejo sarcófago, justo en el centro, la decoraba.
Se aproximó con lentitud, casi con respeto; notando cómo a cada movimiento se le erizaba el vello de su cuerpo como si una fuerza desconocida le rodeara por doquier. Nunca había experimentado algo así. Parecía que el dios que en otro tiempo allí yaciera, hubiera tejido una invisible tela de araña que se le adhería ferozmente. Entonces experimentó cierto temor.
Sobreponiéndose se acercó al féretro, era de cuarcita y estaba vacío; lo tocó y súbitamente se sintió supersticioso. Debían irse ya.
Se dirigió de nuevo a la entrada del pasadizo. Seguramente fue utilizado para introducir en la cámara el ataúd más pequeño, el que contenía a la momia; ése era el motivo de su angostura. En un lateral vio otro corredor; era el que conducía, por la falsa puerta, a la antecámara en la que se hallaba la estatua del faraón.
Agarró al muchacho por el brazo dispuesto a salir, cuando un movimiento imperceptible hizo que Shepsenuré se detuviera. Había alguien más allí y no había reparado en ello. Entonces se volvió con cautela y oyó un siseo.
Antes de dirigir su lámpara en aquella dirección ya sabía lo que era, y alzándola con precaución su luz la iluminó de lleno. Wadjet
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, la diosa del Bajo Egipto, la que adornaba la corona de los faraones; vieja como la tierra, reina del desierto, llena de poder y de muerte, se encontraba ante él. Desafiante, la cobra le miró con aquellos ojos agudos y penetrantes irguiéndose en todo su tamaño. Era enorme, pero Shepsenuré no se amedrentó y poniéndose en cuclillas ante ella le sostuvo la mirada. Fueron instantes eternos en los que no movió un solo músculo; ni tan siquiera pestañeó, y en los que recordó como, en ocasiones, había visto a su padre acercarse a ellas e incluso cogerlas sin que nada ocurriese.
—No es a ti a quien he venido a buscar, señora de Egipto. Déjame marchar y queda en paz —dijo en un susurro sin dejar de mirarla.
Quedaron los dos frente a frente quizá comunicándose en el ancestral lenguaje que algunos hombres en aquella tierra aún conocían. Ella por su parte pareció comprender pues, remolona, comenzó a balancearse en tanto su lengua bífida se movía sin cesar, echándose de nuevo al suelo para dar al fin media vuelta y arrastrarse hacia la penumbra donde acaso tuviera su nido.
—Salgamos de aquí, hijo mío, coge la lámpara y ve tú delante.
Obediente, Nemenhat se introdujo de nuevo en el pasaje y seguido de su padre comenzó a reptar, esta vez hacia la luz, allá al fondo. Estaba impresionado por todo lo ocurrido y no sabía si se dirigía a la salida, o si por el contrario se hallaba en algún mundo desconocido dentro de aquel escenario de ultratumba. No podía dejar de pensar en aquella cobra dominante ante la que se había sentido impotente; y el hecho de que pudiera encontrarse con alguna otra en su camino le descomponía. Otra vez volvió a notar el calor, aquel horrible calor que le atenazaba los nervios y le hacía jadear. Sentía que le ardían los pulmones, por lo que levantó un poco la cabeza buscando algo más de aire; pero no había más. Entonces miró la lamparilla y su luz empezó a distorsionarse ante sus ojos.
Shepsenuré se percató de ello y con una mano hizo bajar la cabeza de su hijo al tiempo que le tranquilizaba.
—Ten calma, ya casi hemos llegado.
Nemenhat tragó saliva mientras continuó arrastrándose por aquella rampa infernal. Cuando al fin, casi exhaustos, llegaron a la salida, una luz cegadora les recibió alborozados. Permanecieron abrazados durante largos minutos acaparando todo el aire que fueron capaces. Luego, todavía inmóviles, se miraron sin decir nada, reconfortados por la brisa que desde el este les avisaba de la proximidad del crepúsculo.
Pasaron varias semanas hasta que volvieron de nuevo. No había duda que los ladrones habían saqueado el lugar hacía ya mucho tiempo, pero alrededor de aquellas pirámides se extendía una gran necrópolis en la que yacían los restos de miembros de la familia real y los de numerosos nobles y sacerdotes. Shepsenuré estaba convencido que su suerte cambiaría, y de que tarde o temprano daría con alguna tumba.
Todos los días, al acabar su trabajo se dirigía a aquel lugar y, concienzudamente, lo recorría en busca de algún signo revelador. Alrededor de la pirámide de Senwsret había otras diez de reducidas dimensiones que, efectivamente, pertenecían a familiares del rey y que ya habían sido abiertas. La otra pirámide real, situada a dos kilómetros de distancia, perteneció al padre de Senwsret I, Amenemhat I, y tampoco tenía nada que ofrecer. El panorama no podía presentársele más desalentador, pero Shepsenuré no se rindió y así, una tarde que, desanimado, regresaba a su casa, por casualidad la encontró.
El atardecer se ofrecía espléndido y Shepsenuré se sentó sobre unas piedras a contemplarlo. Desde allí, majestuoso, el Nilo fluía incontenible arrancándole a la tarde su luz más íntima que, en forma de destellos, se reflejaba en sus aguas en una variedad de colores sin fin, dando vida a un valle que parecía ser eterno.
Fue entonces cuando, embriagado de tanta belleza, Shepsenuré reparó en un montón de cascotes apiñados junto a un pequeño muro que no sobresalía más de un codo sobre el suelo. Se aproximó con curiosidad y comenzó a quitar aquellas piedras con cuidado hasta que quedó al descubierto un pequeño pozo; en ese momento su corazón le dio un vuelco.
Aunque la tarde caía con rapidez, sabía muy bien que no podía regresar sin conocer la naturaleza de aquel pozo que inesperadamente había surgido de entre los cascotes; así pues, amarró su cuerda de palma trenzada a un bloque de piedra próximo, introduciéndose con decisión por el agujero. Con cuidado, fue descendiendo mientras con su lámpara buscaba el anhelante suelo. El pozo parecía profundo, y ya empezaba a pensar que quizá no tuviera cuerda suficiente cuando, súbitamente, el piso surgió de la oscuridad vagamente iluminado. Permaneció quieto, inspeccionando con ansiedad cada palmo del terreno. No quería volver a encontrarse con ninguna desagradable sorpresa, así que, todavía sujeto a la cuerda, observó cualquier indicio de movimiento sobre el oscuro piso. Pero allí no había nadie.
Se deslizó los últimos metros y llegó al suelo; luego alzó su candil y miró a su alrededor. Los ojos de Shepsenuré, curtidos en penurias sin fin, repararon enseguida en una de las paredes del profundo pozo en la que parecía haber una puerta. Se aproximó con cautela y la examinó poseído de un extraño presentimiento. No había duda, allí había una puerta, y a juzgar por el aspecto, parecía sellada. Con evidente nerviosismo, recorrió con su mirada cada fragmento de ella escrutando con ansiedad cada palmo de aquella pared. Al poco, pasados unos momentos de angustiosa incertidumbre, el egipcio se separó de la puerta mientras esbozaba una sonrisa. ¡No había duda, estaba sellada! Aquélla era la entrada de una tumba; había encontrado una vieja mastaba
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. Exultante, tuvo ganas de gritar pues ante aquella pared, su sino cambiaba. Aunque no sabía descifrar el significado de los jeroglíficos, estaba seguro de que aquella tumba debía pertenecer a algún noble o alto dignatario, y aparentemente, no había sido violada. Volvió a sentir la vieja excitación tantas veces experimentada durante su vida ante la perspectiva de que nadie hubiera entrado allí todavía. Cuando finalmente se calmó, tenía una idea clara de lo que debía hacer. Había que salir y cubrir de nuevo el pozo con cuidado; la noche siguiente volvería.
Afuera le esperaba la noche. La diosa Nut
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extendía su cuerpo sobre toda la bóveda celeste inmensa e inconmensurable y las estrellas refulgían por doquier. No había cielo como aquél y a Shepsenuré en aquella noche le pareció más bello que nunca.
Shepsenuré no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Pensaba, reflexionaba, especulaba en suma con el descubrimiento realizado.
Todo parecía indicar que se acercaba al final de sus penurias, pero ¿y si no hubiera nada dentro? A veces ocurría que algunas sepulturas eran violadas y vueltas a sellar. Rechazaba la idea una y otra vez y de nuevo ésta regresaba angustiándole inmisericorde. La llegada del alba fue un alivio para él; despertó a su hijo y después acudieron juntos a su quehacer diario.
No fue sino hasta bien entrada la tarde que Shepsenuré contó al muchacho su hallazgo. Éste, entusiasmado, empezó a brincar a su alrededor enardecido ante la proximidad de lo que para él significaba la más audaz de las aventuras.
Luego su mirada se tornó medrosa ante la remembranza de su visita a la pirámide.
—Esta vez será diferente, Nemenhat —dijo su padre leyéndole el pensamiento—. No se trata del sepulcro de ningún antiguo dios.
—¿Y no tendremos que arrastrarnos por ningún pasadizo, padre?
—No, hijo, ni tampoco nos encontraremos con serpientes.
—Y si hay un gran tesoro, ¿dónde lo esconderemos? —inquirió el muchacho con gesto preocupado.
—No debemos inquietarnos por eso. Es posible que no haya ningún tesoro ahí dentro, pero si encontramos alguno, ten por seguro que nadie nos lo quitará.
—¿Y cuándo iremos padre?
—Esta noche, hijo, esta noche.
Con las primeras sombras, furtivos como dos figuras espectrales en medio de la necrópolis, padre e hijo se encaminaron hacia la tumba.
Era ya noche cerrada cuando llegaron. En silencio, Shepsenuré levantó la cabeza y escudriñó en todas direcciones. No se oía nada, sólo la brisa producía un leve murmullo ahogado por la incertidumbre que sufría; estaban solos. Con cuidado volvió a desescombrar el pozo y ató firmemente la cuerda a uno de los bloques; cuando estuvo listo hizo señas a su hijo.
—Dame la lámpara, yo bajaré primero. Luego cogerás una saca vacía y me seguirás.
Dicho esto, asió uno de sus martillos y un escoplo e introduciéndolos entre el faldellín, se descolgó por el oscuro hueco.
Abajo todo seguía igual. Padre e hijo permanecieron inmóviles, sin emitir un solo ruido, integrados en aquel mundo de silencio; no se oía nada. Shepsenuré aproximó su exigua luz y volvió a examinar la antigua puerta pasando sus manos por ella. Bastó el que presionara con sus dedos sobre un lateral, para que la vieja argamasa se desconchara; luego cogió sus herramientas y tragó saliva mientras colocaba el cincel con cuidado sobre la zona agrietada. Instintivamente miró a su alrededor, encontrándose con la figura de su hijo que le contemplaba anhelante con los ojos muy abiertos. Volvió a concentrarse en su tarea en tanto sentía el sudor resbalar por su cuerpo y a la vez su boca seca como el desierto de Occidente. Por fin tomó el martillo y con resolución descargó el primer golpe.
La cripta retumbó ante el tremendo mazazo descargado en tanto Shepsenuré sentía como un escalofrío le recorría por entero. Era como si todo Egipto hubiera escuchado aquel estruendo; como si hubiera llamado a la puerta de los dioses y éstos la abrieran con severidad. Volvió a golpear, esta vez si cabe, con mayor furia, y el segundo martillazo resultó terrible. A éste le siguió otro, y otro; como poseído por una locura interior incontrolable, Shepsenuré descargaba su desdichado pasado una y otra vez contra aquella puerta que le separaba de un futuro de esperanza. Mientras, la piedra bramaba.