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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (9 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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La vida había hecho que su senda se desviara del camino de la fe pura, al cual era sabedor que nunca podría volver. Lejos quedaban las lecciones que sobre los consejos morales del prístino sabio Ptah-Hotep le fueron dadas. Era obvio que él no las seguiría jamás, mas no por eso dejaba de respetarlas, como también respetaba el orden milenario creado por sus dioses, y del cual, como egipcio, formaba parte.

Ankh permaneció pensativo durante unos instantes, pues a la postre, Irsw era extranjero, y jamás podría entenderlo; aunque ello tampoco le importara demasiado. En el fondo de su corazón, el escriba sentía un profundo desprecio por el mercader sirio que, aunque necesario para llevar a cabo sus futuros proyectos, representaba el centro de un mundo corrompido del cual él también formaba parte.

—Hace demasiado calor para este tipo de cuestiones —replicó Irsw volviendo a su tono monótono—. ¿Qué decías acerca de un viejo papiro?

Ankh volvió de su abstracción parpadeando repetidamente, y adoptó de nuevo su postura natural en la que la astucia dominaba su mirada.

—El pergamino en sí no tiene mucho valor, a no ser porque en él se hace referencia a la situación de numerosas tumbas pertenecientes a antiguos sacerdotes.

—Tumbas que es probable que hayan sido violadas hace ya mucho tiempo.

—No lo creo, Irsw. El tiempo las ha sumido en el olvido. Además se construyó sobre ellas un pequeño templo, tiempo atrás abandonado, del que todavía quedan algunos restos. Si las sepulturas se encuentran intactas, algo que veo factible, éstas deben de estar repletas de joyas de incalculable valor. ¿Te interesa el negocio?

El sirio se acarició la barba con parsimonia, calculando el riesgo de la operación.

—Iríamos a partes iguales y tendrías que dar salida a la mercancía, pues de seguro habrá piezas que podrían comprometernos demasiado —continuó el escriba.

—Eso no supondría ningún problema. Pero ¿qué hay del ladrón?

—Uhm, eso no debe de inquietarte lo más mínimo. Al aceptar venir a Menfis conmigo, su destino me pertenece; tardará poco en darse cuenta de ello. Por lo demás parece un hombre prudente, un hombre prudente capaz de atender a nuestras… razones.

—Como siempre, lo tienes todo pensado. Está bien, acepto tu oferta —dijo Irsw—. Pero si en algún momento nos causara problemas, tú te encargarás de eliminarlo.

Ankh hizo un gesto de aquiescencia y levantó la jarra formulando el brindis.

—Pongamos a Shu
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por testigo. El trato queda sellado.

Del bermellón al azul zafiro, del violeta a un negro casi azabache; la luz jugó con toda su gama en el lejano horizonte, hasta que la última noche del año llegó a Egipto engalanada con más de mil luceros que, animosos, titilaban al verse mecidos por la divina mano con la que Nut quería agasajar a su pueblo. Éste, gozoso, contemplaba alborozado aquel presente que la diosa, como cada año, les regalaba. Nadie en Menfis dormía aquella noche.

Shepsenuré disfrutaba de ello percibiendo sensaciones largo tiempo olvidadas. Desde la terraza de su casa, veía como los vecinos salían de sus viviendas dispuestos a llenar las calles con su algazara. Mientras, los cantos de alabanza surgían acá y allá en tanto la música callejera subía de tono.

No hacía un mes que Shepsenuré había comprado aquella casa que, aunque no era excesivamente grande, al menos sí era digna. Sin duda podría haber adquirido una villa en el distinguido distrito situado junto a Ankh-Tawy (la vida en las Dos Tierras), nombre con el que se conocía al palacio real y sus anexos; pero su prudencia le hizo decidir por instalarse en un barrio popular como era el de los artesanos, lleno de gente sencilla que a su vez representaba la esencia misma de la ciudad. No en vano el dios tutelar de Menfis, Ptah, era su patrono.

Allí emplazó su vivienda, una casa de dos pisos en la que ocultó sus bienes en un pequeño pozo bajo el suelo de una de las habitaciones de la planta baja, habitándola después como taller de carpintería; oficio al que sólo dedicaría el tiempo imprescindible para parecer un honrado artífice.

Las calles continuaban llenándose de un público que, aunque alegre y bullicioso, mantenía un cierto recogimiento. No era una festividad como la del Feliz Encuentro o la Fiesta de la Ebriedad, en la que el vino y el
shedeh
(un embriagador licor con propiedades afrodisíacas) corrían por doquier durante quince días. Ahora las fuerzas de la naturaleza iban a manifestarse en toda su magnitud y el pueblo las reverenciaba sabedor de que Egipto no era nada sin ellas. Era pues motivo de dicha y, para la ocasión, se acostumbraba a intercambiar regalos entre los familiares y amigos.

Nemenhat estaba encantado, pues su padre le había regalado un estupendo bastón de caza; una especie de bumerán como los que había visto, en ocasiones, en algunas tumbas en las que se representaban escenas de cacerías.

Apoyados ambos en el pretil de la terraza, esperaban que las primeras luces pregonaran el acontecimiento. Justo antes del amanecer, la estrella Sepedet (también conocida como Sothis o Sirio), que no se veía desde hacía mucho tiempo, se alzaría en el horizonte anunciando con ello la llegada del Año Nuevo. «La estrella del perro», nombre con el que también era conocida Sirio al formar parte de aquella constelación, se observaba en las noches próximas al solsticio de verano, «el nacimiento de Ra», y significaba el inicio de la inundación.

En tan señalado acontecimiento, padre e hijo recibieron los saludos y amables felicitaciones de sus vecinos que, con natural alegría, celebraban un fenómeno que se repetía desde los albores de su civilización y que era sinónimo de que las leyes naturales por las que se regían seguían inalterables. Nada sin duda importaba tanto al egipcio, como que el orden primigenio establecido se mantuviera inmutable a través de los siglos. Hasta tal punto esto era así, que cuando el año se presentaba revuelto con sus meses desordenados y el verano sustituía al invierno, el pueblo se lamentaba consternado tomando el hecho como una gran calamidad. Incluso habían bautizado ese año de desventuras con el sugerente nombre del «año cojo»
(Renpit gab).
«Líbreme dios del año cojo», se oía con frecuencia maldecir a los campesinos. Sin embargo, todos festejaban la última noche del año en la seguridad de que el próximo ciclo sería próspero y lleno de venturas. Para él también tenían un nombre en el que habían depositado todas sus esperanzas; lo llamaban «el año perfecto»
(Renpit nefer).

Cuando las luces del alba se hicieron patentes y la estrella se elevó al fin nítida sobre el horizonte, la alegría se desbordó desde todos los corazones. Ni una nube pudo empañar aquel orto tan vital para el país de las Dos Tierras. En un cielo límpido y con la cercana compañía de Orión, Sirio trajo el año nuevo en tanto Ra surgía poderoso desde el reino de las doce horas de la noche
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. Aquel acontecimiento tan esperado resultó a la vez efímero y el astro acabó, a la postre, sucumbiendo devorado por la luz del sol. Mas ya nada importaba, todo se había desarrollado según dictaba la más antigua tradición y para el pueblo no había duda respecto a que tendrían un
Renpit nefer;
un año perfecto.

—¡Kasekemut espera! —gritaba Nemenhat.

—Date prisa o no encontraremos un sitio desde donde podamos verlo —le contestó aquél mientras corrían calle abajo.

La gente, cada vez en mayor cantidad, hacía que ambos muchachos realizaran continuos regates en su alocado descenso; hasta que por fin llegó un momento en el que se hizo difícil poder avanzar. Kasekemut frenó bruscamente y giró a la derecha hacia una de las múltiples callejas que atravesaban el barrio. Continuó velozmente un buen trecho hasta que al volver la cabeza y no ver a su amigo, se paró con disgusto. Al poco éste apareció, y Kasekemut le gritó:

—¡Eh, Nemenhat, eres más lento que el pollino del viejo Inu!

Nemenhat venía resoplando con el rostro congestionado y el cuerpo empapado en sudor como si de una fuente inagotable se tratara. Mas en cuanto se aproximó a su amigo, éste volvió a salir corriendo por la callejuela. El pobre Nemenhat no tuvo más remedio que continuar medio encorvado, tocándose el pecho con las manos pensando que le estallaría de un momento a otro.

Así anduvieron durante un buen trecho con Kasekemut en cabeza zigzagueando por un intrincado laberinto de calles, por las que perderse era sumamente fácil. Sin embargo, Kasekemut callejeaba por ellas como si fuera algo que hiciera cotidianamente; incluso saludaba a algún que otro transeúnte al cruzarse con él. Nemenhat, en cambio, era la primera vez que se aventuraba por allí, y aunque calculó que debían de encontrarse cerca del río, pensó que no podría aguantar mucho más. La mañana se encontraba lo bastante avanzada como para empezar a buscar el cobijo de la sombra y eso fue lo que hizo; paró en su carrera y caminó junto a una de las paredes que le resguardaban del sol mientras respiraba con dificultad. Por fin, al doblar la siguiente esquina, vio a Kasekemut que le esperaba jadeante mientras, al fondo, un infranqueable muro humano les cerraba el paso.

—¡Te dije que llegaríamos tarde, Nemenhat!

Éste se aproximó a su amigo con un cierto mohín de fastidio.

—¿Y ahora cómo vamos a pasar? —preguntó.

—No sé, tendremos que abrirnos paso. Sígueme y no te separes de mí —ordenó Kasekemut.

Conforme había dicho, atravesaron las primeras filas que el enorme gentío formaba, no sin antes recibir patadas, golpes e insultos de un público que bastante tenía con soportar la solanera matinal. A fuerza de empujones pudieron hacerse un hueco entre aquel tumulto; pero poco más. Por mucho que porfiaron, no fueron capaces de ver sino las sudorosas cabezas que les rodeaban.

—¡Maldita sea!, por qué no os vais a jugar al cabrito a tierra
[49]
y dejáis de pisarnos —aulló un hombrecillo mientras se llevaba las manos a uno de sus pies.

—Tienes razón, así podremos librarnos de tus piojos —contestó Kasekemut.

La gente que les rodeaba hizo bromas del asunto.

—No seas cascarrabias, Huni —dijo una voz—, y deja pasar a los muchachos.

—Mira —dijo Nemenhat señalando la copa de una acacia próxima—, lleguémonos a ella e intentemos subirnos.

Esta vez la muchedumbre no puso tanta resistencia y los dos amigos alcanzaron su objetivo y se sentaron sobre las ramas del árbol. Desde allí, pudieron comprobar la magnitud del acontecimiento que se estaba celebrando. La multitud les rodeaba como si de una marea humana se tratara, atestando la gran explanada en la que se encontraban. Tan sólo la vía que la atravesaba, y que desde el templo de Ptah llegaba hasta el río, se hallaba despejada por las filas de guardias situados a ambos lados. La celebración del año nuevo era más que una fiesta en sí, era el final de un período y el comienzo de otro en el que Egipto se preparaba para un nuevo renacimiento que llenaría de vida sus tierras.

A miles de kilómetros de distancia hacia el sur, en el África Ecuatorial, el lago Victoria desagua en un río que corre en dirección norte y que es la cuna del Nilo. Rodeado de espesas selvas tropicales, este río recoge el agua que diariamente cae sobre esta zona y que forma riachuelos y arroyos que confluyen en él junto con tres afluentes principales, dando lugar al Nilo Blanco que atraviesa todo el Sudán. Es en este punto donde su hermano el Nilo Azul se une a él formando una única corriente que atravesará Nubia y Egipto hasta llegar al mar. Pero en la época de verano, fuertes lluvias de tipo monzónico caen sobre las altiplanicies de Etiopía y el Nilo Azul que, procedente de los montes de Abisinia atraviesa aquella zona, ve aumentado su caudal en más de cuarenta veces. A su paso recogerá rocas volcánicas y riquísimas sustancias minerales e inundará paulatinamente todo Egipto, dejando sobre él su limo benefactor en forma de aluviones de un color negruzco, que dará nombre a aquel país, Kemet (la Tierra Negra).

La llegada de este momento era esperada por aquel pueblo, que sabía hasta qué punto dependían de que la inundación se produjera correctamente y fuera generosa. Era por ello que, en aquella explanada, el gentío guardaba cierta devoción ante la solemnidad del acto que iba a desarrollarse pues el mismísimo faraón estaría presente.

—Mira, allí está la corte —dijo Kasekemut, señalando a un grupo de personas situadas en las escalinatas junto al río.

—¡La corte! —exclamó Nemenhat.

—Sí, ésos no tienen que ingeniárselas todos los días como tú o yo. Llenan su barriga con suculentas aves e incluso comen carne de buey.

Nemenhat no contestó y se limitó a observar a aquel grupo que, con sus blancos atuendos y brillantes joyas, permanecían separados del resto del pueblo, ocupando los lugares asignados por la más estricta etiqueta.

—Algún día, cuando sea
mer-mes
(general), también estaré entre ellos durante las celebraciones —dijo Kasekemut con gesto de ensoñación—. Y comeré carne de buey siempre que quiera.

No cabía duda de que la vocación militar del muchacho iba más allá del mero juego, pues ponía en todos sus actos un ardor y entusiasmo encomiables. Todo estaba perfectamente definido en su mente. Las cosas estaban bien o mal y el camino del Maat (la verdad) sólo era uno. A menudo soñaba junto a Nemenhat, en cómo devolver a Egipto su pasada gloria combatiendo por ella hasta los confines del mundo. Nemenhat le sonreía y se dejaba llevar por la vehemencia de su compañero de juegos, mas no sentía ninguna necesidad de pelear por nadie; de hecho, hasta le desagradaba el verse inmiscuido en las disputas que, frecuentemente, Kasekemut creaba con otros chicos del barrio. Era evidente que su carácter se encuadraba dentro de un perfil más típicamente egipcio que el de su amigo, ya que por lo general, este pueblo siempre mostraba una actitud pacífica y conciliadora; y una clara muestra de todo esto, era el hecho de que Egipto no dispusiera realmente de ejército.

Desde sus inicios, Egipto fue un país que vivió relativamente al margen de sus vecinos. Rodeados por dos grandes zonas desérticas, el país se encontró naturalmente defendido y sus acciones bélicas se limitaron a campañas contra las colindantes tribus de Libia y Nubia. Pero al terminar estas campañas, el ejército se licenciaba y no se mantenía más que una pequeña parte junto con oficiales de alto rango. Con la subida al poder de los faraones guerreros de la XVIII dinastía, Egipto se expansionó y con ello dejó de ser el fértil valle en el que convivían las Dos Tierras, para convertirse en una potencia de primera magnitud. Ello trajo consigo innumerables campañas en las que los enemigos capturados pasaron con el tiempo a formar parte del ejército del faraón. Así, durante el reinado del gran Ramsés II, su propia guardia estuvo formada por mercenarios llamados
shardana,
que pronto se vieron rodeados de una aureola como cuerpo de élite. Todos estos mercenarios constituían en realidad la mayor parte del ejército en activo, y sólo en caso de conflicto el Estado llamaba a filas a sus soldados licenciados o recurrían a las levas si era necesario. Todos buscarían la gloria en el campo de batalla, a la espera de que el faraón les recompensara con tierras de labranza por su heroísmo.

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