El ladrón de tumbas (7 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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—Cierto, artesano, y en verdad que este año habrá buena cosecha, Ptah
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en su infinita sabiduría hará que sus graneros estén repletos. Pero no sabía que te preocupara tanto la buena marcha de nuestra agricultura, pensé que estabas más interesado en otro tipo de asuntos —dijo Ankh con malicia.

—Oh, pues así es, y además tanto como a ti, noble escriba —contestó Shepsenuré-, y estarás de acuerdo conmigo en que es merecedora de espera.

—Sin duda, sin duda —respondió el escriba, y reparando en el cofre situado frente a él continuó-, también veo que eres un hombre juicioso y prudente, algo que en estos tiempos, se me antoja imprescindible para llegar a viejo.

—Llegar a viejo en Egipto es una ironía de los dioses, escriba. No aspiro a tanto, pero sí quisiera dejar de patear los caminos de esta tierra; mis pies forman ya parte de ella, ¿sabes?

—Lo supongo, artesano, lo supongo. Pero qué quieres, a veces los senderos que seguimos son extraños y tortuosos, no sólo para ti; incluso los míos también lo son. No juzgues sólo al caminante por el polvo que lleve encima. La misión del servicio a los dioses es sumamente compleja y avanzar en ella no es fácil.

Shepsenuré rió entre dientes, a la vez que acariciaba el cofre distraídamente.

—No te rías —prosiguió Ankh—, siempre estamos a expensas de que la caprichosa suerte se digne alguna vez a recibirnos.

—Hasta hoy no he sido precisamente su hijo predilecto —replicó Shepsenuré.

—No tientes a la ira del divino Ptah, artesano. Nuestras direcciones se han cruzado en este lugar y corren ahora juntas. Tu camino está trazado, pero piensa en el de tu hijo, él es tu mayor fortuna, ¿no es así?

Shepsenuré mantuvo la mirada de aquel hombre que era un pozo de ambición, y en aquel momento supo que debía de andarse con mucho cuidado. Finalmente movió los brazos entre cansino e impotente, y se levantó con desgana.

—Puesto que debemos ser compañeros en este viaje, espero que en tu barco haya cerveza fresca para que mi reseca garganta no te importune demasiado.

Ankh lanzó una carcajada y con un ademán le invitó a seguirle.

Aunque de pequeñas dimensiones, a Nemenhat, el barco le pareció extraordinario.

Había visto muchas veces cómo las embarcaciones de los grandes de Egipto recorrían orgullosas el Nilo abriéndose paso entre las falucas que se dedicaban al transporte cotidiano de mercancías. Pero nunca pensó que algún día, él pudiera subir a bordo de una de ellas; por tanto, presa de una gran excitación el muchacho no paraba de recorrer el velero.

—¡Nemenhat, quieres parar de una vez! —le conminaba su padre.

Pero aquél no tenía oídos para nadie; y así, cuando la nave comenzó a deslizarse perezosa por aquellas sagradas aguas, Nemenhat tuvo otra perspectiva de Egipto. Apoyados sus brazos sobre la borda, observaba ensimismado el atardecer de su tierra. Moría Shemu, la estación de la cosecha, y los campesinos se afanaban en la recolección de todo un año de trabajo. Más allá de las riberas, las espigas se afinaban en montones cuidadosamente dispuestos que eran diligentemente anotados por los escribas, los cuales contabilizaban hasta el último grano. Éste era medido por medio de unos grandes cucharones de madera con una capacidad de 1
hekat
(4,87 l), y luego se transportaba en grandes embarcaciones hacia los graneros donde era vuelto a pesar para comprobar que no se había robado durante el traslado. Nada escapaba al control de los templos.

El poder que ostentaban éstos era enorme, hasta el punto que eran capaces de sumir a Egipto en el caos utilizando toda clase de intrigas con tal de conservarlo. Cuán lejos quedaban ya las épocas antiguas donde el gran dios gobernaba con omnipotencia sobre las Dos Tierras como único eslabón entre los hombres y los dioses. Pero con el tiempo, la creación de la nobleza y los privilegios dados a ésta y al clero habían acabado transformando el orden inicial en otro donde los intereses del Estado apenas contaban. Sólo la aparición de los grandes faraones fue capaz de frenar tan desmedidas ambiciones.

Desgraciadamente, Egipto estaba sumido en el caos. Desde que muriera el gran dios User-Maat-Ra-Setepen-Ra
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(Ramsés II), el poderoso toro, las cosas habían ido de mal en peor. Aún con su sucesor Merenptah, el imperio había podido, a duras penas, mantener sus fronteras; aunque tuvo que hacer frente a una invasión de una coalición de pueblos, que desde la Cirenaica, intentaron penetrar en el país al mando de un príncipe libio. El faraón salió a su encuentro y les derrotó, obligándoles a huir en «la profundidad de la noche».

Sin embargo, la crisis política interna iba en aumento. Desde que el gran Ramsés hiciera construir su nueva capital en Pi-Ramsés, las antiguas rivalidades entre el Bajo y Alto Egipto fueron creciendo paulatinamente. Ramsés II las aplacó hábilmente con los enormes donativos que hizo al clero de Amón en Tebas. Pero eran tiempos de abundancia; tiempos en los que las riquezas entraban en Egipto por doquier, a la vez que sus fronteras se extendían como nunca en toda su historia. Mas a la muerte del gran faraón, la situación comenzó a deteriorarse gradualmente, y ya al final del reinado de su sucesor, los príncipes tebanos maniobraron hábilmente para no perder el poder preponderante que habían ostentado durante los últimos cuatrocientos años.

Merenptah tomó como esposa real a Isis-Nefert, a la sazón hermana suya, que le dio dos hijos, Seti-Merenptah, y una niña llamada Tawsret; siendo el primero el heredero al trono del país de Kemet.

A su vez, entre las mujeres del harén había una llamada Tajat que no tenía sangre real y con la que tuvo un varón de nombre Amenmés. A la muerte del rey, el clero tebano por medio de su sumo sacerdote Roi, hombre dotado de una gran inteligencia y poseedor de un enorme poder e influencia, impuso a Amenmés en el trono como ilegítimo faraón de Egipto. Durante tres años, el país continuó debilitándose. Las arcas de Amón acapararon riquezas y la aristocracia tebana mantuvo sus parcelas de poder. Mientras, los príncipes del Delta, contrarios a aceptar la supremacía que de nuevo les imponían desde el sur, iniciaron desórdenes a la vez que apoyaban al legítimo heredero Seti-Merenptah; como en pasadas ocasiones, Egipto se encontraba al borde de la guerra civil. Pero al cumplirse el primer trienio de reinado, Amenmés murió repentinamente de forma misteriosa, y Seti tuvo el camino libre para poder proclamarse señor del Alto y Bajo Egipto. Sin embargo, su subida al poder tampoco solucionó los problemas que abrumaban al Estado, y de la grandeza de los ramésidas, sólo tuvo el nombre con el que reinó; Seti II.

En aquellos sombríos momentos, un extranjero natural de Siria y de nombre Bay ascendió vertiginosamente dentro del aparato del gobierno, convirtiéndose en Gran Administrador del sello real, y como Seti II murió a los seis años de reinado, Tawsret, su hermana y gran esposa real, quedó sola agobiada por los problemas de un Estado que se descomponía ante las reiteradas presiones provenientes del Alto Egipto. Tenía la alternativa de desposarse con su administrador real, y dejar sobre éste todo el peso del Estado. Pero Bay era extranjero, ¿cómo iba un extranjero a ocupar el trono de las Dos Tierras? Tawsret eligió otra vía, e hizo coronar a un hijo real menor de edad llamado Siptah, con la esperanza de que fuera fácilmente manejable y así continuar, junto con Bay, moviendo los hilos del poder. Sin embargo, Tawsret se equivocó.

Siptah tenía catorce años cuando fue proclamado faraón dándose la circunstancia de que, a su juventud, el nuevo rey unía además el hecho de sufrir una penosa enfermedad desde su infancia, ya que padecía poliomielitis. A pesar de todo esto, el joven, que se hizo coronar con el nombre de Siptah-Merenptah, no estaba dispuesto a permitir que los negocios del Estado continuaran en manos de la reina madre y poco a poco fue controlando con energía las riendas del país, para lo cual y como primera medida, envió generosos regalos a los funcionarios nubios y nombró un nuevo virrey para esta provincia, de nombre Seti. Con esta hábil maniobra, el faraón logró que toda la nobleza tebana quedara entre dos fuerzas, con lo que las revueltas quedaron sofocadas y la nave egipcia pudo navegar por aguas más tranquilas.

Pero lamentablemente, a la edad de veinte años Siptah dejó de existir y de nuevo Tawsret se hizo con el gobierno. Junto a su valido que desde la sombra detentaba para sí más poder a cada día que pasaba, la reina continuó dictando la ley en el país durante dos años, pero al cabo, la reina murió y Bay se erigió en príncipe y obligó al país entero al pago de tributos saqueando, junto con sus seguidores, todos los bienes y haciendas e igualando a los dioses con los hombres; asimismo, prohibieron las ofrendas en los templos, y la anarquía se apoderó de Egipto.

Mas como en tantas otras ocasiones los dioses se apiadaron de nuevo de su pueblo, acudiendo en su socorro. Y lo hicieron en la figura de un viejo general natural de la región del Delta que, con determinación, se alzó en medio del caos tomando el control absoluto del país. Sus tropas acudieron en socorro de ciudades y templos, hasta que depuró todo atisbo del poder creado por Bay. En sólo unos meses, nada quedaba de los desórdenes inducidos por los asiáticos y el país estaba otra vez en paz.

Fue coronado como el nuevo Horus viviente con gran pompa y elevado al trono de Egipto con el nombre de Usi-Khaure-Setepen-Ra; o lo que es lo mismo: ¡Poderosas son las manifestaciones de Ra, elegido de Ra!; aunque el pueblo lo llamase por su nombre de pila, Setnajt. Con él comenzaba una nueva dinastía, la XX.

Todo regresó a la normalidad de antaño y el valle del Nilo se convirtió de nuevo en el lugar apacible donde los dioses volvieron a ser venerados y las viejas tradiciones respetadas.

Pero el viejo Setnajt, falleció a los dos años y su hijo Ramsés le sucedió. El general había preparado bien este momento, haciendo que su hijo gobernase en corregencia con él durante su último año de vida. El cambio de faraón supuso tan sólo un traspaso de poderes oficial, pues Ramsés ya gobernaba Egipto de hecho. Corría el año 1182 a.C, y con él iniciaba un reinado de treinta y un años, el que sería último gran faraón de Egipto; Ramsés III.

Nemenhat no sabía nada de esto y distraído, observaba a los campesinos que recogían sus pocas pertenencias para regresar a sus casas. Después de un duro día de trabajo parecían contentos, pues podía oírles cantar con alegría. Había habido una excelente cosecha y no pasarían hambre.

En el corto recorrido que les separaba de Menfis, la mayor parte de las tierras eran administradas por el templo del dios Ptah. Sus sacerdotes eran dueños del ocho por ciento de las tierras de Egipto lo cual, aunque representaba una cantidad enorme, no era nada comparada con las posesiones del dios Ra, quince por ciento, o del dios Amón que con un sesenta y dos por ciento controlaba más de la mitad del país.

Aunque teóricamente todo pertenecía al faraón, en la práctica esto era muy diferente ya que, además de las propiedades de los grandes templos antes reseñadas, estaban las de los organismos de la Administración y la de los particulares.

Las tierras del Estado, llamadas
rmnyt,
eran trabajadas por particulares a los que se les entregaba una parte de la cosecha. Luego estaban los campos
(hata),
tierras dadas a soldados, sacerdotes, etc., con la condición de que no dejaran de ejercer su oficio y sobre las que no tenían ningún derecho, hasta el punto de que si el heredero no ejercía la misma profesión, las tierras les eran quitadas. Todo estaba previsto; incluso los impuestos pagados por los agricultores diferían unos de otros. No era lo mismo trabajar una tierra normal
(kayt),
que una tierra fresca
(nhb)
o una cansada
(tny),
por lo que los tributos eran también distintos.

Dentro de aquel orden inmutable establecido por un estado burócrata, el país seguía su camino con paso cada vez más cansino, en el que la inercia de más de dos mil años de andadura disminuía paulatinamente.

Los cantos fueron haciéndose más distantes hasta que se unieron al silencio del crepúsculo y todo quedó callado. La oscuridad invadió el Valle y se hizo dueña de las tierras del Nilo.

Allí, echado sobre la toldilla Shepsenuré contemplaba ensimismado el cielo de Egipto. La brisa suave y perfumada le traía olores que desconocía y que a su vez hacíanle mover su nariz para disfrutarlos por completo. Nunca pensó que existieran, o ¿acaso los habría inspirado con anterioridad? Quién sabe, Egipto todo era un perfume que sólo algunos podían aspirar. Entornó los ojos y siguió soñando bajo el manto eterno que un día los dioses tejieron con sus invisibles manos. ¡Qué hermosa estaba la noche! Junto a él, su hijo dormía profundamente. Lo acarició y suspiró aliviado; para el muchacho la vida no sería tan dura; al menos eso esperaba. Luego se acordó de su esposa y sus ojos brillaron como espejos. ¡Hacía ya tanto tiempo! Qué pena que no estuviera allí junto a él; ahora que hubiera podido ofrecerle el bienestar que nunca tuvo. Parpadeó y algunas gotas saladas rodaron por sus mejillas; las limpió con el dorso de la mano y volvió la cara hacia el río. Era el Maat.

Ra-Kephri
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, el sol de la mañana, se alzó vivificador como cada día, derramando espléndido su luz. No había otra igual, y los hombres, sabedores de esto, salieron para impregnarse de ella; tal era el gentío que se hacinaba en las riberas. A su vez innumerables embarcaciones surcaban el río cruzándose en ambas direcciones repletas de mercancías de toda índole.

Nemenhat estaba encantado de verlas pasar tan cerca, y las saludaba alegre con la mano mientras saltaba gozoso.

Al doblar un recodo del río la ciudad se mostró ante ellos.

—¿Estamos ya en Menfis, padre?

Éste sonrió feliz, mientras Ankh asentía con su cabeza.

—Sí, hijo, estamos en Menfis.

—Parece enorme…

—Y antigua —aseguró Ankh con gravedad—. Antigua como los mismos faraones, pues fue aquí donde el unificador de las Dos Tierras, Menes, estableció la primera capital hace ya más de dos mil años.

—¡Dos mil años! —repitió con asombro el muchacho.

—Sí; claro que en aquel entonces no se llamaba así.

—Y ¿cómo se llamaba? —preguntó el rapaz.

—Ineb-Hedj, «la muralla blanca», en evocación a la residencia fortificada que se construyó y que hoy todavía puedes ver
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. Pero de aquellos tiempos poco más queda aparte de las necrópolis, claro —apuntó con retintín el escriba en tanto miraba de reojo a Shepsenuré.

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