En el interior de aquella sala, varias generaciones de su estirpe habían combinado huidizas esencias y absolutos de flores, especias, madera y minerales. Mezclaban elixires para tentar a sus clientes, construían perfumes para deleite de emperadores y emperatrices, de reyes y reinas, y creaban pociones mágicas a las que nadie era capaz de resistirse.
Era donde Jac había descubierto que era distinta a cualquier otra persona; donde más había sufrido, donde su madre había acabado por fallarles a todos, y donde Robbie había acabado con una vida ajena para salvar la propia.
Allí, en aquella habitación terrible y fabulosa, se habían perdido secretos. Y encontrado. Y perdido de nuevo.
Clavó la vista en el odiado y temido instrumento. Quizá fuera el momento de abrir por fin los brazos a sus pesadillas conscientes, en vez de resistirse, y de aceptar que padecía una enfermedad que no siempre podía controlar.
Se sentó frente al órgano e inhaló la cacofonía de olores. Centenares de notas. Un toque de rosa. Jazmín. Naranja. Sándalo. Mirra. Vainilla. Orquídea. Gardenia. Almizcle. ¿Habría algún otro lugar en el mundo con tantos y tantos olores? Una plétora de ellos, un tesoro; y para cada olor, una historia, un cuento que retrotraía al pasado. En vez de interpretar mitos, podía pasarse el resto de la vida siguiéndoles la pista.
Los frascos eran lentes, y el líquido que contenían, prismas. La visión de Jac se había vuelto temblorosa. Empezaban a nacer imágenes por entre el oro, el bronce y el ámbar. Podía reconocer las notas individuales que constituían el perfume de su madre, y la colonia de su padre. Recordó que de pequeña, cuando aún estaba todo bien, solía sentarse en las rodillas de su padre, allí, ante el órgano, y que él le contaba la historia del libro de fragancias perdidas que había encontrado su antepasado. Entonces ella cerraba los ojos y veía desplegarse las escenas, en su propio y privado teatro mental.
París, 1810
Marie-Geneviève había accedido a acompañar a su marido porque no se le ocurría ninguna razón para negarse, pero habría preferido no viajar desde Nantes hasta los escenarios de su juventud. Los recuerdos no siempre eran amigos suyos. De noche, a menudo, la despertaban y la tomaban de rehén. La brutal revolución iniciada en aquella ciudad le había arrebatado a toda su familia: sus padres y sus dos hermanas, encarcelados, y después asesinados.
En París la esperarían todos los fantasmas. Tendría que ir por calles que cruzaba de pequeña, y ver el espectro del pasado. El de Giles.
Pero su marido quería ir, y ella no tenía excusas para resistirse. Era un buen hombre. Le había salvado la vida al encontrarla (prácticamente muerta, y medio ahogada) a orillas del Loira. El cura a quien la habían atado había usado sus últimas fuerzas para deshacer el nudo y darle a ella la oportunidad de sobrevivir.
Sin el peso muerto del cura, Marie-Geneviève había ascendido hasta la superficie, donde entre toses y arcadas había tragado aire (y agua) a bocanadas. De no ser por la corriente, no habría sobrevivido, pero el río la había empujado hasta la orilla.
Los primeros dos días en París no fueron tan duros emocionalmente como se esperaba. En los últimos quince años habían cambiado tantas cosas, que los recuerdos se vieron mitigados por el impacto de la novedad.
La tercera mañana, estaba tan relajada que cuando su carruaje cruzó el Sena en el Pont du Carroussel, se quedó mirando a una mujer joven que intentaba controlar a sus tres hijos pequeños, y no se fijó en dónde estaban. Tampoco preguntó adónde iban.
El carruaje se metió por la rue des Saints-Pères, y se paró ante el edificio.
Marie-Geneviève se giró hacia su marido.
—¿Dónde estamos?
—Es una sorpresa.
Pero si ella nunca le había contado nada sobre los L’Etoile…
—¡No lo entiendo!
¿No se daba cuenta de su pánico? ¿Por qué sonreía?
—He oído que aquí hacen el mejor perfume de todo París, y quería comprarte un recuerdo del viaje.
—Demasiado caro. Ya hemos gastado bastante dinero.
Marie-Geneviève miraba a su marido, pero encima de su hombro, por la ventanilla, veía la puerta de la tienda de perfumes donde en otros tiempos entraba y salía cientos de veces por semana. La puerta se abrió y salió una persona. Al principio Marie-Geneviève pensó que era Jean-Louis L’Etoile: alto, con el pelo gris, y unos ojos tan azules que incluso a distancia se veía su color.
El hombre reparó en el coche de caballos y miró su interior. La miró directamente a ella.
De modo que existían los fantasmas… Giles había fallecido en Egipto cuando ella aún era una chiquilla, y llevaba muerto mucho tiempo.
Y sin embargo, el hombre que la observaba, con la fijeza de quien ve un fantasma, estaba muy vivo.
Sus miradas coincidieron, y por unos segundos Marie-Geneviève se olvidó de que era una mujer casada, madre de dos hijos, y de que estaba con su esposo en un coche de alquiler. El sonido que escapó de entre sus labios fue una mezcla de sollozo y risa.
—¿Te pasa algo,
ma chérie
? —le preguntó su marido.
—No me encuentro bien…
De noche, cuando su marido ya dormía, Marie-Geneviève salió sin hacer ruido de su habitación de hotel. La rue des Saints-Pères solo quedaba a diez manzanas, y no eran calles oscuras ni peligrosas. Ya no era una mujer de cuarenta y dos años, con canas en el pelo. Volvía a tener diecisiete, y en vez de arrastrarse, volaba.
A pesar de la hora, la puerta de la entrada no estaba cerrada con llave; y aunque no se hubieran puesto en contacto, ni el encuentro estuviera concertado, él la esperaba dentro, en la oscuridad de la tienda.
—¿Cómo sabías que vendría? —preguntó ella.
—¿Dónde has estado todos estos años?
Se pusieron a hablar al mismo tiempo, pero antes de que ninguno de los dos pudiera terminar, Giles fue a su encuentro. Estuvieron el uno en brazos del otro hasta que los primeros rayos de sol hicieron brillar los frascos de perfume.
Marie-Geneviève consiguió regresar a su hotel antes de que se despertara su marido, y al vestirse procuró ser la de siempre, pero tenía la sensación de haber perdido veinte años de su vida. No reconocía al hombre con quien estaba casada. Se había olvidado de cómo vivía.
Les quedaban cuatro días en la Ciudad de la Luz. Cada noche, Marie-Geneviève fingía dormirse de inmediato, y así, acostada junto a aquel desconocido, esperaba el momento de que su respiración se relajara para saltar de la cama, vestirse y salir a hurtadillas.
La última noche, tras hacer el amor, cuando Marie-Geneviève aún yacía en brazos de Giles sobre el sofá del taller, él le dijo que quería que dejara a su marido y se quedara en París.
—¡Pero si estamos los dos casados, y tenemos hijos! —exclamó ella.
—Te los puedes traer. Te compraré una casa en la que viviremos juntos, y vendré aquí a trabajar.
Sacudió la cabeza.
—
Ce n’est pas possible.
Giles se levantó, abrió un armario y sacó algo. Los ojos de Marie-Geneviève estaban tan saturados de lágrimas que no vio qué era.
—No tienes elección —dijo él.
—No te entiendo.
—Los egipcios creían en el hado, en el destino. Nuestro destino somos nosotros. —Mostró una bolsa de cuero, que vació en la palma de la otra mano—. Huele.
En cuanto Marie-Geneviève vio la cerámica que tenía Giles en la mano, todo empezó a dar vueltas. Al principio tuvo mucho miedo. Era como se había sentido tiempo atrás, en el Loira: todo negro y frío, con peste a lodo y cieno… Después, unas manos pequeñas y suaves se la llevaron de Nantes para devolverla a donde ya había estado. Los olores eran morados, marrones oscuros, azules aterciopelados, y luz de estrellas. Sentado junto a una mujer de pelo azabache, un hombre de tez morena le tendía una vasija.
Como en el Salón de los Espejos del palacio de Versalles, Marie-Geneviève se veía a sí misma, pero también a Iset, que inclinaba la cabeza hacia la mano de su amante para oler el ungüento.
Él, Thoth, hablaba en un idioma que Marie-Geneviève no había oído nunca, pero que entendió. Estaba diciendo lo mismo que acababa de pronunciar Giles.
—Nuestro destino somos nosotros.
Después oyó exclamar su nombre en una voz que pertenecía al presente, y que la arrancó de su sueño: la voz de su marido. El afable y bondadoso vinatero que le había salvado la vida estaba ante ella con los ojos desorbitados de ira. Tenía una pistola. Le temblaba la mano.
La culata del arma reflejó la luz del alba, que entraba por las ventanas. Si Marie-Geneviève hubiera creído que su dulce y piadoso marido era capaz de usar la pistola, se habría interpuesto entre él y Giles, pero era inconcebible.
—¡No dejaré que me quites lo único que he querido en la vida! —le gritó a Giles su marido; y después, sin la menor vacilación, apretó el gatillo.
Quince días más tarde, en su casa de Nantes, Marie-Geneviève leyó en la prensa que Giles L’Etoile había muerto por herida de arma de fuego. Ella no podía comer ni dormir. Al hombre que estaba casado con ella no le dirigía la palabra. A sus hijos les cuidaba de forma maquinal, sin pensar en otra cosa que en el lecho del hombre a quien había amado desde muy pequeña. ¿Quién le había cogido la mano? ¿Quién le había susurrado palabras de consuelo mientras se deslizaba desde aquel mundo al otro?
Si no hubiera ido a París, Giles aún estaría vivo. Había muerto por su culpa; y sin embargo, según él, estaban hechos el uno para el otro: dos niños inseparables desde su más tierna infancia, como si uno fuera el guante derecho y el otro el guante izquierdo, como decía la madre de Marie-Geneviève.
París
Domingo, 29 de mayo, 13.08 h
Jac intentó con todas sus fuerzas ponerse de pie y apartarse del órgano, rompiendo su influjo y huyendo del poder de unos recuerdos que, sin ser suyos, tenían la misma realidad que si los hubiera vivido, pero fue incapaz. Había más cosas al límite de su conciencia, algo importante que debía entender. La historia no se había terminado. Ni siquiera había empezado.
Aspiró por la nariz y distinguió la nota. Solo podía leer algunas de las etiquetas de los cientos de frascos de esencias y absolutos. Estaba perdida en un mar de posibilidades. ¿Cuáles de aquellos ingredientes creaban sus pesadillas alucinatorias al combinarse?
Miró las etiquetas una a una. ¿Aquella? ¿La de más allá?
La frustración le hizo apretar los puños y darle un golpe al órgano, como los niños pequeños cuando reclaman atención. Los frascos chocaron entre sí con un tintineo de cristal. Otro puñetazo. Bajo la música de perfumista oyó algo más que no tenía sentido: un eco.
El órgano era una masa sólida de madera tallada. ¿Cómo podía estar hueco?
Fue quitando los frascos hasta que ya no quedó sitio para caminar: cuatrocientas botellas (que en algunos casos databan del siglo
XVIII
) cubrían el suelo de una fragante alfombra tridimensional.
El órgano estaba vacío. Un ataúd. Con los años, las manchas de aceite habían dejado un dibujo abstracto en los estantes de madera. Jac fue dando golpes, presionando y palpando cada parte hasta que lo encontró.
Un hueco secreto.
Levantó con cuidado el recuadro de madera hasta destapar una cavidad oscura y aromática: el origen del olor. La Fragancia de la Comodidad de Robbie. La pesadilla de Jac.
Metió la mano y buscó a tientas algo que no veía. Al sacarlo, se desprendieron crujiendo decenas de trocitos de tela manchada de ámbar.
Era un rollo. De él nacía aquel olor tan peligroso, exótico y fascinante.
Lo desenrolló, sin estar muy segura de hacer bien. Dentro había una vasija de cerámica blanca vidriada, con dibujos de colores turquesa y coral, y jeroglíficos negros. Era una versión intacta de los fragmentos encontrados por Robbie. Palpó su interior con la punta del índice. Aún había vestigios de revestimiento de cera en las paredes.
El aire se puso a temblar. La estaban llamando las imágenes. Apoderándose de Jac con una fuerza horrenda, el olor la envolvió y la succionó.
Alejandría, 32 a.C.
En cada esquina de la habitación había incensarios encendidos. Sobre los arcones de madera, y las sillas y divanes dorados finamente tallados, flotaba una nube del mejor incienso. El techo estaba pintado con un mapa celeste astronómico de vivo color lapislázuli. Las paredes, en las que se abrían varias puertas (una de ellas mayor que las demás), estaban decoradas con murales de gran delicadeza y detallismo, en tonos tierra. El motivo de nenúfares estilizados que bordeaba la cripta y enmarcaba las pinturas representaba la flor preferida de Thoth, el loto azul.
En el centro de la sala había un sarcófago de granito negro, cinco veces mayor que una persona normal. Su pulida superficie tenía grabados cartuchos, incrustaciones de turquesa y un retrato en lapislázuli de un hombre apuesto y de aspecto felino, con nenúfares azules en torno a la cabeza. Era Nefertum, el dios del perfume.
—Tienes que ir con mucho cuidado, Iset; si tu marido empieza a sospechar, estarás en peligro.
Thoth intentaba explicarle qué quería que hiciera cuando él ya no estuviese, pero Iset casi no podía escuchar.
Era culpa de ella que Thoth hubiera incumplido su promesa a la reina. Iset le había suplicado que le dejara oler las fragancias que estaba creando, a pesar de la promesa de Thoth a su soberana de que serían exclusivamente para su nariz.
Ahora su traición le iba a costar la vida. Dentro de dos días, Cleopatra le haría ejecutar públicamente, como lección para quien albergase la idea de traicionarla.
Thoth, sin embargo, no pensaba esperar a que le humillasen, sino que se quitaría la vida él mismo. Él era sacerdote, perfumista; disponía de todas las hierbas y plantas necesarias para preparar un veneno mortal.
—He preparado dos de estos tarros. Este es para ti. Deja instrucciones de que lo entierren contigo, como enterrarán el mío a mi lado. Mientras nos llevemos este perfume al más allá —dijo Thoth—, siempre podremos encontrarnos.
Iset cogió el recipiente que le daba Thoth y lo envolvió en sus dedos, sintiendo en la palma su lisura y redondez. Después cerró los ojos y aspiró el olor. Thoth ya le había explicado lo que contenía: incienso, mirra, miel, lirio azul y caquis de los cultivos que había importado y plantado Marco Antonio para su amada.