Desde que conocía su existencia, Iset no había dejado de insistir en que Thoth le permitiera oler el aroma de las almas gemelas; y gracias a él habían compartido visiones del pasado, de quienes habían sido hacía mucho tiempo, cuando estaban, como explicó Thoth, juntos en otra vida.
Y ahora, por culpa de su codicia y su curiosidad, tendría que despedirse de él, y vivir sin él.
Era impensable.
El bebedizo preparado por Thoth estaba sobre una mesita de madera. La luz de las velas se reflejaba en el vaso azul cobalto, frío al tacto, en los dedos de Iset… y en sus labios.
—¡No! —exclamó Thoth, arrebatándoselo.
Por la barbilla de Iset corrió un hilo de veneno.
Thoth examinó la cantidad de líquido que quedaba.
—¿He bebido bastante?
Iset lo dijo con alegría. No estaba dispuesta a quedarse atrás. Se iría con él.
—De sobra. ¿Te das cuenta de lo que has hecho, insensata? No existe ningún antídoto. No te puedo salvar.
Y a continuación, Thoth se llevó el vaso a los labios, los posó donde Iset había puesto los suyos, y bebió.
—Nadie sabe dónde estoy. He desaparecido de la morada de mi esposo. Mi muerte será un secreto. Mientras me sepulten junto a ti, es lo único que importa. Deja instrucciones a tus embalsamadores.
—¿Por qué lo has hecho? Podrías haber vivido. No estabas en peligro. Tu marido no sabía nada.
Iset hizo oídos sordos a los reproches.
—¿Y ahora qué va a pasar? ¿Dolerá?
—No, solo nos quedaremos dormidos; nos abrazaremos y nos dormiremos en este hermoso lugar…
—Dame un beso.
Thoth la tomó en sus brazos. Iset reconoció en sus labios el sabor amargo del veneno, y pensó: «Soy feliz; aquí, en brazos de este hombre, soy feliz». Después notó algo húmedo en sus mejillas, y se apartó. No eran sus lágrimas, sino las de Thoth, cuyo rostro se había cubierto de llanto. A Iset no le importaba abandonar aquel mundo por el siguiente. Su mundo era Thoth. Sin él no habría querido vivir. No era así en el caso de Thoth, en cuya mirada se leía el arrepentimiento.
—¿Qué pasa?
—No he acabado mi trabajo.
Todo era culpa de ella, la causante de su dolor. Lo que le había hecho era imperdonable. Ojalá pudiera volver atrás. Ojalá pudiera hacer las cosas de otro modo. Ojalá pudiera cambiar el destino de Thoth.
Habría querido borrar con sus besos la tristeza de los ojos de su amado, pero sabía que era imposible. Volvió a unir sus labios con los de él. Al menos podían ir besándose hacia la muerte.
Alejandría, 32 a.C.
Domingo, 29 de mayo, 17.15 h
El valioso objeto estaba envuelto en una simple lámina de papel de burbujas, y a buen recaudo en la cartera de Jac; una cartera de calidad, comprada hacía varios años, y que seguía utilizando. Cuanto más se desgastaba la piel, mejor lucía; como Griffin, pensó: estaba lleno de morados, heridas, puntos y grapas, pero para ella nunca había sido más especial.
Le habían pasado de la unidad de cuidados intensivos a una habitación normal, y en ese momento estaba durmiendo, como en la media hora que llevaba Jac con él. Ella esperaba a que se despertase, porque necesitaba que hiciera algo.
Iba a pedirle que olfateara el residuo de pomada de la vasija egipcia. Si no le pasaba nada, sabría que Malachai estaba en un error: las alucinaciones no eran episodios de otras vidas, sino pura locura, a fin de cuentas.
Si Griffin, en cambio, tenía alucinaciones y se acordaba de los dos en el pasado… Si el olor le despertaba recuerdos y podía rememorar cómo se habían querido a lo largo del tiempo… entonces tendrían que ser
âmes soeurs
.
—Érase una vez —le susurró, volviendo a contar lo que su padre les había contado a ella y Robbie— Egipto, en 1799. Giles L’Etoile descubrió un antiguo libro de fórmulas de perfumes, una de las cuales correspondía a un elixir que permitía encontrar a una verdadera alma gemela. Desde que lo olió, no volvió a ser el mismo. El libro y la fragancia se han perdido, pero algún día los encontrará otro L’Etoile, y entonces…
Griffin abrió los ojos y le sonrió.
—¿Qué decías?
—Te estaba contando un cuento.
—¿Me lo puedes volver a contar? Es que me lo he perdido casi todo.
Jac asintió con la cabeza.
—Más tarde.
—¿Te has ido a dormir a casa? —preguntó él.
—Lo he intentado.
—¿Cómo está Robbie?
Jac le tranquilizó con la noticia de que su hermano estaba perfectamente y no tardaría en venir. Ella había visto a Robbie antes de irse, pero no le había comentado nada sobre el descubrimiento de la vasija y del rollo. Ya tendría tiempo. Lo más urgente era averiguar qué le ocurría, qué significaban las imágenes, y si tenía recuerdos o había vuelto a enloquecer.
Al oír sonar su móvil, Griffin miró la pantalla led y sonrió.
—Es mi hija.
—Cógelo. Yo voy a por café.
Mientras Jac iba hacia la puerta, oyó la respuesta de Griffin, y el nudo en su voz al pronunciar el nombre de Elsie. Su mano tembló al cerrar la puerta y apoyarse en ella. Se estaba acordando de cuando su padre la llamaba por su nombre. Estaba pensando en la separación de sus padres, en su soledad, en la infelicidad de Robbie y en cómo les había destrozado la existencia la amargura de sus padres, oscureciendo las vidas de ambos.
—¿Dónde está la capilla? —preguntó a una de las enfermeras que pasaban, afanosas.
Durante los pocos minutos que tardó en ir desde la habitación de Griffin a la sencilla capilla del piso de abajo, Jac no pensó en nada. Puso expresamente la mente en blanco, limitándose a situar un pie ante el otro. Solo al llegar al pequeño santuario de piedra y sentarse en uno de los bancos de madera, dejó afluir a su conciencia el complejo torrente de ideas.
A los pies de una Virgen bella y serena ardía una docena de cirios en pequeños candeleros de color rubí. A ambos lados de la imagen añadían su perfume al olor de parafina varios jarrones de azucenas. Derramándose por las vidrieras de color cobalto, la luz de la tarde proyectaba reflejos melancólicos del mismo azul triste que siempre llenaba el mausoleo donde estaba enterrada su madre.
«Ya sabes qué hacer.»
La voz surgía de la oscuridad de la pequeña sala de oración.
Jac no se esperaba oír la voz de su madre en aquel sitio. Nunca la había oído fuera del cementerio de Sleepy Hollow.
«Y es lo correcto.»
—¡Qué sabrás tú! —exclamó, sin pensar que hablaba en voz alta.
Nunca había hablado con el fantasma de su madre. Nunca había aceptado que la manifestación fuera algo más que un engaño de su fantasía.
No tenía nada de malo pedirle a Griffin que oliera la pomada. Si Jac estaba loca, Griffin no recordaría nada; y si no lo estaba, recordaría lo mismo que ella. Averiguarían que ya habían estado juntos antes.
«Pero en las dos vidas murió él por ti: como Giles, la mañana en que los descubrió el marido de Marie-Geneviève en París, y como Thoth, en Egipto, al beberse su propia poción.»
—¿Y qué? —preguntó Jac.
No se oyó nada en la capilla, que olía a tristeza y plegarias.
Jac lo repasó otra vez de pe a pa, reflexionando. Él había muerto por ella dos veces en el pasado; y hacía poco que Griffin había estado a punto de volver a morir por ella. Si era cierta la reencarnación, si habían vivido juntos todas esas vidas, estaban en una rueda kármica.
Ella le había tomado dos veces por amante, cuando él no estaba libre.
Y él había muerto dos veces por su culpa.
Cuando Jac volvió a su habitación, Griffin ya había colgado.
—¿Cómo está Elsie? —preguntó ella.
—Ya han aterrizado en París. Llegará dentro de una hora.
Jac se apretó el bolso contra el pecho.
—Qué contenta estará de verte… Y qué bien te sentará a ti verla…
Griffin asintió con la cabeza y empezó a decir algo, pero Jac le interrumpió.
—Me voy a ir. —Apretó todavía más el bolso. Estaba enamorada de aquel hombre, y seguía deseando estar con él, pero era muy consciente de lo que debía hacer—. Creo que tengo que…
No acabó la frase. ¿Cómo despedirse?
Miró fijamente a Griffin a los ojos, tratando de hablar sin palabras, pero se dio cuenta de que no lo conseguía.
—Gracias por todo; por ayudarnos a Robbie y a mí, y por salvarme la vida. Nunca podré… —Le tembló la voz. Al apretar aún más el bolso, oyó que se reventaba una de las burbujas—. Vuelve a casa con tu mujer y tu niña, Griffin. Me dijiste que no estabas seguro de que se hubiera acabado. Dale otra oportunidad.
—Pero…
Le interrumpió. Sabía lo que iba a decir y no quería oírlo.
—Cuando me tienes a mí cerca no puedes pensar bien las cosas, y las tienes que pensar; más que por la propia Elsie, o por tu mujer, por ti mismo, Griffin.
Tuvo ganas de cogerle la mano y de sentir su cuerpo, pero supo que si lo hacía ya no podría soltarle.
—
Ciao
—susurró.
Griffin le había salvado la vida. Ahora ella tenía que darle la oportunidad de salvar la suya.
Lunes, 30 de mayo, 14.00 h
Era una habitación luminosa y soleada, llena de muebles, libros y obras de arte de la casa de la rue des Saints-Pères. Su padre estaba en un sillón de cuero, junto a la ventana, con Claire sentada al lado.
A Jac le sorprendió lo agradable que era el pequeño apartamento, lo bonitas y verdes que eran las vistas, lo dulce que era el olor, y lo sereno que parecía su padre.
Él se había girado para ver quién entraba, y la escrutaba como si tratara de reconocerla, pero no lo conseguía; se le veía en los ojos.
—Hola —dijo en voz baja Claire—. Me alegro de que hayas venido. ¿Está Robbie?
—Fuera, en el coche.
—Voy a saludarle. Así podrás estar un rato con tu padre.
Jac estuvo a punto de impedírselo. No estaba segura de querer estar a solas con él.
Se sentó en la silla que había dejado libre Claire. Su padre no estaba tan frágil como se esperaba. Seguía pareciendo el mismo. No se le veía perdido aunque sí lo estuviera para ella, pero a eso ya estaba acostumbrada: no había sabido qué hacer con Jac desde la muerte de su madre. Un psicólogo había insinuado que le recordaba demasiado a la mujer a quien no había sabido proteger, y cuya integridad no había sabido mantener. De todos modos, a Jac el motivo le era indiferente. Los hechos en sí eran demasiado dolorosos.
—Soy Jac, padre —dijo.
—¿Jac? —Pronunció el nombre como si no lo hubiera oído nunca—. Perdona, es que ya no me acuerdo muy bien de las personas. ¿De qué nos conocemos?
Jac abrió su cartera, sacó el pequeño paquete y lo desenvolvió. Le había explicado a Robbie lo que pensaba hacer, y él había estado de acuerdo. También habían examinado el rollo, en el que aparecía por escrito todo lo que necesitaba su hermano para poder trabajar en el perfume, incluidos los nombres de los ingredientes. El mayor problema lo había sacado a relucir una búsqueda rápida por internet: uno de los principales ingredientes se había extinguido. Los antiguos campos de caquis de Cleopatra eran tan valiosos que los egipcios habían preferido quemarlos a que los aprovechasen los romanos. En esos momentos, un grupo de botánicos trabajaba en la zona del desierto donde había estado situada la plantación, esperando encontrar semillas antiguas y volver a cultivarlas. Si lo lograban, tal vez Robbie pudiera recrear el perfume. De momento había olfateado muchas veces la vasija encontrada por Jac sin que le produjera nada más que dolor de cabeza.
¿Desencadenante olfativo de episodios psicóticos, o instrumento que despertaba la memoria? Robbie no había podido ayudarla a descubrir la verdad, así que Jac había llamado a Malachai para preguntarle si se podía hacer entrar en regresión a cualquier persona.
—No —había dicho él, tan apenado que Jac lo percibió a través del teléfono—. ¿Por qué lo preguntas?
Jac no le había dicho la verdad. Solo habría servido para que Malachai deseara la vasija, y los dos hermanos habían decidido que no les correspondía a ellos entregarla: pertenecía a otra persona. Aunque implicase vender Rouge y Noir. No era, le dijo Robbie a Jac, un sacrificio, sino el pasado, y ellos tenían que ocuparse del presente.
Jac se arrodilló junto al sillón de su padre y le miró a la cara, muy atenta a sus ojos, y con la esperanza de que la oyera.
—Esto lo encontraste tú, ¿verdad? —preguntó.
Su padre contempló lo que tenía en las manos, y al reconocerlo asintió con la cabeza.
—Sí, en el órgano, que es donde estaba escondido.
—Robbie y yo queremos que te lo quedes.
Lo cogió, inclinó la cabeza y aspiró profundamente.
Al levantarla de nuevo, miró a Jac de hito en hito, con una sonrisa en sus ojos azules.
—Perdona —susurró.
—¿Por qué?
—No es que te protegiera mucho, ¿verdad?
Jac no supo muy bien qué quería decir. ¿Al llevarla a los médicos de París? ¿Al enviarla a Blixer Rath?
—¿Por qué lo dices?
—Tendría que haberme dado cuenta de que aún estabas enamorada de Giles, en vez de concertarte otra boda. Si le hubiera hecho caso a tu madre, no te habrías fugado al convento, ni te habrían torturado… Dijeron que te habías ahogado…
Se le escapó una lágrima, que rodó por su mejilla. Después cogió la mano de Jac y se la acercó a los labios para darle un beso.
—Tenía la obligación de proteger a mi hija, y fracasé.
—No, papá —dijo Jac, que por alguna razón sabía que Marie-Geneviève había llamado así a su padre—; no, papá, no fracasaste. Estoy bien, ¿lo ves? De verdad. Intentaron ahogarme, pero sobreviví, y me casé. He tenido hijos, papá.
—¿Te casaste con Giles?
—No, con otro. A nuestra hija mayor le pusimos el nombre de
maman
.
Su padre le sonrió, recordando cosas que hacía mucho tiempo que había olvidado todo el mundo excepto ellos dos.
Entonces Jac hundió la cabeza en su regazo, y lloró mientras él le acariciaba el pelo; e hizo lo que había dicho Robbie que haría algún día: perdonar a su padre.
Ya son más de dos décadas las que ha dedicado M. J. Rose a investigar temas de historia y de reencarnación. Para este libro, además, estudió el mundo de los olores durante más de dos años y medio. Habló con destacadas figuras del sector del perfume, leyó antiguos tratados sobre perfumería y alquimia, visitó granjas de flores, asistió a congresos y estudió con arquitectos de la fragancia, narices famosas y perfumistas especializados.