El libro de las fragancias perdidas (43 page)

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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Después de todo el miedo, la angustia y el terror de la última semana, lo que la hizo derrumbarse fue no poder oler a Griffin. Se cogió la cabeza entre las manos y lloró.

—Me gustaría tanto haber podido hacer algo para ayudaros… —susurró Malachai, mientras le ponía una mano en el hombro con un gesto dubitativo.

Se quedaron un momento así: Jac lloraba y él intentaba consolarla.

—Griffin siempre decía que le presionaba demasiado —dijo ella finalmente—, que le consideraba mejor de lo que era. Menos en el museo…

—Ha sido muy valiente —dijo Malachai.

—Sí, pero mírale: es culpa mía.

—¿Culpa tuya? No te entiendo.

Jac no contestó.

—Te ha afectado el olor, ¿verdad?

—¿Qué olor?

—Jac —la regañó—, no te hagas la tímida, no es tu estilo. Para Griffin, la cerámica no olía a nada. Tu hermano percibía algo, pero solo le daba dolor de cabeza. Tú eres la de olfato más sensible. ¿Verdad que lo has olido? ¿Te ha ayudado a recordar otras vidas? Lo que creías durante todo este tiempo que eran episodios psicóticos en realidad eran memorias de otras vidas.

—No me lo creo.

—¿Ni siquiera ahora?

—Tengo alucinaciones, y parece que las provocan desencadenantes olfativos.

—Tú siempre tan cínica…

Jac se encogió de hombros.

—Ya se te pasará algún día —dijo Malachai con una sonrisa.

Jac levantó la cabeza e irguió los hombros. La conversación no iba a ser de ninguna ayuda, ni para Griffin ni para ella.

—No sigamos por ahí, ¿de acuerdo?

—Es que he trabajado con tantas personas que tenían recuerdos de otras vidas… Algunos las perciben, pero nunca llegan a entenderlas del todo; ahora bien, aprenden de ellas, y les hacen crecer.

—Ya sé que quieres convencerme de que es lo que he sufrido, pero te equivocas.

Robbie entró con una bandeja.

—He esperado a que se distrajese la enfermera —dijo, mientras les daba un vaso a cada uno—. En la planta de abajo he visto a uno de los médicos de Griffin, y parecía optimista.

¿Era ese el tono de alguien que intentaba convencerse a sí mismo?

—Fantástico —repuso Malachai.

Robbie rodeó la cama y se apoyó en el alféizar.

—Si te hubiera vendido la cerámica, no habría pasado todo esto —le dijo al psicólogo.

—Nadie lo desea más que yo, pero a veces las cosas pasan por algo. Si han salido así los acontecimientos, es con un objetivo. ¿Alguno de los dos ha visto la noticia?

Jac y Robbie contestaron que no.

Malachai sacó su móvil, tecleó una dirección de internet y le dio a Jac el aparato. Era la portada de la edición internacional del
Herald Tribune
.

—En todas las cadenas y webs importantes de noticias salen los mismos titulares: el joven que se fue con el Dalai Lama no es un simple estudiante chino de arte que se llame Xie Ping, sino un Panchen Lama tibetano que a los seis años fue secuestrado, llevado a China y sometido a un lavado de cerebro. Es una historia tremenda. Hacía veinte años que su familia y la comunidad budista le daban por muerto.

Jac clicó en la foto del artista que salía junto al Dalai Lama, y la amplió a pantalla completa. Su Santidad sonreía efusivamente. Xie parecía un alma perdida que por fin había llegado a buen puerto. Pasó el teléfono a su hermano.

—El Panchen Lama y su historia provocarán una nueva oleada de simpatía por la causa tibetana —añadió Malachai.

Robbie asintió con la cabeza. Algo en él había hecho las paces, pensó Jac, por fin.

—En el artículo hablan de ti —le dijo Malachai a Jac.

Tendió la mano para que le diera el móvil. Jac se lo devolvió. Entonces el psicólogo bajó por el artículo, y al llegar a la parte que buscaba la leyó en voz alta.

—«La señorita L’Etoile y su hermano han dado muestras de una increíble valentía al hacer llegar a nuestras manos un paquete —ha declarado el Dalai Lama en una entrevista posterior al incidente—. Contiene treinta y tres fragmentos de cerámica egipcia con inscripciones jeroglíficas. Llevaba una traducción adjunta, a cargo de Griffin North, donde se explica que antiguamente el vaso contenía un antiguo perfume que despertaba recuerdos de vidas anteriores. Es un don muy valioso. Esperamos de todo corazón que en el esfuerzo de entregárnoslo no se haya perdido otro don mucho más valioso, como es el de una vida humana.»

58

Domingo, 29 de mayo

Jac, Malachai y Robbie habían velado toda la tarde en el hospital, pero a medianoche Jac había insistido en que se fueran todos a casa menos ella. Durante la semana en que había permanecido oculto, Robbie no había encadenado más de una o dos horas de sueño, y se estaba durmiendo en la silla. El chófer de Malachai le dejaría en casa, y después el reencarnacionista volvería a su hotel. Su avión salía la mañana siguiente.

—Si me necesitas, llámame, por favor —le había dicho a Jac al abrazarla. En todos los años desde que se conocían, siempre había mantenido las distancias, y a lo sumo le tocaba un hombro—. Sea por lo que sea —añadió al soltarla.

Ella asintió con la cabeza.

—Aunque solo sea para hablar de lo que…

—Gracias —le interrumpió.

Jac no quería que Malachai sacara el tema de las alucinaciones en presencia de Robbie. Quería olvidarlas, y no hablar de ellas con nadie. Nunca más.

Una vez que se fueron, se encontró a solas por primera vez con Griffin en la habitación del hospital. Todas las luces estaban apagadas. Lo único que iluminaba el cubículo eran los aparatos electrónicos.

Los médicos le habían dicho que era importante que Griffin supiera que tenía compañía.

—Nunca te he preguntado cuál es tu mito favorito —le dijo Jac—. Qué raro, ¿no? El mío es el de Dédalo e Ícaro. ¿Quieres oír cómo lo cuento?

Utilizó la venerable y antiquísima fórmula.

—Érase una vez…

Pero estaba cansada, demasiado cansada. No pasaba nada por que descansase unos minutos, ¿verdad?

Apoyó la cabeza en los brazos cruzados y cerró los ojos.

La despertó una enfermera a las seis de la mañana, cuando entró para tomarle las constantes vitales a Griffin.

Media hora después llegó el equipo médico, y Jac se fue a la planta baja. Pidió un café y se lo llevó fuera. Lo bebió lo más despacio que pudo, apoyada en el edificio, resistiendo el impulso de correr hacia la habitación. Sabía que no le dejarían entrar mientras le examinasen.

Después de lo que le pareció un cuarto de hora, miró su reloj. Solo habían transcurrido cinco minutos. Viendo el ir y venir de la gente, sabía reconocer quién trabajaba en el hospital, aunque no fuera vestido de enfermero ni de médico. Las caras del personal no explicaban nada. Ni sus frentes llevaban grabados vestigios de miedo, ni había dolor en sus ojos; tampoco sus labios estaban apretados de congoja.

Al subir se encontró a una nueva enfermera de guardia, que le impidió entrar a ver a Griffin.

—¿Está bien? —preguntó Jac, mirando la puerta.

—Sí, muy bien. —La enfermera sonrió—. Por cierto, me llamo Helene, y estaré de guardia hasta las cinco. ¿Usted es la esposa del señor North?

—No, su esposa no; su prima, soy su prima.

Era la mentira que había dicho Robbie al llegar al hospital en la ambulancia, junto a Jac; si no hubieran afirmado ser parientes, quizá no les habrían dejado estar con Griffin. A la pregunta de cómo lo sabía, Robbie había sonreído con tristeza y le había explicado a Jac que muchos de sus amigos gays habían tenido que quedarse fuera de la habitación del hospital porque pesaba más la sangre que el amor.

—Pues entonces, ¿por qué tardan tanto los médicos?

—El señor North ha salido del coma. Le están haciendo pruebas.

—¿Hay alguna lesión cerebral?

—En principio no puedo…

Jac le cogió la mano.

—Ya sé que no puede; no se lo contaré a nadie, pero es que me estoy volviendo loca. Dígamelo, por favor: ¿está bien?

La enfermera se inclinó un poco. Jac olió a limón, verbena y algo dulce mezclado a los olores médicos. De los labios de Helene, en forma de corazón, se escapó una sonrisa. Llevaba un pintalabios rosa intenso, como de color chicle. Debía de ser lo que olía tan dulce.

—He estado dentro en muchas de las pruebas —dijo—, y parece que se recuperará del todo.

El alivio envolvió a Jac como un viento caliente, que la mimaba. Pese a saber que estaba quieta, tuvo la impresión de estar girando, y de repente se encontró sentada en una silla de plástico duro, junto a Helene, que le tendía un vaso de cartón.

—Beba despacio —dijo la enfermera.

—¿Qué ha pasado?

—Creo que se ha mareado un poco.

Jac asintió con la cabeza.

—Es el alivio. Estoy tan aliviada…

—Ya lo sé, ya lo sé. Ahora, hasta que terminen los médicos, descanse. Uno de ellos querrá hablar con usted.

Helene empezó a alejarse, pero Jac le cogió la mano.

—¿Usted le ha visto despierto? ¿De verdad?

La enfermera asintió.

—Sí.

Media hora después, el neurocirujano de Griffin aseguró a Jac que la recuperación sería total, y que probablemente solo se quedaría un par de días más en el hospital.

—Ahora el señor North está durmiendo —dijo—. Lo más probable es que se pase casi todo el día dando cabezaditas, pero puede usted entrar.

Habían quitado todos los tubos, excepto el intravenoso. Griffin estaba de espaldas, con la boca entreabierta. Casi había recuperado su color normal. Le habían cambiado las vendas de la parte superior del hombro, y ya no se le manchaban de sangre, cuando pocas horas antes todo estaba empapado.

Vio que donde sí quedaba sangre era en el pelo: grumos secos de color marrón oscuro sobre lo plateado. Tuvo escalofríos.

Le miró desde la cabecera, sin sentarse: Griffin, el hombre que la había despertado a la vida, tanto tiempo atrás, y que acababa de salvársela. Era algo tan grande que casi parecía inconcebible. Demasiado complicado para comprenderlo.

Se agachó y le dio un beso en la frente, esperando que le despertasen sus labios, como en los cuentos de hadas, pero él no abrió los ojos, ni se movió en la cama. Su reacción al contacto fue nula.

Jac no llevó la cuenta del tiempo que pasaba. En un momento dado, sin embargo, entró en la habitación la enfermera del pintalabios rosa chicle.

—Váyase un momento a casa, si quiere. El señor North dormirá casi todo el día. Así se ducha usted y descansa un poco. —Helene sonrió—. Y se cambia de ropa. ¿Qué le parece si vuelve más tarde, a la hora de cenar? Quizá entonces esté más despierto.

Jac bajó la vista. Tenía manchas de sangre en la blusa, en la bufanda y encima del zapato derecho. Llevaba la misma ropa que al salir de casa la mañana anterior.

Era verdad, le convenía irse a casa. Fue hacia la puerta con la mano levantada y la puso en el pomo, pero no pudo tirar de él. Escuchó por si oía lo que decía siempre Griffin cuando se separaban, pero solo oyó su respiración acompasada.

¿Podía dejarle solo? ¿De verdad? ¿Otra vez? Tenían un historial demasiado largo de separaciones: entre el día en que se habían conocido y el del parque, cuando Griffin había acabado por dejarla, se habían dicho tantas veces adiós, que Jac oyó su voz en la memoria.

Aunque en realidad Griffin nunca decía adiós; ladeaba la cabeza hacia la derecha, esbozaba una sonrisa con las comisuras de los labios y, bajando algo la voz, en un registro algo más grave, susurraba con voz ronca: «
Ciao
».

Al oírlo por primera vez, Jac se había dicho que quizá fuera un poco afectado.


¿Ciao?
—había preguntado.

—En Italia lo dicen cuando llega alguien, no solo cuando se va. Es mejor, ¿no? ¿Qué puede tener de bueno que nos separemos? Podemos fingir que acabas de llegar y que tenemos todo el fin de semana por delante.

Jac dio media vuelta, se sentó junto a la cama, se inclinó y acostó el tronco lo más cerca que pudo del de Griffin. Después cerró los ojos y se dejó llevar por una idea que no se permitía desde hacía quince años: quería estar con él.

A su madre no podía recuperarla; podía oler su perfume y oír su voz, pero no eran reales, sino fruto de su desesperación de hija. En cambio, Griffin sí era real. ¿A cuántas personas tendría que perder? ¿Cuántas veces tendría que perder a aquella?

Al principio, el contacto de los dedos de Griffin en su mejilla fue algo tan natural que no se dio cuenta de lo que significaba: le estaba secando las lágrimas.

—¿Sabes que con tanta tristeza te puedes ahogar? —susurró él.

Jac abrió los ojos y le miró. No le salían las palabras. No había nada que decir. Solo estaba aquel hombre a quien jamás había dejado de querer; y de quien nunca, nunca más podría volver a despedirse.

59

9.30 h

Al llegar a su casa, Jac se duchó e intentó echar una siesta, pero solo eran las diez de la mañana; además, no podía evitar revivir mentalmente el espanto de los últimos días.

Descalza, con el pelo mojado y el mismo albornoz de toalla de su adolescencia, salió de su dormitorio, y de camino a la cocina se paró en el cuarto de su hermano. Le habría gustado que estuviera despierto, pero tenía la puerta cerrada.

En la planta baja se preparó una taza de té Étoile de Paris. Su abuelo le había dicho que Mariage Frères había creado aquella mezcla en exclusiva para él, pero no sabía si era verdad. Viendo teñirse el agua de verde por las hojas secas, aspiró el olor: menta envuelta en vainilla, y un toque floral. Olfateó: conocido, pero esquivo. A la vez apimentado y dulce. Muy verde.

Loto.

Durante los pocos segundos en el Orangerie en que, tras coger la bolsa a Robbie, se había aproximado a Xie Ping con rapidez, había percibido los olores que impregnaban la antigua cerámica con mayor claridad que dentro de las catacumbas. Incluso en plena conmoción, durante unos instantes había reconocido cada esencia de forma individual.

Incienso, mirra, loto azul, aceite de almendra y…

Había otro, pero ya no se acordaba. ¿Cómo era posible? En el museo lo sabía.

¿Cuál era?

Sin saber muy bien por qué importaba tanto, pero decidida a recordar, salió de la casa, cruzó el patio y entró en el taller.

Todo el estudio olía al perfume que Robbie llamaba Fragancia de la Comodidad. Hacía dos días que no entraba nadie. Oscuro y provocador, el perfume de otros tiempos —de la añoranza, del deseo, incluso tal vez de la locura— se había intensificado.

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