El libro de las fragancias perdidas (38 page)

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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Estaban delante del hotel, orientándose. En ambos lados de la calle había tiendecitas con escaparates hábilmente diseñados para lucir su mercancía.

—Qué bonito es todo… —susurró Lan al pasar por una floristería, que invadía la acera con su deslumbrante despliegue de rosas, amapolas y peonías: rojos, naranjas y rosados que, a la vez que competían, se complementaban, en un verdadero incendio de colores.

Xie, demasiado preocupado para valorarlo todo bien, tuvo que hacer el esfuerzo de prestar atención a las palabras de Lan.

—Mires a donde mires, siempre hay algo que ver.

Ella señaló el escaparate de una tienda de dulces, con una torre Eiffel hecha de cajas amarillas de galletas y caramelos apiladas.

A Xie el vuelo le había dejado exhausto. La tensión de pasar por el control de seguridad con el teléfono de contrabando había consumido todas sus energías: un nerviosismo inútil, porque no le habían puesto ni una sola pega. El teléfono móvil seguía a buen recaudo en su bolsillo, y él ya estaba sano y salvo, en Francia.

Durante su paseo por el
quai
, Lan se paró a ver pasar un barco de turistas. Después les llevó por un pequeño puente a la Île de la Cité.

—Mira cómo brilla el río, y cómo pasan las nubes por delante del sol: como en un Monet —dijo—, o un Pissarro, o un Sisley.

Xie solo veía la sombra de los árboles, donde personas cuyos rostros se difuminaban en la penumbra podían muy bien estar al acecho.

París era un lienzo vivo, y el artista que Xie llevaba dentro tenía ganas de emocionarse con lo que veía, pero estaba preocupado por los últimos dos días, y por todas las cosas que no sabía. ¿Cuándo sería el encuentro? ¿Qué tenía que hacer él?

No estaba siendo inteligente. Sabía que sus emociones le consumirían, creando un aura que atraería negatividad. De momento, durante el paseo, no podía pensar en el futuro. Tenía que vivir el momento, y París.

Durante su infancia, en el monasterio, había aprendido una frase presentada a modo de enigma, junto a las lecciones de meditación profunda:

«La no-mente no-piensa no-pensamientos sobre no-cosas.»

La entonó en silencio mientras iban hacia Notre Dame, y sintió renacer sus energías. La majestuosa catedral gótica era una oración de piedra, que exigía atención, a la par que brindaba auxilio y refugio. En torno a ella se arremolinaban centenares de personas: grupos de chavales que fumaban, iban en monopatín, mandaban sms y eran libres.

Justo cuando pasaban ellos tres al lado de la iglesia, empezaron a sonar las campanas, graves, atronadoras, tremebundas y espléndidas, con un sonido que reverberó dentro del cuerpo de Xie.

Dejó de caminar y se giró despacio, contemplando los antiguos tejados y ventanas, y los puentes, y el río palpitante.

—Profesor… —dijo.

El venerable calígrafo se volvió hacia él.

—Gracias por todo esto.

—Te lo has ganado.

Wu inclinó un poco la cabeza. Xie vio insinuarse en su boca una sonrisa.

Si Xie fracasaba, Wu estaría en peligro. Aquel artista fabuloso, que le había tomado bajo su tutela cuando era adolescente, se estaba jugando la vida para ayudarle.

Lan, a quien no se le había pasado por alto la conversación, cogió un momento la mano de Xie, tímidamente. También ella sonreía con sus ojos tranquilos.

—¿Te imaginas lo que sería ser artista y vivir aquí?

Xie sacudió la cabeza.

—¿Cómo sería no volver? Fugarse, ahora, en este minuto… Quedarse en Francia. Pintar.

Lan estaba sobrecogida por la idea.

—Peligrosos pensamientos, querida —dijo Wu.

Antes de que Xie pudiera mostrarse de acuerdo, algo le llamó la atención.

No muy lejos, a la derecha de un grupo de adolescentes, vio a Ru Shan.

Solo había un motivo posible para su presencia, allá al fondo.

Les seguía.

49

18.08 h

El intruso llevaba gafas protectoras y un casco con una luz tan fuerte que al girarse cegó un momento a Jac.

Cuando ella le pudo ver la cara, vio que estaba manchada de tierra, fuera a propósito, como disfraz, o bien por las maquinaciones que le habían llevado hasta ellos. Sus rasgos eran indescifrables, aunque asiáticos, pensó, como los de Ani.

Nadie se movía.

Griffin seguía reteniendo a Ani, cuya expresión dejaba adivinar un intenso dolor que, sin embargo, no se traducía en ningún sonido.

Robbie estaba junto a Jac, por cuya espalda había deslizado un brazo protector.

El intruso se quedó en la entrada del fondo de la sala.

—Te he dicho que la sueltes —resonó su voz en la espaciosa cámara.

Griffin no se movió.

—Tengo una pistola —advirtió el intruso.

—Sí, nosotros también —dijo Griffin—; y si dispara alguien aquí dentro, provocaremos un derrumbe importante, o más de uno. Este rosario de minas donde estamos es muy frágil. Cualquier ruido fuerte puede causar un hundimiento.

—Eso es un farol.

—Tú prueba.

Por la espalda de Jac corrió una gota de sudor.

El intruso se acercó a ella y su hermano, y se concentró exclusivamente en Robbie.

—Tenía muchas ganas de conocerte en persona —dijo—, para darte esto. —Escupió: un abundante salivazo que aterrizó en su mejilla—. Por lo que le hiciste a… —Titubeó, pensando—. Fauche.

Y le pegó con la pistola en un lado de la cabeza. Jac intentó sostener a Robbie, pero se lo impidió la dirección de la caída. Robbie se hizo un rasguño en la cara al chocar con la pared de piedra, y se le reabrió la herida, de la que casi al instante brotó sangre; sangre que le bajó por el cuello y se le metió por la chaqueta.

—No le haga más daño —dijo Jac, mientras se agachaba hacia su hermano.

—Cállate, de lo contrario, te haré el mismo regalo.

Jac le cogió la cabeza a su hermano.

—¿Robbie?

Él gruñó, aturdido.

—Estoy bien.

—Como vuelvas a tocar a alguno de los dos, me cargo a tu amiga —dijo Griffin, apretando más los brazos en la espalda de Ani, que se tragó un grito.

—Hazle lo que quieras. A mí me da igual. Yo he venido a buscar la cerámica.

—¿Y la dejarías morir con tal de conseguirla?

El intruso se puso en cuclillas junto a Robbie, ignorando a Griffin.

—Bueno,
Monsieur le Parfum
, ¿dónde está?

Lo dijo suavemente, casi con dulzura. Al ver que Robbie no contestaba, el ladrón usó la pistola como martillo y le dio un golpe.

—¡Basta! —gritó Jac, intentando quitársela.

El intruso la empujó. En ese momento dio la espalda a Griffin, que soltó a Ani y se abalanzó sobre él.

Ani soltó un grito de advertencia.

—¡William!

—¡Que no se levante! —gritó Griffin a Jac.

La monja trataba de ponerse en pie. Jac la alcanzó en dos zancadas. Por muy fuerte que pudiera ser Ani, la debilitaba el dolor. Trató de resistirse a Jac, y estuvo a punto de vencer, pero Jac logró cogerle el hombro lesionado, y por primera vez Ani gimió, parpadeando para no llorar.

Jac se lanzó encima de ella y la pegó contra el suelo.

La asaltaron de inmediato unos olores muy íntimos: sudor, piel, aliento… Reconoció té negro, bayas de enebro, algodón, talco… Un toque de sal. Y algo más.

El hedor de un hombre que se lanzaba sobre Marie-Geneviève. Para violarla. Para escarnecerla. Le decía que Dios no podía salvarla. El hombre aquel, y la mujer… Dos olores idénticos.

No, ahora no; no podía permitirse una fractura mental; ahora no.

Alzó la vista en busca de Robbie. Su casco iluminó el rincón en el que parecía que se abriera el suelo. No estaba ahí. De pronto le vio arrastrarse hacia Griffin, probablemente para ayudarle, pero iba lento, inestable, borracho de dolor.

Griffin forcejeaba con el intruso. Mientras rodaban ellos dos por el suelo, entre huesos y escombros, los haces luminosos de sus cascos creaban un espectáculo de luces demencial en las paredes de la cueva.

De pronto el intruso consiguió desprender su brazo derecho.

—¡Cuidado! —exclamó Jac al ver que lo levantaba.

Griffin se movió justo a tiempo para evitar la pistola. Griffin, que no soltaba a su presa, la obligó a dar una vuelta más.

Ya estaban al fondo de la cripta, en el rincón más alejado, ocultos por la oscuridad.

Una luz intensa barrió la sala en zigzag.

El intruso estaba de pie, y Griffin en el suelo.

—Bueno, ya está bien. ¿Dónde está la jodida cerámica?

Griffin miró a Jac.

—De acuerdo, Jac, dale la bolsa.

Ella estuvo a punto de decirle que no la tenía, pero Griffin ya lo sabía. ¿Qué hacía? ¿Qué le estaba pidiendo?

—Tírasela y que se la quede. Ya no tenemos ninguna otra opción —le ordenó Griffin.

¿Qué debía hacer ella?

—¿A ti? —preguntó.

—No, a mí no, Jac. Dásela a él.

Solo podía querer decir una cosa: que distrajera al agresor. Jac cogió el cráneo que había usado Griffin, y que se había quedado al lado de Ani, en el suelo. Lo tiró, pero sin apuntar al intruso, sino hacia un punto que quedara justo fuera de su alcance: bastante cerca para que le pareciera posible cogerlo, pero no tanto como para que lo fuera.

El oscuro objeto voló a través de la sala.

El intruso levantó las manos, y al darse cuenta de que el bulto pasaba a una altura superior a la prevista, estiró los brazos.

En ese momento, Griffin le empujó hacia el borde.

Fue muy sencillo: un empujón, uno solo, y el hombre de las gafas protectoras desapareció. Solo quedó el resplandor de su casco, que iluminaba la bóveda desde abajo.

Durante una milésima de segundo, todo quedó en silencio. Después se oyó caer algo en el agua, y una sucesión de palabrotas.

Griffin se asomó al borde del abismo.

—Espero que no te hayas hecho daño, porque esta caída no tendrá menos de tres metros…

No hubo respuesta.

Griffin y Jac ataron las manos de la monja con la cuerda que Jac encontró en la túnica de Ani. Después se ocuparon de Robbie, que aparte de tener un buen chichón en un lado de la cabeza, se había recuperado.

—Bueno, vamos a encargarnos de ella —le dijo Griffin a Jac.

—¿Qué hacemos?

—Ayúdame a levantarla.

Una vez que la monja estuvo en pie, Griffin señaló con la cabeza el fondo de la sala.

La llevaron allá.

Al pasar junto al borde de la sima, Jac se asomó: el hombre de las gafas protectoras estaba en uno de los profundos pozos que tanto abundaban en las catacumbas, con agua, o barro (no pudo verlo bien), hasta la cintura.

—Muy bien, salta —le dijo Griffin a Ani—, solo es agua. No tenemos ninguna intención de hacerte daño. Solo queremos ponerte un rato fuera de servicio.

Ella no se movió.

Griffin la empujó hacia el borde.

—Si no saltas, tendré que empujarte; y si te empujo, puede que te toque el hombro sin querer.

Ani se dejó caer por el borde.

Al cabo de unos segundos, se oyeron dos cosas: el chapuzón de la caída y lo que Jac interpretó como un grito ahogado.

—Así podréis haceros compañía. —Griffin cogió su mochila y volvió al borde del pozo. Abrió la cremallera de la solapa—. Tomad, un poco de agua, para que no os muráis. —Tiró una tras otra dos botellas—. Cuando hayamos entregado el paquete, le diremos a la policía dónde estáis. De momento, que os divirtáis, sobre todo tú, hermana; esto se ve muy apacible para meditar.

50

20.15 h

A Jac nunca le había parecido tan bonita la sala de estar de los L’Etoile. Todo le daba la bienvenida a casa: las telas viejas y gastadas, las alfombras raídas, los acordes de Prokofiev y el olor a té dulce.

Malachai se levantó al verles entrar.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Estáis los dos bien? ¿Robbie está bien?

—Sí, a mi hermano no le pasa nada. —Jac sacudió la cabeza al recordar la discusión. Robbie había insistido en quedarse bajo tierra, asegurando conocer centenares de escondites. Tenían previsto reunirse en dos horas, tiempo suficiente para que Griffin llegara al centro budista y tratase de concertar la cita por la que Robbie estaba dispuesto a jugarse la vida—. Lo que sucede es que no ha querido subir.

Mientras Griffin explicaba lo ocurrido dentro de las catacumbas, Jac se dejó caer en el sofá, y al rozar con la mano el libro que había estado leyendo Malachai, lo miró: uno de los tomos con encuadernación de tafilete de la biblioteca de su abuelo,
Cuentos de magia del antiguo Egipto
, que formaba parte de su extensa colección sobre las artes ocultas.

Cuando Jac era pequeña, ella y su abuelo tenían un ritual: el primer día de mes, él elegía un libro y se lo daba muy ceremoniosamente después de comer, como si fuera un paso más de iniciación en una sociedad secreta; y cada tarde, religiosamente, una vez terminados los deberes, Jac bajaba a la biblioteca y leía un pasaje con él.

Había libros muy antiguos, que había que tratar con especial cuidado para no romper las hojas.

«Sí, son libros raros, Jacinthe —le decía su abuelo al observar sus precauciones (él y el padre de Jac eran los únicos que la llamaban por su nombre completo)—, pero su auténtico valor son los conocimientos que contienen.»

Jac se sentaba a leer frente a un valioso escritorio de caoba y latón, bajo la luz que proyectaba una lámpara de cristal de Nancy, de la casa Daum, con rosas sobre fondo verde claro; y después, mientras bebían chocolate caliente en la porcelana antigua de Limoges de la familia, comentaban los dos el pasaje.

Grand-père
se tomaba muy en serio el saber que atesoraban aquellas páginas. Estaba convencido de que existía una ciencia por redescubrir, sepultada junto con los egipcios.

El libro favorito de Jac, el que había pedido volver a leer, versaba sobre Djedi, un antiguo mago egipcio de quien se decía que resucitaba a los difuntos. Estaba escrito en 1920 (cuando imperaba en el mundo la obsesión por la egiptología y los hallazgos del gran arqueólogo Howard Carter), y plagado de anotaciones. Jac prestaba la misma atención a las de su abuelo que al texto:
grand-père
había subrayado todas las referencias a hierbas, aceites, especias o flores, como si pretendiera elucidar por sus medios la fórmula del hechicero para devolver la vida.

También tenía otro recuerdo: el del cuaderno de notas negro de
grand-père
, con sus tapas de piel de becerro, que no contenía únicamente las posibles fórmulas mágicas de Djedi, sino todo tipo de hipótesis alquímicas, formuladas a partir de toda la historia de la Antigüedad. En el escritorio había un pesado tintero de cristal. Jac se imaginaba a su abuelo cargando su pluma con aquella tinta negra como el carbón, y sembrando la página de conjeturas al arrastrar la mano por ella. ¿Dónde, dónde estaría el cuaderno?

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