El libro de las fragancias perdidas (33 page)

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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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No había manera de tener todas las puertas vigiladas, crear una distracción y raptar a Jac L’Etoile. Tendrían que buscar otra oportunidad.

Al volver a la rue des Saints-Pères, Valentine y William les habían visto salir del coche. Griffin llevaba una maleta. Iban con otro hombre. Los fragmentos de conversación que habían logrado oír durante la media hora siguiente con el micrófono direccional les habían permitido averiguar su nombre, Malachai, y unas cuantas palabras que daban a entender que Jac y Griffin harían otra tentativa de buscar a Robbie. Aun así, no había salido nadie de la casa ni de la tienda.

Todos los trabajos tenían sus más y sus menos, pero solía haber adelantos; y si no los había, los provocaba uno mismo. De momento, en aquella misión todo eran menos.

Señaló el ordenador portátil que había abierto William.

—¿Has conseguido información sobre el otro? —le preguntó.

—Sí, un montón. Malachai Samuels. Es un terapeuta de Nueva York especializado en vidas anteriores.

—Otro que va buscando la cerámica de las narices —dijo Valentine—. ¿Y tú crees que aún está dentro, él solo?

—Sí. Hay demasiado silencio para que haya tres personas, aunque estuvieran sentadas sin hacer nada.

—¿Adónde han ido, William? ¿Dónde se creen que está L’Etoile?

William le dio el portátil.

—También he encontrado esto. No te va a gustar mucho.

¿Eran imaginaciones de Valentine, o el tono había sido de cierta satisfacción?

Bajó la vista. Era un plano. Solo tardó unos segundos en reconocer la mansión del otro lado de la calle. Había dos salidas: la puerta de la tienda y la de la casa, y un patio en medio. Alrededor del patio, un muro.

—No hay ninguna salida aparte de las dos que tenemos vigiladas —dijo William.

Valentine dio un mordisco a la manzana, roja y lustrosa.

—Pues en helicóptero no los sacan.

Harinosa. La tiró al suelo, donde ya se acumulaba la basura, y se frotó los ojos.

—Tenemos que crear algún tipo de distracción, obligarla a que salga de casa y llevárnosla.

—La policía no le quitará la vista de encima.

Qué harta estaba de William, de su negativismo, de su voz aguda y quejumbrosa, de su manía de carraspear antes de hablar, de sus ojos enrojecidos…

De la pareja había sobrevivido el menos indicado. Valentine deseó que volviera François. Intentó pensar. ¿Qué le habría dicho su mentor que hiciera?

Aunque la melodía ya estuviera prefijada, se podía cambiar la clave y el tempo. Siempre se podía improvisar.

El pelo en la nuca le empezaba a dar calor. Tenía el cuello de la camiseta húmedo.

A improvisar
.

41

13.10 h

Mirando a través de una rendija en la pared, Jac y Griffin vieron pasar por un pasillo estrecho a un grupo de cuatro mujeres y dos hombres, todos con túnicas oscuras. Sus rostros quedaban en penumbra, ocultos por las capuchas.

Jac trató de no moverse, y de no respirar, por miedo a alertar de su presencia a los desconocidos. En internet había leído que las catacumbas recibían la visita de artistas, músicos, drogadictos y aventureros. Entre los catáfilos existían grupos satánicos que usaban las galerías de piedra desde hacía siglos para oficiar sus ceremonias.

¿Serían aquellos? ¿Y si se daban cuenta de que los habían visto? ¿Y si les descubrían a ella y Griffin? ¿Eran peligrosos? ¿Y si ya habían encontrado a Robbie? ¿Le habrían hecho algo?

El grupo se movía despacio. Su recorrido por el túnel se hizo eterno.

Por fin quedó nuevamente vacío el pasillo; ya no resonaban pasos en la caverna de roca. Jac empezó a avanzar, pero Griffin tendió el brazo y le puso una mano en el hombro para detenerla.

—Mejor que nos aseguremos de que se hayan ido —susurró.

Cinco minutos después hizo un gesto de afirmación con la cabeza, convencido de que había pasado bastante tiempo.

—Vale, vamos.

El camino era ancho, pero arduo. Jac y Griffin se arrastraron juntos por las piedras, siguiendo las vueltas y revueltas del túnel hasta llegar a una abertura.

Al bajar a la siguiente sala, Jac sintió algo diferente, pero antes de haber tenido tiempo de mirar a su alrededor, antes incluso de verle, oyó reverberar su voz en la pequeña cámara de roca.

—¡Lo sabía! —dijo Robbie entre risas, corriendo hacia ella—. Siempre has sido un hacha con los acertijos.

Jac se echó en brazos de su hermano. ¡Una vaga pista les había conducido a un lugar inverosímil, y ahora le encontraban! La fuerza del abrazo fue la misma por parte de los dos.

Robbie olía a subsuelo, el mismo olor a moho, polvo y muerte que inhalaba Jac desde hacía una hora; un olor ligeramente avinagrado y francamente desagradable, pero que no tenía importancia. El camino hasta su hermano había sido traicionero. Ella y Griffin habían retirado piedras y huesos, pero ahí estaban.

Al apartarse, vio que Robbie tenía sangre seca en la mejilla, y la camisa sucia y rasgada.

—¿Te has hecho daño?

Él sacudió la cabeza.

—¿Por qué?

—Tienes arañazos en la cara.

—Me la habré rozado con alguna piedra. Es que al principio iba muy deprisa.

—Pero ¿estás bien?

No podía quitarle la vista de encima. Tuvo ganas de cogerle la muñeca y buscar el pulso, para estar segura. Había tenido tanto miedo de lo que pudiera haber pasado, de cómo podrían haber ido las cosas…

—Tranquila. —Robbie le pasó un brazo por la espalda—. Estoy bien, Jac.

Ella apoyó la cabeza en el hombro de su hermano y cerró los ojos durante un minuto.

—Ahora ya no hace falta que te preocupes por mí. —Robbie le acarició la espalda—. No quería asustarte, pero me ha sido imposible mandarte un mensaje antes, o de otra manera.

Jac sonrió. Qué bien la interpretaba siempre…

—¿Sabes quién era el hombre del estudio? Está muerto, Robbie. ¿Sabías que está muerto?

—No estaba previsto que muriera, pero llevaba una pistola, e iba a matarme si no le daba la cerámica. Yo solo quemé lo justo para dejarle inconsciente.

La voz de Robbie temblaba. Griffin sacó una botella de agua de su mochila y se la dio.

—Bebe un poco, tiempo habrá para hablar de todo.

Robbie, agradecido, desenroscó el tapón y engulló media botella.

—¿De qué conocías este sitio? —preguntó Jac.

—Venid, en la sala siguiente hay una mesa con sillas y podemos sentarnos; yo os lo explico todo, y vosotros me contáis qué pasa. Pone muy nervioso que te persigan.

—¿Una mesa? ¿Sillas? —dijo Griffin.

—Venid a verlo. Aquí abajo también hay camas, y maneras de cocinar; todo un mundo, si sabes dónde buscar.

En efecto: la siguiente sala contenía una losa de piedra y bancos hechos con lápidas amontonadas. Al principio, Jac no quiso sentarse; eran piedras sagradas, honras fúnebres. Sin embargo, al ver que lo hacían Griffin y Robbie, tomó asiento lo más cerca que pudo de su hermano. No dejó de tocarle durante toda la conversación, palpando el corte que tenía en la manga y acariciándole el brazo.

—¿Has estado aquí abajo desde el lunes por la noche? —preguntó Griffin.

—Más o menos. Lo primero que hice fue bajar, y después cogí un tren al valle del Loira.

—Al principio pensaba que te… que te habías ahogado.

Robbie puso una mano en el brazo de su hermana, y se inclinó hacia ella.

—Lo siento —repitió—. No se me ocurría ninguna otra manera. Tenía que hacer que lo pensaran, para distraer su atención hacia otro sitio.

—¿Eligiendo uno que de por sí fuera un mensaje? —preguntó Jac.

Robbie asintió.

—¿La policía me da por muerto?

—No lo tienen claro. Marcher, que es el inspector que lleva el caso, no está convencido. ¿Cómo encontraste este sitio? ¿Te lo enseñó
grand-père
?

Robbie volvió a asentir a la vez que se sacaba del bolsillo un papel doblado muchas veces, que alisó sobre la mesa. Siempre lo hacía todo con tanto cuidado…

Era un mapa poco manejable, pues hacía más de medio metro de longitud, estaba arrugado, gastado y tenía manchas.

—Empezamos a bajar después de que te fueras a vivir a Estados Unidos.
Grand-père
me dio el mapa y me dejó guiarle, para aprender orientación. Decía que todos necesitamos un refugio.

»Explorábamos durante horas. Él no había bajado desde la guerra, y me contaba historias de la Resistencia mientras seguíamos sus pasos.

—¿Bajaba por el túnel? ¡Pero si ya pasaba de los setenta años!

Jac estaba atónita.

—Sí, ya lo sé. Tenía una agilidad increíble.

—Pues vaya aventura que tuviste con tu abuelo… —dijo Griffin.

Jac percibió el tono apesadumbrado de su ex novio. En cuestiones familiares, Griffin era un amargado; se había quedado sin abuelos de pequeño y apenas conoció a su padre.

Robbie asintió con la cabeza.

—Entonces no me imaginé lo importante que sería saber orientarme aquí abajo. En mi adolescencia me hice amigo de un grupo de catáfilos, músicos que usaban una de las salas para tocar, y algunas noches al mes daban conciertos. Esto es un mundo; hay arte, historia… Lo macabro y lo sagrado. Y un millón de escondites. Antes se podía entrar y salir por muchos sitios, pero el ayuntamiento ha cerrado la mayoría de los accesos. Yo tuve que hacer tres intentos antes de encontrar una salida que no fuera por el laberinto. —Señaló un punto del mapa situado en el decimocuarto
arrondissement
—. Usé esta de aquí.

—¿La policía baja a patrullar? —preguntó Griffin.

—Arriba ya pasan demasiadas cosas. Además, las personas que bajan son inofensivas; artistas rebeldes, exploradores aficionados, inadaptados, grupos marginales… Gente que tiene la impresión de no encajar en ningún otro sitio.

«Pues entonces yo debería estar a gusto aquí abajo», pensó Jac.

Le explicó que acababan de ver a unos encapuchados.

—¿Dónde estamos? —preguntó Griffin, señalando el mapa.

Robbie puso el dedo en un sitio.

—Aquí.

—¿Es fácil de encontrar?

—No. —Robbie dibujó una raya con el dedo—. Esta sala tiene dos accesos. —Señaló uno de los dos—. Por donde habéis venido vosotros, y por aquí. —Señaló otro punto—. Este no tiene salida; se acaba en una de las grietas estrechas. Se puede pasar, pero te llenas de rasguños, y luego, al llegar al otro lado, te encuentras con una especie de vertedero con miles de huesos apilados. Para cruzar la sala hay que trepar por los huesos, que se mueven y se desmoronan bajo tu peso.

Dejó de hablar. No guardaba, se notaba, un recuerdo agradable de la excursión.

—¿Y al otro lado de la sala? —preguntó Jac.

—Una serie de cámaras abovedadas, con poco interés. Luego llegas a otra cueva, que es por donde pasé boca abajo. Todo esto está lleno de pasadizos, y es bastante improbable que alguien elija superar al azar estos obstáculos.

—Pero ¿podría ser? —preguntó Jac—. Si nos buscaran, digo. Pongamos que tuvieran un perro que siguiera tu olor.

—Podría ser. —Robbie sacudió la cabeza—. Pero es una posibilidad muy remota.

—No tanto. Te busca la policía.

Jac sintió oscilar su voz entre la rabia y la histeria.

—Hice lo único que se me ocurrió. Fauche llevaba una pistola. No era periodista.

—Y te habría matado por los trozos de cerámica —le dijo Griffin suavemente—. Hiciste bien.

—¿Por qué iba a matarte para conseguirlos? —insistió Jac—. ¿Y dónde están?

Robbie se quitó del cuello una cinta de color morado oscuro, de la que colgaba una bolsa de terciopelo del mismo color. Eran envoltorios que usaba Casa l’Etoile para los frascos más pequeños de perfume.

—Así que los has tenido tú todo este tiempo… Marcher me preguntó si sabía dónde estaban —dijo Griffin, mientras Robbie desgarraba el plástico de burbujas, destapando los trozos de cerámica de colores turquesa, blanco y coral.

Jac, que nunca los había visto, se acercó para examinarlos. Había manipulado millares de objetos preciosos como aquel al buscar el origen de los mitos, y aquella cerámica no destacaba especialmente ni por su esplendor ni por su interés.

—Es cerámica de lo más normal —dijo.

—De normal, nada —la contradijo su hermano.

—Vamos, Robbie.

Estaba cansada del estrés de los últimos días. Apenas había dormido, ni comido. Todo habían sido preocupaciones. Estaba exhausta, y el idealismo de su hermano le resultaba frustrante.

—Es de locos. Estos fragmentos no justifican que te hayas jugado la vida. ¡Pero si solo es una historia! ¡Fantasías, por Dios!

Estaba enfadada con su hermano por ser tan romántico y tener sueños de grandeza; sin embargo, al mismo tiempo que se desfogaba, tomó conciencia de que sucedía algo a otro nivel, algo que la atraía hacia aquellos pedazos de arcilla: era su olor.

Cerró los ojos y se concentró en el aroma, a la vez desconocido y familiar. Era el mismo que había olido tantas veces en el taller. Arriba se mezclaba con cientos de olores más, mientras que allá abajo, aislado en una cámara de piedra, no encontraba obstáculos.

Todos los olores de los frascos antiguos de cristal del gabinete de curiosidades de Malachai tenían en común aquella densa base de ámbar, pero la variación que estaba oliendo Jac los superaba a todos en complejidad.

—¿Lo hueles? —susurró Robbie.

Jac levantó la vista y asintió.

—¿Y tú?

—No, la verdad es que no —dijo él, cariacontecido.

Jac se giró hacia Griffin.

—¿Y tú?

—No. Yo lo único que huelo es polvo; pero bueno, ya dice tu hermano que tengo una nariz inmadura.

Ella sonrió.

—Si hay alguien que pueda averiguar de qué está hecho este perfume, eres tú —le dijo Robbie—. Ya tenemos claros cuatro de los ingredientes. Nos faltan los demás. ¿Puedes percibirlos?

—¿Qué más da? Será algún olor con que impregnaron la arcilla nuestros antepasados. Es una historia inventada. Lo que persigues es un sueño.

—Todos los perfumes son sueños. ¿Qué hueles? —insistió Robbie.

Jac cerró los ojos y volvió a inhalar, con más profundidad que antes. Lo aspiró todo por sus orificios nasales: el olor de Griffin, la peste de su hermano, el antiguo aroma que extraía de la arcilla… Y lo desentrañó.

—Incienso. Lirio azul.

Oía un goteo lejano de agua que caía de algún techo, y el suave sonido al caer al charco. Era un ritmo regular. Una gota tras otra. Constante. Continuo. Agua. Cayendo. Agua. Un goteo de agua. Un sonido regular, tranquilizante.

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