Tocó la bolsa.
—¿Y hasta dónde estás dispuesto a llegar tú para entregar la munición? —preguntó ella—. Ha habido un muerto. Tú estás viviendo bajo tierra, Robbie, en un cementerio. ¿No podrías tirarlos por un agujero y dejarlos con los huesos? Podríamos ir a la policía. Actuaste en defensa propia…
—Para, para. —Robbie la rodeó con un brazo—. Tengo que hacerlo.
—¿Por qué?
—¿Tienes algún plan? —preguntó Griffin.
—No puedo arriesgarme a que me detengan antes de haber llevado los trozos a Su Santidad. Dentro de poco estará en París, y…
—¿Te quedarías aquí hasta entonces? —le interrumpió Jac.
—Sí.
—Es demasiado peligroso —insistió ella.
—No estaría más seguro en ningún otro sitio de París. ¿Sabes lo complicado que es este laberinto? Si recibiera alguna visita imprevista, podría desaparecer en cuestión de minutos.
Jac no entendía la espiritualidad de Robbie, ni la compartía, pero incluso a treinta metros de profundidad, en aquel cementerio gigante, sintió la hondura de sus creencias, y se dio cuenta de la ecuanimidad que le proporcionaban. Siempre había envidiado su fe. En esos momentos no se la envidió.
—Aquí puede haber delincuentes, locos… Que no, que no estás seguro.
—¿Y arriba lo estaba?
—Robbie, el otro día se puso en contacto conmigo una monja budista —les interrumpió Griffin—, y nos vimos. Dijo que es del centro, que han estudiado tu petición y que te puede ayudar.
—¿El lama puede conseguirme una cita?
Asintió con la cabeza.
—La monja se ofreció a ayudarnos a encontrarte, a Jac y a mí. Hasta insinuó que tenía unos poderes místicos que nos podrían ayudar.
—Deberías haber aceptado el ofrecimiento; puede que me hubierais encontrado antes. ¿Dijo que era del centro de aquí, del de París?
Robbie estaba emocionado.
—Sí, y quiere verte.
—Ah, perfecto. Traedla.
—¿Aquí? —preguntó Jac.
Sacudió la cabeza, se levantó y fue a la salida, donde palpó la piedra fría del dintel y miró la sala contigua. Se había quitado el casco. Ninguna linterna iluminaba el camino. Lo único que veía era un pasillo oscuro que se perdía en una negra eternidad. Aspirando piedra polvorienta, y hongos, se imaginó que nunca dejaría de oler aquella combinación de mineral y moho. Estaba jugando sin darse cuenta al viejo juego de los dos. Se giró otra vez hacia su hermano.
—Si tuviera que crear la Fragancia de la Futilidad, empezaría por aquí.
Robbie se acercó y le pasó un brazo por los hombros.
—No ocurrirá nada.
—Sí, Robbie, sí que ocurrirá; no somos niños, ni podemos hacer como si fuera todo bien. —Se quitó su brazo de encima—. A nuestro alrededor se está cayendo el mundo a trozos. Alguien intentó robarte, y estaba dispuesto a asesinarte. La policía te toma por un asesino. Faltan menos de dos semanas para que expire el plazo de los bancos. Tenemos que vender Rouge y Noir. No existen los espíritus, ni las almas reencarnadas. Tú corres peligro, y yo estoy teniendo… —Se calló. No servía de nada contárselo—. No puedes quedarte aquí abajo hasta el sábado.
Robbie la miraba fijamente, con asombro.
—Te ha pasado algo al oler la cerámica, ¿verdad?
Hablaba en francés, a gran velocidad.
—¿Qué quieres decir?
—Tienes un olfato mucho más sensible que el mío, y que nadie que conozca yo. ¿Qué te ha pasado al oler los trozos de cerámica, Jac?
—Nada. Tú sueñas —dijo ella—. Como papá. —Escupió la palabra como si fuera veneno—. Y no es momento de soñar.
—¿Qué has visto? —insistió Robbie.
—¿Has visto algo? —preguntó Griffin.
Jac no miró a ninguno de los dos. En parte quería confesarlo, susurrarlo, ya que decirlo en voz alta sería dar demasiado crédito a la visión. Sin embargo, no podía; de los episodios psicóticos a los recuerdos de reencarnación había un paso muy pequeño para quien tuviera ganas de creer en ellos. Era lo que había estudiado Malachai en Blixer Rath, y probablemente se lo hubiera contado a Robbie y Griffin, que tendrían ganas de investigarlo: así se avivaría el fuego que ya ardía con intensidad dentro de todos ellos.
—No he visto nada.
Pero ¿y si existía alguna relación? Después de tantos años a salvo de los espantosos episodios, regresaban justo al volver a París y a la tienda. ¿Cuál era el nexo? Una conexión psíquica paranormal no, seguro; espiritual tampoco, pero sí era posible que las alucinaciones constituyesen una reacción a algún olor. ¿Un ingrediente presente a la vez en el taller y en los fragmentos? Jac ya se lo había preguntado el miércoles, y ahora aún le parecía más probable. Se conocían casos de trastornos mentales desencadenados por una saturación sensorial. ¿Por qué no una saturación olfativa?
Griffin había empezado a vaciar una de las mochilas de provisiones compradas durante la mañana: un rollo de papel higiénico, una linterna de gran potencia, pilas…
Jac, que no tenía ganas de seguir discutiendo, cogió su mochila del suelo y sacó una baguette, un queso, un cuchillo, cuatro manzanas, una bolsa de huevos duros, barritas energéticas y agua.
—¡Pues sí que hay donde elegir! —Robbie se rió—. Lo único que falta es vino.
Griffin también se rió.
—Pues la verdad es que lo traemos, y además decantado. —Sacó una botella de plástico—. Lo de dentro es un Burdeos de tu bodega; así que supongo que será bueno. Bébetelo solo si tienes un lugar seguro para dormir la mona.
—Yo no vuelvo a subir. Me quedo aquí contigo —anunció de pronto Jac—. Es peligroso que estés aquí solo.
—Sí, nos irá muy bien cuando la policía se dé cuenta de que también has desaparecido. —Robbie sacudió la cabeza—. Ni hablar. La mejor manera de ayudarme es que vuelvas a subir y distraigas a la policía haciendo que te siga; y si hay alguna manera de saber con quién habló de la cerámica la conservadora de Christie’s, averiguarlo, porque aparte de Griffin no había nadie más que lo supiera.
—No es verdad —dijo Jac.
Ambos la miraron.
—Lo sabía Malachai Samuels. Se lo contaste tú, Robbie, ¿no te acuerdas?
Robbie asintió con la cabeza.
—Cree que he encontrado un instrumento que despierta la memoria, pero de él no sospechas, ¿verdad? Le conoces desde que eras muy joven.
—Sí, es excéntrico, pero no peligroso. Es médico. Trabaja con niños.
—Ya —dijo Griffin—, pero está desesperado por hallar pruebas de la reencarnación. Es el gran objetivo de su vida. Cuando encontraron los primeros instrumentos, que luego robaron, él estaba ahí, en Roma; y también estaba en Viena cuando descubrieron el segundo, una flauta hecha con un hueso humano. Puede que no sea Malachai, sino que le siga alguien.
Se oyó un ruido. Lejano.
—Apagad todas las luces, deprisa —susurró Robbie.
En cuestión de segundos quedaron sumidos en la oscuridad.
—¿Qué te…? —empezó a decir Jac en voz baja.
—¡Chist! —la riñó Robbie.
Los pasos se acercaban. Jac empezó a oír voces.
—¿No tendríamos que irnos? —volvió a susurrar.
—No tenemos tiempo —dijo su hermano.
Los murmullos eran cánticos, estaba claro; y no en francés, ni en latín, sino en un idioma que Jac no había oído nunca: un sonido grave y constante, místico a la vez que melodioso.
Con él llegó un olor: parafina, azufre y humo.
De pronto, en la pared oeste de la sala, se encendió un punto de luz, rodeado de la más absoluta oscuridad.
Robbie se arrastró hacia él, seguido por Jac y Griffin.
Pegó un ojo al agujero. Casi era demasiado pequeño incluso para un ratón. Después de observar unos segundos, se apartó y dejó mirar a Jac.
Eran las mismas seis personas que habían visto antes Jac y Griffin: cuatro mujeres y dos hombres. Esta vez, sin embargo, habían llegado a su destino.
Jac vio que formaban un círculo alrededor de una estrella de cinco puntas dibujada con velas. Las capuchas negras les tapaban la cara. Se balanceaban al compás del ininteligible cántico.
Se giró hacia su hermano.
—¿Qué hacemos? —susurró.
—Esperar —dijo Robbie, con una sonrisa compungida.
El fuerte de Jac nunca había sido la paciencia.
14.05 h
Jac y Griffin recorrieron en silencio un sinuoso pasadizo. Si al entrar en las catacumbas el tiempo había transcurrido despacio, salir estaba resultando interminable. Era algo psicológico. En el camino de ida, Jac tenía tantas ganas de encontrar a su hermano que se había concentrado más en el resultado final que en los posibles riesgos, mientras que ahora, pese a la constancia de que Robbie estaba vivo, sabía que el peligro que acechaba a su hermano era más complejo de lo que se hubiera podido imaginar. Además, aún no se había acabado: les quedaban muchas horas por delante.
—El objetivo idealista de mi hermano puede acabar siendo una misión suicida.
—Tiene que hacerlo.
—¿Al margen de las consecuencias? —preguntó.
—Justamente por ellas.
—Y tú estás decidido a ayudarle.
—¿Tú no? —preguntó Griffin.
—Han intentado matarle. ¿No es más importante que una leyenda escrita en la pared de una vasija?
—Para Robbie, no.
No se dijeron nada más en todo el trayecto. Al salir al jardín, el sol de la tarde hirió a Jac en los ojos, y la hizo tropezar.
—Siempre que se está a oscuras tanto tiempo, cuesta acostumbrarse otra vez a la luz —dijo Griffin, sujetándola.
La sostuvo un poco más de tiempo de lo necesario, manteniendo los dedos con firmeza en su brazo. Ella no se apartó. Se quedaron unos segundos dentro del fragante rompecabezas de boj. Jac tenía dolor de cabeza y la garganta seca. Pensar en Robbie entorpecía su respiración.
Al recibir la llamada de la policía, y enterarse de la desaparición de Robbie, se había asustado, pero la estrecha relación entre los dos le había dado la seguridad de que si lo ocurrido fuera grave de verdad, lo habría notado. Hasta ahora todo había consistido en encontrar la solución más lógica; ahora ya no intervenía el raciocinio.
En las historias que leía, investigaba y reformulaba, el hado y el destino situaban al protagonista en un camino que de él dependía seguir o abandonar. Las narraciones que se contaban una y otra vez con el paso del tiempo, hasta convertirse en arquetipos, eran aquellas en que se alcanzaba la grandeza siguiendo el camino a pesar del peligro y del miedo: grandeza trágica o triunfal. Eran los relatos que con más dramatismo usaban las metáforas, y que más penetraban en el alma humana.
Sin embargo, tenían que haber existido otras historias (ya perdidas) en las que el protagonista abandonaba el camino y la vida seguía su curso sin dramatismos. Eran historias que no se repetían. Sus protagonistas no habían vivido grandes momentos dramáticos. No había moraleja, ni sucedía nada terrorífico o terrible.
Sería un alivio que su vida y la de Robbie se caracterizasen por la misma falta de sobresaltos; que Robbie pudiera salir de las catacumbas y dejarlo todo en manos de la policía, entregando los fragmentos de cerámica a un museo, o a Malachai; o reduciéndolos a simple polvo, para seguir confeccionando agradables perfumes.
Malachai Samuels estaba en el salón. En el equipo de música sonaba un concierto de Tomaso Albinoni. Dejó su libro al verles entrar.
—¿Le habéis encontrado? —preguntó atropelladamente, como si así tardara menos en recibir la respuesta.
Griffin asintió con la cabeza.
—Sí, está bien.
—Gracias a Dios…
—¿Ha ocurrido algo mientras estábamos fuera?
Malachai sacudió la cabeza.
—Ha sonado un par de veces el teléfono, pero nada más. ¿Y vosotros? ¿Estáis bien?
—¿Bien? —Jac sacudió la cabeza—. Yo tengo miedo. No sé qué es más terrorífico, lo que ya ha pasado o lo que está por venir.
—Para ti, el mayor peligro siempre es el que está por venir, Jac —contestó Griffin—. Tu imaginación es tu peor enemigo.
—Estos peligros no tengo que esforzarme mucho en imaginármelos —dijo ella—. Con Argos, con su cuerpo recubierto de cientos de ojos, o con Cerbero, guardián del inframundo, con sus tres cabezas gigantes, o con el Minotauro, monstruo devorador de hombres, podría enfrentarme, pero con esto… —Estaba mareada, como si el polvo le hubiera taponado los poros—. Voy a ducharme. —Señaló a Griffin con la cabeza—. Él te pondrá al día —le dijo a Malachai—. Que te lo cuente todo sobre el tozudo de mi hermano y sobre esa locura de objeto por el que está dispuesto a jugarse la vida.
Al salir de la sala oyó que Malachai hacía una pregunta.
—¿Tiene los trozos, Griffin? ¿Robbie aún tiene los trozos?
15.45 h
La asiática calva con túnica de color ámbar miró la pantalla led de su móvil, y contestó al reconocer el número.
Visualmente, era una incongruencia: una religiosa hablando por un aparato electrónico de última generación, una imagen sin nada que ver con la sencillez ni con el cultivo de la conciencia.
—¿Qué está pasando? —preguntó sin saludar el hombre que llamaba.
—Acaba de estar aquí el arqueólogo, y me ha pedido que le ayude.
Que ella supiera, no había nadie en el templo. De momento, por la tarde solo había venido una persona, que se había marchado hacía diez minutos. Aun así, salió y se escondió entre unos algarrobos para poder ver si se acercaba alguien.
Todas las mañanas, antes de levantarse, y todas las noches antes de dormirse, meditaba sobre cómo prescindir de la ansiedad. No podía estar fuera de sí misma sin ser una consigo misma. Durante el retiro había aprendido la meditación profunda, recurso que había demostrado ser de gran valor; quizá a los lamas les decepcionase saber cómo había decidido utilizarlo, pero las viejas costumbres eran cosa de la historia.
Había que rendir pleitesía al futuro, no solo al pasado.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el hombre con severa insistencia.
—Que Robbie L’Etoile está sano y salvo, y pide ayuda para concertar una cita con Su Santidad. —Ella sonrió—. También me ha dado una lista de artículos que necesitaré para el viaje.
—¿Qué viaje?
El cielo estaba despejado, un lienzo azul por el que solo se movían unas cuantas nubecillas; y aunque no se vieran pájaros volando, ella percibía su canto en el umbral de su conciencia.
—Para ir a ver a L’Etoile. No me lo ha explicado.
—¿Cuáles son?