La mujer de la túnica azafranada enumeró los artículos.
—De modo que está en el subsuelo —observó su interlocutor.
—Eso parece.
—Deberíamos hablar de los próximos pasos.
Los pájaros eran infatigables; tanto, que la distraían, y su canto le daba dentera. Cogió un puñado de piedras y de tierra y lo arrojó al árbol de la derecha. Después tiró otro puñado al de la izquierda. Se oyó un aleteo, con el que cesaron los cantos. Silencio. Ya podía volver a concentrarse.
Mientras describían el plan, se convenció de que funcionaría.
«Convicción, no certeza —oyó que le advertía su mentor—. El orgullo es un estorbo para la tarea que se emprende. Trastoca la concentración y diluye el esfuerzo.»
Era una de las cosas que había intentado enseñarle, pero que ella no había conseguido asimilar del todo: convertir el orgullo por el trabajo individual en orgullo por el trabajo de todos; ser realmente desinteresada. El ego era un obstáculo. No dejaba de ser un enigma, ya que el crecimiento no hacía más que alimentar su ego.
—Contamos contigo —dijo su superior—. Lo que tiene L’Etoile es muy importante.
—Entiendo.
—Es de todo punto necesario que no caiga en las manos equivocadas.
—Sí, sí. —Ya lo sabía; eso y poco más. Le habían enseñado a aceptar lo que ignoraba—. Me gustaría saber por qué es tan importante esta cerámica.
La línea quedó un momento en silencio. Siempre hacía demasiadas preguntas. Sobre eso también solía advertirle su mentor.
—No se trata de que entiendas, sino de que obedezcas.
Tenía que trabajar más en su curiosidad, como en su orgullo.
—¿Estás segura de que podrás hacerlo?
—He aceptado todas las misiones difíciles que se me han asignado, y las he cumplido todas —dijo ella, procurando aunar deferencia y aplomo.
Claro que pocas veces había trabajado sola… La operación estaba a punto de entrar en su segunda fase. Se le aceleró el pulso al pensarlo. En eso habían desembocado todos esos años. Por fin podía demostrar su valía, y cumplir su potencial.
Al colgar, se apoyó en el tronco del árbol, sintiendo su masa sólida e inmóvil. Se oyó el susurro del viento. En el retiro, un lama había dicho que cada vez que soplaba el viento las hojas se inclinaban en señal de gratitud.
Volvió al templo y miró a su alrededor. Tenía que limpiar y ordenar, pero antes hizo lo que haría cualquier buena monja tibetana: servirse una taza de té y sentarse a meditar. Tenía que prepararse para el viaje que se avecinaba.
16.51 h
No era el mismo camino que habían seguido la otra vez. Al menos en eso se habían puesto de acuerdo Jac y Robbie: en que no les convenía que alguien se enterase de que había un acceso a la ciudad subterránea en el jardín de la mansión. Por eso Robbie había preparado una ruta alternativa, usando una boca de una calle tranquila del decimocuarto
arrondissement
, una entrada que usaban muchos catáfilos.
El trío de espeleólogos aficionados acababa de realizar el sexto cambio de dirección por el sexto túnel. El subsuelo estaba más húmedo que por la mañana, y más silencioso, si cabía. Los olores eran más turbadores. Jac no supo si los exageraba la humedad o era ella la que se había vuelto más sensible.
También su nerviosismo había alcanzado cotas más altas. ¿Sería por ir acompañados de una monja? ¿O por la previsión de estrechos pasadizos y túneles con agua en el suelo, de bordes por vencer?
Empezaron a subir por una escalera estrecha y empinada, de peldaños toscamente tallados en la roca.
—Me recuerda lo que me contaban mis padres de cuando se escondían en las cuevas de las montañas del Tíbet antes de irse durante el exilio de 1959 —dijo Ani Lodro.
Jac constató que la menuda monja tenía una increíble agilidad. No era algo sorprendente de por sí, pero es que por debajo de la chaqueta llevaba una túnica ámbar, metida en las botas, que le llegaban hasta las rodillas.
Al viajar al Tíbet con un equipo de televisión en busca del mito del paraíso perdido a la sombra de una montaña blanca de cristal (el Shangri-la), Jac había conocido a muchos religiosos de ambos sexos en quienes había encontrado paz e inspiración. El viaje era uno de los puntos álgidos de su carrera: tan lejos, y en un lugar tan desprovisto de invenciones modernas, casi había podido convencerse de que el mito que buscaba era real.
En un aire enrarecido que ponía a prueba sus pulmones, por unas tierras cuya conformación no había cambiado en cientos de miles de años, se había preguntado si existía de verdad un Shangri-la, y si ella, en caso de encontrarlo, lo abandonaría alguna vez.
En algunos aspectos, las catacumbas por las que discurría su presente expedición se parecían a aquellas tierras santas: el silencio, el aislamiento, la falta de cobertura y de cualquier tipo de comunicación que no fuera con los otros viajeros… Y una vez más, andaba en busca de un mito; en esta ocasión, el de su hermano. No era menor el esfuerzo, pero sí mayor la sensación de inutilidad. Con la resistencia que había opuesto Robbie a que vendieran sus dos perfumes más conocidos, ahora se empecinaba en quedarse la cerámica. Desde su llegada a París, Malachai Samuels había incrementado su oferta, y la cantidad que estaba dispuesto a pagar tal vez bastase para vender solo Rouge.
En cambio, Robbie tenía el firme propósito de jugarse la vida para entregarle al Dalai Lama aquellos fragmentos de un sueño.
Torcieron por un nuevo túnel. A ambos lados, la piedra estaba resbaladiza por el agua. El reflejo de las luces de los cascos en la tosca caliza adquiría un color plateado.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Ani? —dijo Jac a la religiosa.
—Sí, claro.
—¿Tiene razón mi hermano? ¿Está usted de acuerdo en que este regalo le servirá de algo al Dalai Lama?
—Yo solo soy una mensajera. No me corresponde interpretarlo. —Hablaba en francés. Jac estaba segura de que era su idioma materno. Tenía la cabeza rapada, con pelusa negra, y facciones asiáticas; más chinas que tibetanas, pensó—. ¿Tiene alguna duda sobre el acierto de los deseos de su hermano?
—Por lo que sé de los problemas de su pueblo, será como llevarle al Papa una astilla de la Cruz.
—Es posible. —Al ir por delante, Jac no veía la cara de la monja, pero hablaba como si sonriera—. Ahora bien, las salvaciones no siempre son como las esperamos; y el poder se recibe por vías inesperadas.
El túnel finalizaba en un arco de tres metros, sencillo y elegante. Al otro lado había una sala de techo alto, con un altar de piedra en el centro.
Según el mapa, era donde les estaría esperando Robbie. Sin embargo, no le vieron.
—¿Nos hemos equivocado? ¿Hemos girado por donde no debíamos? —preguntó Jac a Griffin.
—Estamos en el lugar correcto. Mira.
Griffin señaló la cruz de cráneos situada encima del arco, sobre una placa de piedra en la que rezaba: «
Croyez que chaque jour est pour vous le dernier. Horace
».
—En las notas de Robbie pone que hay una inscripción de Horacio. ¿Qué significa? —preguntó.
—«Cree que cada día es para ti el último» —respondió Jac, leyendo las palabras del antiguo poeta romano.
—Muy cierto —murmuró la monja.
—¿Tú crees que le habrá pasado algo a Robbie? —preguntó Jac a Griffin.
—No; yo diría que se ha topado con otros exploradores, y que no se ha querido arriesgar a que le siguieran hasta aquí. Se habrá parado a esperar. Habrá sido prudente.
—¿Qué hacemos? —preguntó ella.
No fue Griffin quien contestó, sino la monja.
—Esperar.
Su tono de resignación daba a entender que era algo que se le daba muy bien.
Media hora más tarde, como seguía sin saberse nada de su hermano, Jac propuso que empezaran a buscarle.
—No podemos. No tenemos ni idea de dónde está —dijo Griffin.
—Está aquí abajo. Eso sí lo sabemos —afirmó Jac.
—Hay más de ochocientos kilómetros de túneles, cientos de salas y miles de pasadizos. Podríamos estar a tres metros y no encontrarnos.
—¿Y si se ha hecho daño? ¿Y si los que le persiguen han dado con él aquí abajo?
—¿Cómo? Aparte de nosotros, nadie sabe que está aquí —dijo Griffin.
Jac se giró hacia la monja.
—¿Usted a quién le ha dicho que venía?
—He tenido que contárselo a mi superior, que está organizando la entrevista. Es el principal lama del centro budista de París. Pero todos queremos ayudar a su hermano, mademoiselle.
—Además, Jac, yo a Ani solo le he dicho que quedásemos en la tienda; no le he explicado adónde nos la llevaríamos.
—Pero sí le indicaste que trajera botas de goma y un abrigo. En primavera. Un día de sol.
—Aunque alguien hubiera descubierto adónde íbamos con esas pistas, es imposible que hayan bajado y se hayan topado con Robbie por casualidad. Seguirían necesitando este mapa.
Jac tuvo ganas de llevarle la contraria, pero sabía que tenía razón. No había bastante información.
—Pues entonces, ¿dónde está? —preguntó.
—Ya llegará —la tranquilizó Griffin.
—Media hora más. Prométeme que luego empezaremos a buscarle. Puede haber habido un derrumbe. ¿Y si ha bajado la policía en busca de aventureros ilegales, y le ha encontrado?
—Te habría llamado Marcher.
—Solo si Robbie les ha dicho quién es.
Jac miró a la monja, que estaba sentada en el suelo de tierra, con las piernas cruzadas, los ojos cerrados y una expresión que parecía traslucir un profundo estado de meditación.
Intentó seguir su ejemplo y relajarse. Cuando estuvo sentada, con la espalda en la roca, Griffin se reunió con ella y le cogió la mano. En aquel lugar y momento, con la ansiedad corriendo por sus venas, el contacto electrizó a Jac tanto o más que nunca. Desde el principio, Griffin le había hecho sentir que se acercaba cada vez más a un borde, eufórica a la par que asustada.
En más de una ocasión, después de que se fuera Griffin, Jac se había admirado de lo serena que estaba sin él. Entonces, ¿por qué le echaba de menos? ¿Por qué seguía ansiando aquellas emociones que la desequilibraban?
La sensación de tener que estar con él independientemente de las circunstancias, pero apagada, como un oso que hibernase durante un invierno largo, largo…
—¿De verdad que a ti no te preocupa? —le preguntó al cabo de otros cinco minutos.
—Claro que sí; si no estaría loco, pero tengo fe en Robbie, y no creo que le haya pasado nada.
Un cuarto de hora más tarde, en vista de que Robbie seguía sin aparecer, Jac mojó un dedo en agua cenagosa y dibujó en el arco una media luna con una estrella en su interior.
—Escribe 16.30 y vuelta a las 17.30 —dijo Griffin—. Así, si llega y todavía no hemos regresado, no saldrá a buscarnos.
—¿Dónde buscaremos? —preguntó la monja.
—Deberíamos intentar volver a la sala donde le encontramos ayer. ¿La puedes localizar en el mapa? —preguntó Jac a Griffin.
Él examinó el mapa y lo dobló de nuevo.
—Por aquí —dijo, asintiendo con la cabeza.
El recorrido daba muchas vueltas, pero no les planteó grandes dificultades hasta que llegaron a una sala con más de un metro de huesos dispuestos de cualquier manera; no distribuidos con habilidad, sino tirados como basura.
Para llegar a la salida del otro lado de la cueva deberían cruzarlos.
—¿Es la sala que nos comentó Robbie ayer? —preguntó Jac a Griffin.
—Parece que sí.
—Yo no puedo —dijo Jac—. No puedo pasar por encima de los huesos de esta gente de este modo.
—No están aquí —dijo la monja con ecuanimidad—. Lo que ve usted son solo cáscaras de unas personas que han seguido su camino.
—Podemos volver. ¿Quieres, Jac? —preguntó Griffin.
Jac cerró los ojos, pensó en su hermano y sacudió la cabeza.
—No, vamos.
Griffin tendió la mano. Ella se la cogió.
Empezaron a surcar el mar de palos de calcio y piedras. Jac no soportaba el ruido de su movimiento y su fricción.
—Esto tú lo haces constantemente, ¿no? —le dijo a Griffin—. Entras en tumbas y enterramientos antiguos y tratas a los muertos como simples escombros de la historia. ¿Cómo puedes acostumbrarte hasta ese punto?
—Nunca he visto ninguna momia, esqueleto o fragmento de restos humanos sin ser consciente de que fue una persona, con una familia: una vida con sus esperanzas y fracasos. Si eso lo perdiera… sería una especie de monstruo.
Habían llegado a la salida de la cámara. Seis peldaños conducían a otro recinto.
Cuando la luz del casco de Griffin iluminó el espacio por primera vez, Jac se quedó sin aliento: arbotantes, columnas, un altar, bancos… Y todo hecho de huesos. Una obra de arte impresionante; una capilla de los muertos, usados para crear belleza. En los huecos que en una iglesia de la superficie habrían contenido vidrieras, había mosaicos narrativos realizados con trozos de osamenta. Se habían usado huesos, incluso, para hacer una copia del rosetón de Notre Dame.
Sin embargo, a pesar de su belleza, la sala hedía. A Jac se le echó encima su pestilencia. No había olido nada tan repulsivo en ningún otro punto de los túneles. Sabía lo que era, pero no lo entendía. No podía estar oliendo carne en descomposición; aquellos huesos tenían siglos.
Enfocó la luz en la pared y se acercó. Había una leyenda grabada en la piedra que identificaba los restos como procedentes del cementerio de Saints Innocents, y debajo, una lista de cientos de nombres en seis columnas. Al leerla, Jac intuyó lo que hallaría antes de encontrarlo; y sin embargo, al ver las letras se quedó estupefacta.
«L’Etoile.»
Calculó mentalmente. Su abuelo había nacido en 1915. Si entonces su padre tenía menos de treinta años, habría nacido a finales de la década de 1880; y el padre de su padre, en la de 1830 o 1840. La sexta generación, contando hacia atrás, habría nacido en la de 1820. Por lo tanto, los L’Etoile de allá se remontaban a siete u ocho generaciones.
Tocó las letras incisas.
Hubo un temblor en el aire. Jac olió a incienso y mirra. Al aspirar con más fuerza, detectó loto y almendra, así como algo que se le escapaba: la extraña fragancia de la cerámica de Robbie.
La conocía. La reconocía.
Aparecieron seres fantasmales, que se materializaban en la oscuridad: Marie-Geneviève de joven, con Giles, intercambiando susurros. Él le decía que había creado el perfume como regalo de despedida.