El libro de las fragancias perdidas (37 page)

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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Jac se inclinó para olerlo, pero lo que olió fue el río donde los soldados jacobinos esperaban que muriera ahogada Marie-Geneviève, cerca de Nantes.

—¿Jac? Tendríamos que irnos.

Las imágenes se disolvieron.

Jac se giró hacia Griffin con ganas de contárselo, pero se acordó de la monja. No podía hablar del tema en presencia de desconocidos.

Por fin, cinco minutos después, encontraron a Robbie en la misma sala que el día anterior.

—¡Qué alivio! —dijo Jac.

Se acercó y le dio un largo abrazo. Las últimas horas habían sido exasperantes.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —dijo él, con cierta picardía.

—¿Has tenido problemas? —preguntó Griffin—. ¿Por eso has cambiado de planes?

Jac observó que la monja había titubeado, y se quedaba en la sombra.

—Nada, un grupo de catáfilos parlanchines de los que no he podido escaparme del todo. Perdonad que os haya hecho esperar.

Estaban en un espacio circular, con una bajada brusca al fondo. Jac no tuvo claro si es que no llegaban hasta allí las luces de los cascos, o bien había un vacío. De ahí venía un olor a humedad. En algún punto de aquella oscuridad caían gotas de agua en la piedra.

—¿Amigos? —preguntó Jac.

—Unos artistas que bajan una vez al mes para pintar murales —explicó Robbie—. Me han invitado a ver lo que habían hecho, y me ha costado una barbaridad quitármelos de encima. ¿Bueno, qué, venís solos? ¿No habéis traído a…?

Griffin señaló la penumbra.

—Sí, Robbie. Te presento a Ani Lodro. Ani, Robbie L’Etoile.

Robbie dio un paso al frente. La monja, en cambio, se quedó en el mismo sitio, sin moverse, aunque sus ojos brillaban con una dulzura que Jac no había visto hasta entonces. La mano derecha de Ani tembló como si hubiera empezado a levantarse por sí sola. Su dueña se lo impidió.

Robbie la miraba fijamente, con cara de incredulidad.

—¿Eres tú?

Lo dijo en voz baja, con un tono íntimo.

¿Ya se conocían?

—¿Y ese pelo tan bonito que tenías?

Robbie levantó la mano para tocar lo que ya no estaba. Después acarició la cabeza rapada de la monja, en un gesto intensamente personal.

—Ahora soy monja.

La voz de Ani era tan tenue que Jac apenas la oía.

—¿Qué pasó? Esperé a tener noticias tuyas, y como no las recibía, me puse en contacto con los del retiro, que no quisieron darme información.

En vez de hablar, Ani bajó la cabeza, sin poder sostener su mirada.

—¿Qué pasó? —preguntó él de nuevo—. Te estuve buscando y buscando. Tanto tiempo…

—Lo siento… mi formación… a mi mentor le pareció que estar contigo era un obstáculo, y tuve que cumplir… también quise cumplir con lo nuestro, pero no encontré la manera de hacer las dos cosas a la vez.

El susurro de la monja contenía tanto dolor, que Jac se giró para no tener que ver la expresión de su cara.

—Y ahora estás aquí —dijo Robbie, como si la coincidencia no le sorprendiera, sino que la hubiera previsto.

Ani irguió los hombros, como si se rehiciera del golpe de haberle visto. Después adoptó una voz normal, de tono casi impersonal.

—Tengo noticias para ti. De Su Santidad.

Esta vez fue Robbie quien bajó un poco la cabeza.

—Estaría encantado de aceptar tu regalo.

—Magnífica noticia, sobre todo siendo tú quien me la traes.

Después de cuatro días escondido estaba hecho un desastre. Le había crecido la barba, y tenía las manos, las mejillas y el cuello cubiertos por finas líneas de sangre seca, fruto de los múltiples rasguños. También se le marcaban mucho las ojeras. En su rostro, a pesar de todo, brillaba una paz beatífica.

Jac quedó atónita por la transformación.

—¿Cuándo podrá ser? ¿Dónde se producirá el encuentro? —preguntó Robbie.

Ani sacudió la cabeza.

—Tengo instrucciones de llevarle yo el regalo.

Tendió las manos ahuecadas.

Griffin no dio tiempo a que Robbie hablara.

—Eso no es lo que me dijo a mí.

Ella se giró.

—Al principio pensábamos que se podría organizar un verdadero encuentro, pero no será posible debido a las medidas de seguridad. Al hablar con usted no lo sabía, profesor North. —Volvió a mirar a Robbie—. El tesoro se lo daré yo misma a Su Santidad, y me aseguraré de que lo reciba.

Robbie sacudió la cabeza.

—Lo siento, pero no puedo.

La monja quedó sorprendida.

—Pero si me conoces…

—Ha sido un viaje demasiado largo. Lo han protegido demasiados siglos. Lo siento, pero no se lo puedo dar a nadie más que a él.

—Dáselo, Robbie —dijo Jac—. Así estará seguro y podrás salir e ir a la policía para explicarles lo que ocurrió. Ya habrá pasado lo peor. Los fragmentos ya no serán problema tuyo.

—Einstein dijo que tampoco era tan inteligente, sino que dedicaba más tiempo a los problemas. —Robbie se giró hacia Ani—. Lamento que hayas tenido que venir desde tan lejos, pero no puedo darte la cerámica. Sería ponerte en un peligro que me corresponde a mí.

—Robbie —dijo Jac, exasperada—, esto es una locura.

—Tu hermana tiene razón. Será imposible que te dejen llegar hasta Su Santidad. Tengo instrucciones de llevarle yo el regalo. ¿Me lo das, por favor?

Robbie sacudió la cabeza.

—Por favor.

Parecía una súplica.

—No puedo, de verdad.

Ani le cogió las dos manos.

—Por favor —repitió.

—Es que no puedo.

Jac oyó que la monja hacía un ruido como el de un animal herido. Después empujó a Robbie con una fuerza y una rapidez sorprendentes, y mientras él caía al suelo, se giró hacia Jac. En el momento en que Griffin se acercaba a Robbie, Ani cogió a Jac por la cintura y la apartó de los dos hombres.

Jac quedó impresionada por la fuerza de aquella mujer tan menuda, que la estaba arrastrando como si tal cosa hacia el fondo de la cueva, al otro lado de donde estaba Robbie, acompañado por Griffin. A Robbie le sangraba la cara.

La operación se había ejecutado con tal rapidez, y era tan inesperada, que ni Griffin ni Robbie se dieron cuenta de lo que había sucedido en la penumbra.

—Tendré que insistir en que me des los trozos de cerámica —dijo Ani en voz alta—. Es la única manera de garantizar la integridad de tu hermana.

47

Al mirar hacia la oscuridad, los dos hombres iluminaron la escena con sus cascos, y Jac les vio conmocionados ante el grave peligro en el que se encontraba.

—Pero ¿qué haces, Ani? —preguntó Robbie—. ¡Suelta a mi hermana!

—Necesito que me des los trozos ahora mismo.

—Creía que te conocía.

Ani se encogió de hombros, como si le diera igual el comentario, aunque su cuerpo tembló contra la espalda de Jac.

—Esto no tiene por qué acabar en un desastre. Llevo una pistola y una cuerda. De ti depende lo que use. Vamos a plantearnos la hipótesis más civilizada: yo me llevo el tesoro, os ato a los tres y os dejo aquí. Después, cuando haya entregado el regalo que estaba destinado a Su Santidad, llamo a la policía y le digo dónde estáis.

—Nosotros somos tres, y usted una sola —dijo Griffin, con un tono como el filo de un cuchillo.

—Seréis dos, pero yo la tengo a ella, y la pistola.

Jac volvió a percibir un temblor en el aire, y un olor de antigüedad, de iconos que se desmenuzaban al menor contacto; los olores del delta del Nilo, de los palmerales, de mujeres ebrias de poder y hombres entorpecidos de deseo. No cabía duda de que la estaban mareando. La fragancia le estaba arrebatando la cordura.

Respiró por la boca y se concentró en su hermano, que a la vez que taponaba la hemorragia con la manga, miraba a Ani con una confusión que le dio lástima. Después se fijó en Griffin: respiraba con fuerza y trataba de enviarle algún mensaje mudo con los ojos.

Miró otra vez a Robbie.

—Dale la cerámica, no tiene ningún valor —dijo.

—Mentira. Sabes muy bien que sí. Te lo he visto en la cara. He visto que…

—¡Robbie! —exclamó Griffin.

Jac supo que le interrumpía para evitar que diera más información.

—Se os acaba el tiempo —advirtió Ani—. Supongo que necesitáis un incentivo.

De pronto Jac sintió en la sien la fría presión del cañón de la pistola.

—Aquí abajo, un disparo podría provocar un derrumbe, y nos quedaríamos todos sin poder salir, incluida usted —le dijo Griffin a Ani.

—A cosas peores me he arriesgado.

—Si nos hace algo, ¿cómo encontrará el camino de vuelta?

La monja se rió, una risa grave y gutural que Jac sintió en la nuca en forma de aliento caliente.

—He señalado el camino con tinta infrarroja. Me será muy fácil salir. Robbie, por favor, dame la cerámica.

Griffin se giró hacia Robbie.

—Hazle caso. Deja la cerámica en el suelo, y apártate.

Robbie sacudió la cabeza.

—La conozco. No hará daño a Jac. Es incapaz.

Jac sintió temblar a la mujer.

—No podemos fiarnos de lo que opines de ella. —Griffin señaló un punto del suelo—. Deja la cerámica. Aquí.

La monja sujetó con más fuerza a Jac, que miró fijamente a su hermano. Robbie dio un paso y dejó con cuidado la bolsa de seda en el suelo de tierra.

—Y ahora, apártate de su camino —le indicó Griffin.

En el momento en que retrocedía, el rostro de Robbie recibió la luz del casco de Griffin, y Jac vio lágrimas en las mejillas de su hermano. Tuvo ganas de abrazarle y consolarle, como se consolaban mutuamente de pequeños, pero lo que hizo fue mirar a Griffin. También él volvía a mirarla, aunque su tentativa de comunicación silenciosa no estaba dando resultados. A Jac le resultaba imposible entender qué pretendía.

Ani se movió muy despacio hacia la bolsa, arrastrando a Jac.

Griffin había sido muy concreto al indicarle a Robbie dónde tenía que dejar la bolsa. Jac examinó el suelo, tratando de averiguar por qué había elegido Griffin aquel punto. Algún motivo tenía que existir. ¿Qué sabía de la cueva que no supiera ella? ¿En qué se había fijado que a ella se le hubiera pasado por alto?

Al acercarse a la cerámica, su olor adquirió mayor intensidad, aproximando a ella sus acentos de humo en una nube de acritud; e incluso a más de un metro, incluso en esas circunstancias, Jac fue sensible a la atracción del aroma, antiguo, esquivo y singular. Un río de tristeza. Un desierto de promesas. Las notas descifrables a especias, y otras indescifrables pero que actuaban sobre su cerebro, la llamaban. Resuelta a seguir consciente, y presente, las rechazó. No quiso sucumbir al olor; y sorprendentemente se mantuvo al otro lado, al menos por un tiempo.

Calculó que estaban a ochenta centímetros de la bolsa. Cuando llegaran, Ani tendría que agacharse para recogerla, a menos que se lo pidiera a Jac. En ambos casos, tendría que soltarla. ¿Qué tenía que hacer Jac en ese momento? ¿Arrebatarle la pistola? ¿Y si se disparaba? Allá abajo, como había advertido Griffin, un disparo podía provocar un derrumbe.

Su hermano seguía cerca de la bolsa, incapaz de alejarse.

—Robbie… —Griffin suavizó el tono para persuadirle de que se apartara—. Déjalo. Déjalo ya.

Robbie no parecía capaz de abandonar el objeto.

En unos momentos tan aterradores, firmemente sujeta por el brazo de Ani (que se clavaba en su cuerpo), y con una pistola negra en la sien, habiendo cien cosas por las que preocuparse, en lo que pensó Jac fue en el milagro de la fe de su hermano. ¿Cómo sería dar tanta importancia a algo, y creer tan profundamente que incluso ante aquel tipo de peligro resultara difícil renunciar? Qué ironía… La única convicción de Jac era el compromiso de no creer, de ver los relatos como simples relatos y deconstruirlos en metáforas, metáforas y nada más. Era una realista: el ser humano creaba la fe para alumbrar la oscuridad, y disponer de un asidero en el cráter de la nada.

Ya tenían la bolsa a su alcance. Sintió que Ani vacilaba. ¿Estaría dudando sobre cómo cogerla?

Al otro lado de la sala, los ojos de Griffin se clavaban en Jac. ¿Qué intentaba decirle? Ladeó la cabeza. ¿Qué estaba diciendo?

Jac solo tendría una oportunidad de…

Ani la soltó un poco. Jac se zafó y retrocedió a la mayor velocidad posible.

Ani se agachó.

Griffin se inclinó y cogió algo del suelo. A oscuras, Jac no vio qué era. Griffin levantó el brazo. A continuación, reverberó en la sala un golpe seco.

Ani se cayó de bruces, soltando la pistola.

El arma de Griffin (un cráneo amarillento de ojos huecos) rodó hacia Jac.

Al momento siguiente, Griffin estaba encima de Ani. La pegó al suelo y le sujetó las manos por detrás, a la vez que le clavaba una rodilla en la espalda.

La monja se resistía. Griffin, con todo, fue más fuerte. Ella se retorció. Él volvió a pegarla al suelo y la agarró del cuello.

—¡Jac, coge la pistola! —gritó.

Jac la buscó a tientas en la oscuridad.

—Robbie, coge…

Griffin no tuvo que acabar la frase: Robbie ya había recogido la bolsa de seda.

Ani ofrecía una resistencia salvaje. Griffin le mantuvo las manos a la espalda, pero ella seguía peleando. Griffin aumentó la presión. Ani se salió de la chaqueta y volvió a retorcerse; su intención era darle una patada, pero Griffin hizo aún más palanca con los brazos. De boca de la monja salió un grito penetrante. En cuestión de segundos, su labio superior y su frente se llenaron de gotas de sudor. Griffin le había hecho mucho daño. Era posible que le hubiera dislocado un hombro.

—Jac, regístrale la túnica; ha dicho que traía una cuerda para atarnos.

—No os molestéis —tronó una voz, rabiosa y estridente, al otro lado de la sala abovedada—. También me ha traído a mí con ella. Vamos, suéltala y apártate.

48

17.55 h

La mayoría de los estudiantes y de sus acompañantes estaban deshaciendo el equipaje y descansando tras el viaje en avión. Dentro de una hora llegaría un autobús para llevárselos a una recepción privada de inauguración con dignatarios chinos y franceses, en el Musée de l’Orangerie de los jardines de las Tullerías.

Ante la imposibilidad de descansar en la pequeña habitación de hotel que compartía con Ru Shan, Xie propuso a Lan y al profesor dejar para más tarde las maletas y visitar un poco la ciudad, yendo a pie desde el pequeño hotel, situado en la Île Saint-Louis, hasta el museo. El profesor Wu, deseoso de ver París a fondo, estuvo encantado de hacer de carabina.

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