Alejandría, 32 a.C.
En la sala central del taller de Thoth había una fuente, junto a la que Iset gustaba de tumbarse tras haber hecho el amor con él, oliendo las nubes de perfume y escuchando el agua. A veces, cuando Thoth volvía al trabajo, Iset se quedaba dormida, y él la dejaba sestear casi hasta la hora de los rituales vespertinos. Entonces ella se lavaba y se marchaba rápidamente a su casa. Si la echaban en falta, si su marido enviaba en su busca a los criados, si la encontraban y se descubría su infidelidad, su marido podía mandar que la ejecutasen. Era un privilegio reservado a los nobles.
La despertó de golpe un ruido de pasos, muchos pasos acercándose.
—¿Quién viene? —Miró a su amante, nerviosa—. ¿Esperabas a alguien?
Thoth sacudió la cabeza.
—Deprisa, ve al almacén y espera dentro —susurró.
Iset se levantó rápidamente, se ciñó la túnica de hilo en torno a su cuerpo desnudo y corrió a la otra punta del laboratorio de Thoth. Abrió la puerta y entró.
La avalancha de olores fue apabullante. Allí guardaba el perfumista real los aceites y ungüentos que usaba para crear las fragancias de la reina.
Apartó varios recipientes de cristal para sentarse en el banco de piedra, sintiendo temblar todo su cuerpo por el miedo. Los pasos se oían cada vez más cerca, y eran muchos.
Durante la espera, levantó las tapas de los tarros y olió su contenido. Canela, trementina y esencias de lirio, azucena, rosa y almendra amarga. En un pote de alabastro había un perfume suntuoso, redondo, sin ningún elemento que se impusiera a los demás: un aroma complejo y hermoso.
De pronto tuvo un ataque de tristeza, la sensación de que estaba condenada. Aquella pasión desembocaría en dolor, y sería su culpa. Como siempre, ¿no? Ya de pequeña, su madre solía bromear diciéndole que si alguna vez había algún problema seguro que Iset tendría un papel protagonista.
Empezaba a entrar gente en el taller. Thoth les estaba saludando. Iset no podía concentrarse; estaba viendo un río, con barcas que se deslizaban rápidamente con la corriente. Hombres fuertes, embadurnados de aceite, que se alejaban a remo del centro de Alejandría. Hombres que montaban guardia. Mujeres que lloraban, con niños aferrados a sus piernas.
Una parte de su cerebro estaba inmersa en la fuga, a la vez que era consciente de que probablemente fuera una reacción al ungüento. Ya le había dicho Thoth que tenía esencias que causaban alucinaciones.
Era necesario recuperar el equilibrio; la única manera de seguir escondida era estar alerta, así que hizo el esfuerzo de sobreponerse a la niebla e intentar colocar de nuevo en su lugar las tapas y tapones de los tarros. Uno de ellos se cayó y se rompió en el suelo.
¡Qué ruido! Escuchó, aguantando la respiración. Fuera seguía habiendo tanto jaleo, que no supo si lo había oído alguien. Se le estaba pasando el estupor. Volvía a imperar la claridad.
El sonido del exterior se fue apagando.
—¿Funciona la fragancia que creé para ayudaros a conciliar el sueño? —oyó que preguntaba Thoth a uno de sus visitantes.
—Sí, mucho mejor que el vino; me despierto sin el dolor de cabeza que me dan las uvas fermentadas.
Iset se tapó la boca con la mano para no hacer ruido. La voz del otro lado de la puerta era la de su reina. ¿Por qué venía Cleopatra a ver personalmente a su perfumista?
—¿Necesitáis más?
—Probablemente; tendrás que preguntárselo a Charmaine. —Era el nombre de su sirvienta, que la acompañaba a todas partes—. ¿Has creado algún perfume nuevo?
—Sí, dos; uno con base de rosas, que es este…
A la reina se la consideraba una mujer inteligente, instruida y justa, pero en cuestión de perfumes exigía demasiado a Thoth. Su amor a las fragancias era casi compulsivo. Aquella fábrica de perfumes la había construido Marco Antonio para complacerla, a la vez que cultivaba las tierras circundantes con las materias primas de las que se extraerían sus olores favoritos: bosques de árboles tan raros como el caqui, balsamina, campos de flores vivas y fragantes…
Cleopatra poseía un amplio abanico de fragancias, muchas de las cuales servían para honrar a los dioses, y otras para ungir a los muertos y acompañarles al otro mundo. Había también ungüentos para el cuerpo, el pelo, las sábanas y la ropa.
Tenía la reina un surtido de pociones con fama de afectar de múltiples maneras a la gente: incitando a la actividad amorosa, calmando los talantes nerviosos, disipando la tristeza y fomentando la alegría… Thoth le había contado a Iset que para aquellos perfumes, los más complicados, usaba como base el extracto de lirio azul.
—Marchaos todos —dijo Cleopatra—, y dejadme sola con mi sacerdote.
El séquito de la reina se fue con mucho trajín.
¿Por qué tenía que estar a solas Cleopatra con Thoth?
—Explícame por dónde vas —dijo la reina al cabo de un momento.
—Es un proceso muy lento, mi reina. No puedo trabajar a partir de ninguna fórmula. Nunca ha existido nada igual.
—Pero podrás crearlo, ¿verdad? Dijiste que sí.
—Estoy haciendo todo lo que puedo.
—Thoth, tiene que haber una manera de recordar las vidas que hemos vivido antes. Lo creía César, y lo creo yo.
Iset estaba escandalizada. Todo el mundo sabía que el alma viajaba al otro mundo en las volutas del humo. El incienso era una escalera a la inmortalidad. ¿Qué estaba dando a entender Cleopatra? ¿Que la escalera era de subida y de bajada? ¿Que el alma también podía descender con el humo? Los egipcios no creían que volvieran a la tierra.
—Tengo que averiguar el pasado para entender el futuro; saber quién fui, con quién estuve… Lo que pueda aprender me ayudará a gobernar. —Su voz se fue apagando. Después añadió, más suavemente—: Y me dará un poco de paz. Si supiera que César y yo estuvimos juntos antes, y que podríamos volver a estarlo…
Una vez, Thoth había explicado a Iset que los únicos que creían que el alma podía renacer en la tierra eran los filósofos griegos; claro que los antepasados de la reina eran de Grecia, ¿no?
—Si volvemos… Si vuelvo, y vuelven mis seres queridos, ¿cómo nos reconoceremos si no me ayudas tú?
Se rumoreaba que Cleopatra seguía llorando a su César; que en comparación con el maduro estadista, Antonio era un simplón, y que la reina, pese a estar cumpliendo lo mejor que podía con su destino, había perdido el corazón con el primer romano de quien se enamoró.
—Si lo permiten los dioses, mi reina, idearé el modo de encontrar la fórmula.
—El olor de las almas, Thoth. Lo quiero.
Iset se preguntó qué aspecto tendría el rostro de la reina en los momentos en que hablaba con tanta intimidad. Le habría gustado saber si estaba tocando el brazo de Thoth. Si le quería, le tendría. La reina no carecía de apetitos amorosos. Thoth, sin embargo, no respondería. ¿O sí?
Tuvo una punzada de celos. Ahora la reina hablaba tan bajo que Iset tenía dificultades para oírla. Se acercó un poco a la puerta, procurando no hacer ruido.
—No quiero que sepa nadie en qué trabajas. Este preparado podría ser un arma poderosa que no me gustaría ver en manos de mis enemigos. Imagínate que todos pudiéramos saber quiénes fuimos antes de nacer a esta vida… Ver a tantas y tantas personas como hemos sido. Conocer nuestro karma. Entender nuestro destino. Imagínate el conocimiento que tendríamos. ¿Qué crees que justificaría?
—Matar, mi reina.
—Pero no si se desconoce su existencia.
—Nadie la conocerá.
—¿Y tus trabajadores? ¿Y tu amante?
Iset permaneció muy quieta, aguantando la respiración. ¿Habría oído algo en concreto Cleopatra? ¿Habría alguien informado en la corte? ¿O era una mera suposición formulada al azar, en vista de que la mayoría de los hombres tenían amantes?
—Esta fábrica es vuestra; vuestros son los aceites, las especias, las flores, el incienso y los ungüentos. Con los otros sacerdotes no hablo de mi trabajo. Vuestras fórmulas están escritas en rollos ocultos a la vista ajena.
—Prométeme que no desistirás hasta obtener la fragancia —dijo Cleopatra, a la vez que se sentaba.
La respuesta de Thoth fue un murmullo grave.
Finalmente, Iset llegó a la puerta. Alrededor del marco había el espacio justo para ver lo que pasaba fuera.
Arrodillado ante su reina, Thoth había inclinado la cabeza, en la que jugaba una de las manos de Cleopatra; esta, sin embargo, no le miraba a él, sino al vacío, como si buscara algo en la distancia. ¿En el pasado? ¿En el futuro? Bruscamente, Cleopatra se levantó y su voz recuperó su estridencia habitual.
—Mantenme informada de tus avances, por favor.
Iset permaneció en la oscuridad y oyó alejarse los pasos de la reina. Thoth vendría a buscarla cuando ya no hubiera peligro. Mientras esperaba, pensó en lo que acababa de oír. ¿Por qué no le había contado Thoth en qué estaba trabajando? ¿Por qué no le había dicho nada de aquel encargo tan importante? Si existía una fragancia que revelase quién se había sido antes, Iset quería olerla. ¿Y si ella y Thoth habían estado juntos en otra vida? ¿Quién había sido ella? ¿Habría hecho algo horrible? Así se explicaría la sensación que experimentaba tan a menudo cuando estaban juntos, la de que su pasión adquiría tintes trágicos.
—Ya puedes salir. —Su amante le tendía los brazos en la entrada de la fresca habitación. Iset corrió hacia él. Thoth deslizó las manos por sus brazos desnudos—. ¿Íbamos por aquí antes de la interrupción?
—¿Puede ser?
—¿El qué, cariño?
—La fragancia de la que hablaba la reina; un olor que revele vidas anteriores.
—No lo sé.
—Pero si has dicho que lo encontrarás…
—He dicho que lo encontraré si existe, y puedo.
—Yo quiero olerlo.
—Pertenecerá a la reina.
Iset se apartó.
—¿No me dejarás olerlo?
—Ahora no nos preocupemos por eso. —Thoth le estaba acariciando el cuello con los labios—. Se está bien aquí dentro: un sitio oscuro, fresco… Perfecto para…
—¿A quién eres leal?
—Iset…
Deslizó sus manos por su espalda y, tomando una nalga en cada una, la apretó contra él.
Era la primera vez que las caricias de Thoth no tenían efecto en Iset desde que estaban juntos. Sus labios no quemaban en su cuello, en absoluto.
—Primero contesta.
—Me pones en un dilema espantoso. A mi reina no la puedo traicionar.
Iset se puso tensa.
—Pero a ti tampoco.
Respiró contra la piel de su amante: un olor especial, a bergamota, limón, miel, ylang-ylang y almizcle, que le gustaba más que cualquier fragancia de las que hacía él.
—Te guardaré el secreto, Thoth. ¿No te los guardo todos?
París
27 de mayo, 13.36 h
La niebla era húmeda y fría, como un aguacero invernal. Perdida en ella, Jac tuvo escalofríos. Estaba mareada, desorientada. Oía voces a lo lejos. Tal vez si las seguía, pudiera hallar la salida de aquellas sombras. Hizo un esfuerzo de concentración. ¿Dónde estaban?
—¿Qué hiciste con la pistola del hombre? —preguntó Griffin a Robbie.
Alrededor de Jac se perfiló la bóveda de piedra. El agua goteaba metódicamente. El aire ya no estaba impregnado de olores de aceites y especias exóticas, sino que volvía a oler a arcilla seca y tierra. ¿Cuánto había durado la alucinación? A ella le había parecido que unos veinte minutos, pero si se basaba en otros episodios recientes, probablemente hubiera transcurrido menos de un minuto.
—Está detrás de una roca, en el primer túnel —contestó Robbie a Griffin.
Era difícil concentrarse en su conversación. Jac estaba grogui, como si rompiera la superficie de un sueño profundo.
Sueño, sí. Los médicos le habían enseñado a recordar los sueños para analizarlos y encontrar las pistas de su enfermedad.
La noche pasada había soñado que estaba en el jardín, perdida en el laberinto. Alguien la llamaba desde el interior; alguien que no pedía ayuda, sino que se la ofrecía, prometiéndole que solo con encontrar el centro ya lo entendería todo. ¿Voz de hombre o de mujer? No lo sabía. O no lo recordaba.
En realidad, el laberinto era pequeño; en el sueño había adquirido proporciones infinitas, y Jac no hallaba el camino.
De todos modos, los sueños no tenían por qué significar nada. El laberinto había sido su escondite infantil, su refugio, su santuario, y también los de su hermano. Nada más natural que soñar con él.
—Dámelos, Jac —dijo Robbie.
¿Qué quería su hermano? Le estaba señalando la mano. Jac bajó la vista. Todavía tenía los fragmentos de vasija en la palma. Su hermano los cogió.
—¿Tienes alguna idea de quién puede llegar a estos extremos para quedárselos? —preguntó Griffin a Robbie.
El hermano de Jac asintió con la cabeza, mientras envolvía los trozos de barro cocido.
—Económicamente no valen nada. Debe de quererlos alguien por lo que valen simbólicamente.
Griffin asintió.
—O… puede que alguien quiera evitar que se usen como símbolo, y asegurarse de que no se los des al Dalai Lama.
—¿A quién puede importarle que des la cerámica al Dalai Lama? —preguntó Jac.
—No se me había ocurrido —dijo Robbie a Griffin—. Muy bien pensado.
—No entiendo nada. ¿Podéis explicarme de qué estáis hablando? —pidió Jac a los dos.
—A pesar de todo lo que han hecho los chinos, no han conseguido aplastar el espíritu tibetano —dijo Robbie—. Su última intentona es una ley que acaba de entrar en vigor, y que obliga a la gente a registrarse para reencarnarse. Sí, ya sé que es absurdo, pero lo han hecho. Es una estratagema desesperada para desacreditar el nombramiento como lama de cualquier niño nacido en una zona sagrada del Tíbet, de donde esperamos que proceda la auténtica encarnación.
—Si los chinos tienen poder sobre la identidad de los lamas, podrán elegir al sucesor de Su Santidad cuando se muera.
—Ya, pero ¿y la cerámica? ¿Qué tiene que ver? —preguntó Jac.
—Quien la posea, tendrá en sus manos la posibilidad de que existan pruebas de la reencarnación.
Acabó de envolver los trozos y volvió a meter el paquete en la bolsa que llevaba colgada del cuello.
—¿Y se desvivirían tanto? —preguntó Jac—. En realidad, estos trozos no demuestran nada.
—No, pero insinúan algo decisivo. Tal como funciona el sistema, Jac, al Dalai Lama solo puede reconocerle un Karmapa o un Panchen Lama. Los tres últimos Panchens salidos del Tíbet han desaparecido. Los chinos han corrompido por completo la búsqueda de reencarnaciones de altos lamas. En eso se cimienta su poder. Está en juego el futuro del Tíbet, y esto forma parte de la munición.