—Seguramente le apetecerá oler los perfumes…
Se acercó al órgano y cogió un pequeño frasco donde ponía 44. Vaporizó un chorrito en una tarjeta blanca y se la ofreció a Fauche, que la cogió, se la acercó a la nariz y aspiró profundamente.
—Interesante —dijo.
Robbie repitió la acción con la probeta 62, y vio que Fauche se aproximaba nuevamente la tarjeta a la nariz y aspiraba.
—Este también es muy interesante.
—Todas las fragancias tienen nombres internacionales, que no necesitan traducción. Estos dos son las mitades de un conjunto que he denominado Kismet. Se pueden llevar por separado, o combinarlos.
Robbie roció otra tarjeta con las dos fragancias, y le sorprendió que por tercera vez el periodista no esperara a que se evaporase el alcohol, ni agitara la tarjeta y oliera el perfume en el aire. ¿Qué sentido tenía que una prestigiosa revista internacional sobre perfumes hubiera mandado a entrevistarle a alguien tan lego?
La tercera tarjeta resbaló de los dedos de Fauche y se cayó al suelo. Robbie observó al reportero en el momento en que se agachaba para recoger la muestra. Llevaba botas caras de piel de lagarto, totalmente empapadas por la lluvia, como la chaqueta. Cuando se irguió, esta última quedó en un ángulo extraño. La cerró rápidamente. «¿Qué esconde?», se preguntó Robbie.
—Si le parece, le mezclo aquí mismo una versión de una nueva fragancia, y así podrá escribir sobre la experiencia de olerla a medida que la formulo. Usaré seis antiguas esencias y absolutos: almendra, enebro…
Fue sacando los frascos y echando unas gotas de cada uno de los líquidos en una probeta de cristal, sin dejar de vigilar a Fauche de reojo. «Un reportero especializado en perfumes que está sentado en el taller de Casa L’Etoile, y a quien no le interesa para nada verme trabajar en una fórmula. ¿Será posible que no tome ni una nota?»
Fauche se había levantado y se paseaba por el taller examinando los objetos de las estanterías y las mesas como si buscase algo en concreto. Eso no lo haría un invitado, ni siquiera un reportero entrometido.
De pie frente a su mesa de trabajo, Robbie encendió el quemador Bunsen.
—Tengo que calentar estas dos esencias juntas.
Calculó al mismo tiempo que hablaba. Hacía falta precisión. Si se equivocaba por defecto, los vapores no tendrían la potencia necesaria para surtir efecto, mientras que si lo hacía por exceso, podían ser fatales. Sin embargo, tenía que estar preparado. Algo muy raro pasaba.
El quemador estaba al rojo y la solución, preparada. Robbie le otorgaría el beneficio de la duda al reportero, dándole una oportunidad para explicar quién era y a qué venía en realidad. Si le respuesta no tenía sentido, haría lo necesario para protegerse.
—Señor Fauche…
—¿Sí?
—No me ha hecho usted muchas preguntas.
—Es que estaba tomando notas.
—¿De verdad que ha venido a entrevistarme sobre mi nueva línea? ¿O busca alguna otra noticia?
La sonrisa tensa del reportero casi tranquilizó a Robbie.
—Bueno, lo cierto es que sí hay algo más.
—¿De qué se trata?
—Corren rumores de que ha encontrado una reliquia egipcia.
—¿Y usted cómo se ha enterado?
—Un reportero nunca revela sus fuentes.
Fauche pareció contento de poder repetir el viejo tópico.
Seguro que Griffin no se lo había dicho a nadie. Robbie intentó pensar. ¿Cómo podía haber corrido la voz? Él había hablado con el Rinpoche sobre la idea de regalárselo al Dalai Lama, pero seguro que el monje no se lo había revelado a la prensa. ¿Quién más? Ah, sí; tenía que ser la conservadora de la casa de subastas Christie’s a quien en un principio había pedido una valoración al encontrar los fragmentos de cerámica. O sea, que no iba más allá la cosa. El interés por su nueva línea de fragancias era una simple excusa para entrar y conseguir una exclusiva sobre el descubrimiento egipcio. Robbie se relajó.
—¿Puedo ver la vasija? —preguntó Fauche.
—No, lo siento; está rota en muchos trozos, y aún no los han catalogado. Lástima que no haya sido más sincero sobre la noticia que buscaba. Ha salido por nada en una noche muy húmeda.
—Tengo que insistir en que se lo piense.
La mandíbula de Fauche se tensó de rabia mal contenida, y su mano se acercó al bolsillo.
Robbie no necesitaba ninguna otra advertencia.
—Bueno, bueno, tampoco es para ponerse así —dijo—. Si es tan importante, iré a buscarla con mucho gusto.
Dio la espalda a Fauche y puso el vaso encima de la llama. En el reflejo de las cristaleras vio que el presunto reportero, que no lo era, sacaba una pistola.
—Dese prisa, L’Etoile, enséñeme la cerámica de una puñetera vez.
—Solo tengo que coger la llave de la caja fuerte… —dijo Robbie para ganar tiempo, mientras fingía rebuscar en un pequeño cajón, moviendo lápices, clips y goteros, y el líquido del vaso empezaba a soltar humo—. Ah, aquí está —exclamó, girándose de golpe.
El hombre que se hacía llamar Fauche se relajó un momento, esperando ver la llave. Cuando se percató de que Robbie no tenía nada en las manos, empezó a protestar, pero no le salieron las palabras. Se había quedado sin aliento. Intentó respirar, una vez, otra…
Nueva York
Martes, 24 de mayo, 4.00 h
Jac, que prefería estar tranquila y que no la interrumpieran, trabajó de noche, que era como editaba muchos episodios de su programa de televisión. Necesitaba tener la cabeza despejada antes de ver el montaje final, así que se apoyó en el alféizar y aspiró el aire fresco. Veía el Hudson en los intersticios de los bloques. Durante unos minutos siguió un remolcador con la mirada, hasta que desapareció detrás de un almacén.
«El Minotauro» sería su mejor episodio hasta la fecha. La búsqueda de los orígenes del mito había sido ardua, e incluso peligrosa. Las conclusiones eran polémicas. En otoño, cuando se emitiera el programa, seguro que las pruebas descubiertas por Jac y su equipo sobre la base objetiva que había dado nacimiento al mito desencadenarían a su vez un debate serio entre expertos, mitólogos y arqueólogos.
Según la antigua leyenda, el rey Minos de Creta construyó un laberinto impresionante para encerrar al repugnante fruto de los amoríos de su esposa con un bello toro blanco salido del mar. El retoño era el Minotauro, un ser con cuerpo de hombre pero cabeza y cola de toro, y dotado de un monstruoso apetito por la carne humana.
El terror y la devastación sembrados por el Minotauro eran tales, que el arquitecto Dédalo fue llamado a Creta con la misión de construir un intrincado laberinto que lo aprisionara. La bestia vivía cautiva en su interior. Cada nueve años se le llevaban siete mozos y siete mozas atenienses para que los devorase.
Los horribles sacrificios tenían efectos demoledores. La pérdida de vidas dejaba cicatrices y engendraba miedo.
Todo ello continuó hasta el día en que Teseo, hijo del rey Egeo, se declaró resuelto a dar muerte a la bestia y poner fin al ciclo de destrucción; y, con ese fin, se ofreció voluntario para ser una de las víctimas.
Cuando Teseo llegó a la isla, Ariadna, la hija del rey Minos, se enamoró de él. Al no soportar la idea de perderle le entregó una espada y un ovillo de vellón rojo para que Teseo, una vez muerto el toro, pudiera encontrar el camino de salida del laberinto y casarse con ella.
Enfrentado al monstruo, Teseo le atacó y le dio muerte. Abatido el Minotauro y derramada su sangre, regresó con Ariadna y se la llevó a Atenas.
¿Tenía la historia alguna base real? ¿Había existido algún monstruo, o algún demente, encerrado en un laberinto?
Durante mucho tiempo, los arqueólogos habían creído que las ruinas del palacio de Knossos, en la actual localidad griega de Heraklion, mostraban similitudes con el legendario laberinto; y aunque no hubieran llegado a encontrarse pruebas tangibles de la teoría, la ciudad se beneficiaba económicamente del turismo que acudía a ver con sus propios ojos el palacio y su entorno.
Ahora bien, Jac se había enterado de que a treinta kilómetros de Knossos, en el pueblo de Gortina, había una cantera donde un equipo de arqueólogos estaba excavando cuatro kilómetros de túneles y cuevas. ¿Podría tratarse del emplazamiento del laberinto del rey Minos? Para averiguarlo, viajó a Grecia con su equipo de producción.
En colaboración con los arqueólogos de Gortina, exploraron los pasadizos que se entrecruzaban, dando vueltas y revueltas; y mientras rodaban en una de las salas sin salida, las luces del cámara iluminaron los vagos contornos de un arco practicado en lo que parecía una pared de pura roca.
Con la cámara en marcha, el equipo arqueológico excavó la zona y encontró un acceso tapiado a una cavidad oculta. El director de fotografía de Jac filmó su apertura, y captó la primera luz que se posaba en miles de años sobre una cavidad que era como una joya.
El muro estaba decorado con pinturas de figuras rojas sobre fondo negro, dentro de un marco de coronas fúnebres que brillaban como el oro. No había un solo centímetro que no estuviera recubierto por aquellas pinturas de una frescura asombrosa, que representaban grupos de hombres y mujeres. Algunos dibujos parecían planeados de antemano, y otros se apretujaban como si al artista se le hubiera acabado el espacio.
Jac contó. Los grupos eran de catorce: siete hombres y siete mujeres. Siempre.
En el centro de la cámara había algo que parecía un altar de piedra. Dos metros de longitud y uno de altura. Profusamente decorado con… ¿Eran órbitas lo que miraba a los intrusos? El cámara enfocó la luz en la mesa ceremonial, y así se reveló algo terrorífico y, para Jac, maravilloso.
El altar no estaba hecho de piedra, sino íntegramente de huesos humanos: cientos de fémures, tibias, peronés, cúbitos, radios y cinturas pélvicas cuyo intrincado encaje formaba el rectángulo.
Sin saber por qué, Jac tuvo la seguridad de hallarse en la guarida del Minotauro, y de que las pruebas demostrarían que los huesos databan aproximadamente de 1300 a.C., la misma época que el mítico toro.
Cuando le entregaron el informe del laboratorio, fue la única a quien no sorprendió que los restos humanos y las pinturas estuvieran fechados en torno a 1300 a.C.
Se estremeció al recordar sus sensaciones en el momento de leer los papeles. Su intuición había sido acertada.
Era hora de seguir trabajando.
Cruzó su despacho, austero y blanco, y una vez sentada ante su mesa, pulsó el botón de «Play». La primera toma era de la entrada de las cuevas. Bajó el volumen. Siempre era buena idea hacer un visionado del montaje sin sonido, centrándose solo en los cortes.
Diez minutos después de que empezara el episodio, sonó el teléfono. Tan temprano no llamaba nadie, excepto su hermano: si Robbie se entusiasmaba por algo, era muy capaz de olvidarse de la diferencia horaria.
«Número sin identificar», entonó la voz mecánica del teléfono. Nunca reconocía las llamadas del extranjero. Tenía que ser Robbie, así que lo cogió.
A pesar de la interrupción, para Jac siempre era una alegría hablar con él, aunque tuvieran que enzarzarse en otra discusión. De todos modos, eso ya no duraría mucho: la venta de los dos perfumes estaba cantada. Solo hacía falta que Robbie firmase los papeles. Entonces Casa L’Etoile podría saldar sus deudas, y ellos volver a ser hermanos bien avenidos.
—Hola, Robbie.
—
C’est mademoiselle L’Etoile?
—preguntó una voz masculina; estaba claro que no era la de Robbie.
—Sí. ¿De parte?
Se oyó un pitido y un ruido de estática.
—¿Hola? —repitió la voz.
—Sí, estoy aquí. ¿Quién es?
—Soy el inspector Marcher. Llamo de París. Perdone la molestia; ya sé que es muy temprano.
—¿Qué ocurre, inspector?
—¿Cuándo ha hablado usted por última vez con su hermano?
La urgencia del tono sacó a Jac de su cansancio.
—¿Con mi hermano? —Su corazón dio un vuelco. Al oír que llamaban de la policía, había supuesto que sería por su padre—. ¿Robbie?
—Sí, mademoiselle.
—Estuvo aquí hace unas dos semanas, y…
—¿Y desde entonces han vuelto a hablar? ¿Por teléfono?
—¿Le ha pasado algo?
—¿Ha tenido noticias suyas desde entonces?
—Sí, claro.
—¿Cuándo fue la última vez?
—Ayer. Me mandó un e-mail por la mañana. ¿Lucille no sabe dónde está? Es la mujer que…
—Sí, ya sé quién es. ¿Es decir, que desde entonces no ha sabido nada de él?
—No. ¿De qué se trata? ¿No está en el despacho? A veces se va de retiro espiritual, y lo decide a última hora. Puede que…
El inspector volvió a interrumpirla.
—No, no está en ningún retiro. Ni tampoco en su casa. Esta mañana tenía varias citas y no las ha anulado.
Jac cogió su bolso. Si a Robbie le había pasado algo, tenía que volver a casa, hacer la maleta, coger un avión e ir a París.
—¿De qué se trata, inspector?
—Tenemos motivos para creer que su hermano ha desaparecido, mademoiselle.
París
Martes, 24 de mayo, 10.15 h
Desayunar en Chez Voltaire había pasado a formar parte de la rutina matinal de Griffin. A la hora de comer y de cenar, el restaurante tenía una clientela selecta, pero la oferta de su sencillo
petit déjeuner
no iba más allá de lo básico, y solo atraía a los autóctonos.
Tal vez fuera por haber estado a punto de ser atropellado la noche anterior, pero el caso era que esa mañana Griffin lo vivía todo con una sensibilidad exacerbada: el sabor a mantequilla de los cruasanes, el olor a fresas recién cogidas de la mermelada casera… Trató de no revivir lo ocurrido mientras bebía con pausa su segundo
café crème
perfecto; sin embargo, se le aparecía sin cesar el momento en que el vehículo rozaba la farola y derrapaba. El ruido de los neumáticos en el asfalto mojado, la lluvia en sus ojos, el salto con el que, casi sin ver nada, se había refugiado tras la señal de Stop… Su tropiezo y su caída sobre los adoquines, los rasguños en las palmas de sus manos, los cortes en los pantalones…
Pagó la cuenta, salió y se impregnó de la mañana. Pensó que París se despertaba con el mismo estilo y elegancia con que hacía todo lo demás. Qué lástima no poder llevárselo a casa.
Otra vez: casa. En el centro de todo lo que pensaba, la conciencia de estar viviendo un simple respiro. En Nueva York le esperaban fracasos a los que debía hacer frente, y tristezas que debía asumir como propias. Le dolían en el alma los efectos que ya había tenido la posibilidad del divorcio en Therese (y los que tendría en Elsie su realidad), pero ¿qué sentido tenía postergarlo? Tarde o temprano decepcionaba a la gente. Siempre le había pasado. ¿Por qué iba a ser distinto en aquel caso?