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Mon Dieu, non, non, mon Dieu!
Un chillido de mujer, ronco, feroz, con más de exabrupto que de grito; algo insólito para un oficio religioso en una iglesia.
Marie-Geneviève se giró para ver qué pasaba, dando la espalda al sacerdote, que se estaba acercando.
En el pasillo estaban la madre de Giles y Jean-Louis L’Etoile, que la sujetaba. Marie-Geneviève se fijó en la expresión horrorizada del segundo, donde se leía todo lo que daba a entender la voz de su esposa. Era como si de pronto ya no fuera el padre de Giles, sino una de las estatuas de piedra de las capillas laterales.
Junto a los dos había un hombre desastrado, con la ropa sucia y raída. Parecía que llevara varios días sin dormir ni lavarse. ¿Sería el portador de la mala noticia? ¿La traía de lejos? ¿Cuánto? ¿Semanas por mar? ¿Desde Egipto?
Marie-Geneviève quiso correr hacia ellos, pero su madre la retuvo.
—No. Tienes que esperar a que vengan.
Pero a ella le daban igual las convenciones: soltándose, corrió hacia los padres de Giles justo en el momento en que se unían al grupo los hermanos de este último.
El cura había interrumpido la misa.
En la iglesia reinaba el silencio.
Todos miraban.
Jean-Louis L’Etoile dejó a su esposa en manos de su hijo mayor, como una muñeca de trapo, y fue hacia Marie-Geneviève. Cogió sus manos con las suyas, heladas. Marie-Geneviève se apartó. Sabía, por cómo la tocaba, que no quería oír lo que tenía que decirle. Tal vez si no lo oía no fuera verdad; tal vez si no oyera nunca sus palabras pudiera seguir esperando a que Giles volviera a casa, y seguir siendo su prometida, viviendo del recuerdo de su aspecto, y de su olor, y de lo dulce que era con ella, y de cómo parecían las dos manos de un par de guantes franceses de calidad…
—Es nuestro Giles… —empezó a decir Jean-Louis, con un quiebro de voz.
Marie-Geneviève sintió que le fallaban las piernas.
París
Miércoles, 25 de mayo, 10.00 h
—¿Muerto? —repitió Valentine, mirándole con incredulidad. William había dicho algo más, pero no estuvo segura de haberle oído—. François no puede estar muerto.
Había saltado del francés al dialecto chino en que le hablaba su madre de pequeña. A veces le pasaba.
—Pues sí —dijo William con escalofríos, aun siendo una mañana de calor. Tenía los brazos cruzados, abrazados al pecho—. Mi contacto me ha mandado un e-mail con el informe de la policía. Y el certificado de defunción.
—Es un error. Será el de otra persona.
—Hay una foto, Valentine; una foto de François, en el depósito…
Valentine le interrumpió gritando.
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡No es verdad!
William la tomó en sus brazos y apoyó la cabeza en su hombro. Valentine sintió sus lágrimas a través de su fina camiseta.
Se apartó al sentir arcadas, y corrió al lavabo. Se agachó hacia la taza y vomitó.
Al acabar, se dejó caer al suelo y se quedó acurrucada en las frías baldosas.
Era imposible. Tenía que ser un error.
A medianoche, viendo que François no volvía a casa, William la había llamado por teléfono y ella le había dicho que no se preocupara. En los trabajos siempre salían imprevistos. François nunca se rendía. Seguro que estaba persiguiendo al perfumista por París. A las dos de la madrugada, otra llamada de William; y al amanecer, otra más. Valentine siempre le decía lo mismo: que estuviera tranquilo y esperase.
No recordaba haber vivido nunca un día tan largo como aquel martes. Valentine nunca perdía la firmeza, por muchas veces que se viniera abajo William.
—Ya sabes las reglas —le decía, repitiendo lo que le había enseñado François—: nada de suposiciones sin confirmación.
William entró en el lavabo sin llamar, la ayudó a levantarse, mojó una toalla en agua fría y se la pasó suavemente por la cara. Después sacó un par de centímetros de pasta de dientes y le dio el cepillo.
—Te encontrarás mejor —le dijo, antes de dejarla sola.
Al salir del lavabo, Valentine se lo encontró en la mesa del comedor, sentado y mirando fijamente un jarrón vacío. Ella se sentó enfrente y se acercó un cenicero y sus cigarrillos. Sacó uno del paquete, lo encendió y dio una larga calada.
—¿Asma, has dicho? —preguntó.
William asintió con la cabeza.
—Si François tuviera asma, lo sabría. Me lo habría dicho. —Vio arder el tabaco entre sus dedos—. Yo fumaba delante de él.
William se levantó.
—Voy a hacer té.
—¿Té?
Valentine percibió el histerismo de su propia risa. François también hacía siempre té; nunca estaba sin su taza, especialmente en una crisis. La equivalencia entre crisis y té existía en muchas culturas, como si el calor pudiera sanar. ¿Quién habría empezado semejante tontería? ¿Los indios, los chinos, los británicos? Con hojas secas maceradas no se resolvía nada.
William inició el ritual en la cocina. A Valentine le daban dentera todos los ruidos: el del agua al salir del grifo, el de la puerta del armario al chirriar, el de las tazas de porcelana al chocar con el mármol… Tenía que hacer el esfuerzo de calmarse, y practicar una de las técnicas de meditación que le había enseñado François al alojarla en su casa.
—¿Por qué me iba a dejar fumar delante de él? —dijo en voz alta—. ¿Por qué no iba a decirme que era asmático?
—Porque no quería que lo supiera nadie.
—¿Ni siquiera yo? No me lo creo.
William salió de la cocina con una bandeja, sacudiendo la cabeza. Valentine creyó detectar una pequeña sonrisa de satisfacción en sus labios. Siempre había estado algo celoso de la relación entre Valentine y su amante, hasta el punto de que ella había llegado a preguntarse si no se habría unido a la Tríada solo para tener vigilado a François. Nunca había manifestado un gran apego por la causa, la hermandad o las tradiciones milenarias. Los auténticos soldados eran François y ella; compañeros de armas, y ahora la dejaban con el socio equivocado.
—Quería parecer invencible —dijo William.
—Es que lo era —susurró ella.
—¿Vendrás conmigo esta tarde al hospital? —preguntó él en voz baja.
—¿Adónde?
—Al hospital. No podemos dejar que no reclame nadie su cadáver. Tenemos que hacerle los honores.
Valentine le miró como si estuviera loco.
—¿Cómo vamos a reclamar su cadáver? ¿Quién les decimos que somos?
Al darse cuenta de que estaba gritando, levantó una mano en señal de disculpa.
—Hiciste un juramento —dijo William.
Desde el siglo
XIX
, todos los miembros juraban los mismos treinta y seis puntos, que Valentine había memorizado, y seguía sabiéndose de carrerilla.
«Ayudaré a mis hermanos de juramento a enterrar a sus padres y hermanos, brindándoles mi ayuda económica o física. Si incumplo este juramento, pereceré bajo cinco rayos.»
William estaba en lo cierto: tenían que ayudarle.
—Pero aún no —dijo ella—. François nos diría que lo primero es este trabajo.
Apretó los puños, intentando que no le fallara la voz. Una vez había matado a un hombre apretándole el cuello mientras François, a su lado, le daba instrucciones sobre cómo y dónde presionar.
Trató de invocarle.
«¿Qué tengo que hacer? ¿A quién le pido ayuda, si no estás tú?»
François ya la había preparado para una situación así.
«Ninguno de nosotros es tan importante como la sociedad —había dicho—. Si cogen a alguno, e incluso si le matan, el resto del equipo continúa.»
Le había dado sus órdenes, haciendo que las memorizara del mismo modo que los juramentos.
«Si falla un plan, crea otro. No olvides que en caso de necesidad puedes seguir sin mí. Estás preparada. —Su sonrisa era de orgullo—. Estás preparada, ¿me entiendes?»
Valentine aplastó la colilla y bebió el té, el favorito de François, negro y fuerte; ese que a ella siempre le parecía tan amargo.
—Tengo que convocar al resto del equipo —dijo—. Para reorganizarnos. Hay que poner a alguien fuera de Casa L’Etoile, con micrófonos direccionales, y averiguar qué pasa.
—¿No deberíamos ponernos primero en contacto con Pekín?
—Para eso ya está demasiado avanzada la partida. Podrían mandar a alguien para que nos supervisara, y perderíamos impulso. Tenemos que encargarnos nosotros.
—Así, ¿te autodesignas maestra del incienso? —preguntó William, en referencia a otro de los juramentos que habían hecho todos: «Pereceré bajo cinco rayos si dicto algún ascenso sin permiso».
—No, claro que no; ya nombrará Pekín a quien le parezca bien para el cargo oficial. Nosotros tenemos que acabar el trabajo que empezó François.
William la miraba como si no la conociese.
—¿Ya estás lista para seguir trabajando? Tenemos que llevar luto por él, Valentine.
—Ahora no hay tiempo. El sábado estará en París el Dalai Lama. Nos quedan cuatro días para asegurarnos de que la cerámica egipcia no acabe en su poder.
Puso las manos en los hombros de William y escrutó sus ojos rojos.
—Cuando hayamos acabado, le lloraremos como se merece, te lo prometo. De momento, la mejor manera de honrarle es acabar el trabajo por el que ha muerto.
A François, aquel encargo le había preocupado desde el principio; pero no por él, sino por ella.
«Una cosa es no conocer al enemigo —le había advertido solo dos días atrás—, y no haber visto nunca a tu víctima, pero esto podría ser la prueba más difícil a la que te hayas enfrentado. Tendrás que armarte de valor, Valentine.»
A ella solo le habían importado dos hombres en su vida.
François Lee, su salvador y el único padre que conocía.
Y Robbie L’Etoile, que le había abierto el corazón, y con quien había vivido su única relación amorosa.
Ahora quizá tuviera que matar a uno para vengar la muerte del otro.
Jac se aferró al borde del órgano de perfumista, e intentó levantarse. Le temblaba todo el cuerpo. La sala brillaba como si de los frascos de perfume se escapara luz, y como si tuvieran vida propia. Retrocedió: primero un paso vacilante, luego otro… hasta que finalmente llegó al otro lado de la sala, de espaldas a la puerta, lista para escapar.
El órgano volvía a ser un simple puesto de trabajo.
Su mirada recorrió los objetos inanimados para cerciorarse de que nada se movía, nada temblaba ni brillaba; de que volviera a ser todo normal. Era como podía tener la seguridad de haber recuperado la cordura, y de que el horrible episodio se hubiera terminado.
Según el reloj negro de ónice y alabastro, había pasado muy poco tiempo, no más de cinco o seis minutos.
Llevaba muchos, muchos años sin ver desvanecerse el mundo conocido, y encontrarse —ella misma, o una versión de su persona— viva y aterrada en otro sitio, y otra época. Sin embargo, la experiencia de un episodio psicótico no es algo que se olvide. Aquella había sido más larga y detallada que todas las de su niñez. En comparación con esta, las de la infancia eran simples rendijas, y aquello era un auténtico boquete.
No podía permitirlo, y menos en un momento así, con Robbie desaparecido, y la policía entrando y saliendo del taller. Otra vez no. Sola, no. Se deslizó hasta quedar hecha un ovillo en el suelo, que empezó a aporrear con los puños.
Durante su juventud, las alucinaciones eran esquivas, incoherentes, y salía de ellas sin recordar casi nunca los detalles. De aquel incidente, por el contrario, lo recordaba todo. No se había disipado o disuelto ni una sola imagen. Veía la iglesia con todos sus detalles, oía a la gente y olía el incienso con intensa claridad. Recordaba exactamente lo que había pensado la mujer triste, lo que había visto…
Un momento. Tenía un nombre. Y también su enamorado.
Hasta entonces, Jac nunca había formado una alucinación sobre personas cuyos nombres conociera. Aquella, sin embargo, tenía entre sus intérpretes a un antepasado de los L’Etoile.
Dieron un golpe brutal a la puerta, que reverberó por todo su cuerpo. Jac dio un respingo y la contempló como si al otro lado hubiera un verdugo.
—¿Quién es? —preguntó.
Era uno de los gendarmes apostados en el exterior.
Jac abrió la puerta.
—El inspector ha dejado esto y me ha pedido que se lo entregue.
El policía le tendió un librito encuadernado en piel negra. Al ver las iniciales en la tapa (R.L.E.), Jac sintió una opresión en el pecho. Al levantar las manos para cogerlo, vio que temblaban.
Dio las gracias con un murmullo.
—¿Se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga algo, o llame a alguien?
—No. —Sonrió—. Estoy bien. Gracias por esto.
Otra vez sola, volvió a abrir las cristaleras, dejando entrar aire fresco, y se sentó a una mesa. Los siguientes tres cuartos de hora los dedicó a enfrascarse en la agenda de su hermano, que la distrajo. Se detuvo en la entrada de una fecha de hacía dos semanas: el aniversario de la muerte de su madre. El día en que Robbie había viajado en avión a Nueva York. Habían estado juntos en el cementerio, y él había dicho que tenía una cita. No había aclarado con quién, ni Jac se lo había preguntado.
Allá estaba, sin embargo: el último nombre que esperaba encontrar en esas páginas. ¿Por qué su hermano se había visto con Griffin North en Nueva York? Pasó unas cuantas páginas. Más citas con Griffin. ¿Qué hacía en París? ¿A qué se debía que Griffin se hubiera visto a diario con Robbie durante casi toda la última semana?
La asaltó un recuerdo olfativo.
A Griffin North le había olido antes de conocerle, y se había sentido atraída por su aroma antes de saber su nombre y oír su voz. Estaba detrás de ella, en una fiesta, y al principio Jac no se giró ni trató de buscarle. Se limitó a respirar.
Más tarde averiguó que la colonia que usaba la había creado en los años treinta una perfumería americana, y que había dejado de fabricarse a principios de los sesenta, cuando Griffin ni siquiera había nacido. Jac no había conocido nunca a nadie más que la llevase. Al preguntarle a Griffin de dónde la sacaba, él le contó que se la había encontrado un verano, en la playa, en una casa alquilada por sus abuelos. Era lo único que habían dejado los dueños en el cuarto de baño. «Lo único que he robado en mi vida», le dijo una vez.
Griffin no tenía mucho olfato para los perfumes; lo que le seducía era lo misterioso de la anécdota. ¿Por qué era lo único que se habían dejado allá, en aquella orfandad?