—¿Me está diciendo que cree que se ha ahogado? —Volvió a respirar profundamente, muy profundamente. El aire empezaba a saturarse de nuevo—. No puede ser. Mi hermano es muy buen nadador.
Griffin se acercó por detrás y le puso las manos en los hombros. Por un momento, Jac tuvo la sensación de que era lo único que le impedía flotar hacia arriba y desaparecer en la nube de olores.
—Dicen que en esa zona la corriente del río es muy fuerte. Yo espero que su hermano esté cerca, a lo sumo con heridas leves. Si es así, le encontraremos. Tenemos equipos de búsqueda desde un poco antes de donde aparecieron sus pertenencias hasta donde desemboca el Loira en el mar.
Jac se frotó los ojos. Un verano, su abuela se los había llevado a ella y Robbie al valle del Loira, al
château
de un primo, cerca de Nantes, y a pesar de la belleza del paisaje, por el que fluía perezosamente el río, Jac había estado más inquieta que de costumbre, con una incomodidad física. Durante la primera noche tuvo unas pesadillas espantosas. Fue Robbie quien la despertó, sacudiéndola. «Solo es un sueño —dijo para tranquilizarla—. Un sueño.» Se quedó sentado con ella toda la noche, hablando y distrayéndola hasta que salió el sol. Durante el desayuno convenció a su abuela de que se fueran antes de lo previsto. «Este sitio y Jac no se han caído bien», dijo.
—¿A qué altura del valle? —preguntó Jac—. ¿Dónde han encontrado sus cosas, exactamente?
—En Nantes.
Jac entendió lo que decía Marcher, pero quedó demasiado confusa. ¿Nantes? Qué singular coincidencia…
Tenía que ventilar la habitación. Se levantó y fue a las cristaleras, pero antes de llegar, empezó a caer en poder de la droga olorosa.
Lo único que recordó, en la lejanía, fue la voz de Griffin.
—Jac, ¿te…?
Nantes, 1794
A pleno sol, Marie-Geneviève Moreau sentía correr el sudor por su cuello. A pesar de la belleza de la orilla y del río, la escena era infernal. En el retorcido infierno del Bosco, todo patas arriba: ahí estaba; eso estaba viviendo.
—A ver, la siguiente.
El soldado de la verruga en la nariz la cogió con brusquedad. Su adlátere, un hombre bajo, con una cicatriz intensamente roja en la barbilla y un aliento a dientes en putrefacción, le arrancó el hábito, algo que Marie-Geneviève ya se esperaba, y que ya habían sufrido el resto de las víctimas.
Después de desgarrarle la lana del hábito, el esbirro la despojó de las prendas interiores. Al quedarse desnuda, Marie-Geneviève se tapó los pechos, pero entonces le quedaba a la vista el triángulo de entre las piernas. Le faltaban manos. Intentó darles la espalda, pero no se lo permitieron.
—Ni hablar, hermana, que da gusto verte —dijo, riéndose, el apestoso, mientras la levantaba de un estirón.
El otro se aproximó y le manoseó los pechos con sus sucias manos.
—Espero que no tuvieras previsto reunirte virgen con tu creador. —La tiró al suelo entre risas y se desabrochó los pantalones—. ¿De esto tenéis mucho en el convento?
Mientras el hombre se tumbaba encima de ella, Marie-Geneviève obligó a sus pensamientos a emprender la fuga. Al menos aquel monstruo no le arrebataría la virginidad, no; eso lo había compartido ya voluntariamente con alguien que no abusaba de ella.
Su atacante era torpe y repulsivo, con un hedor que daba arcadas, pero mostró una bendita brevedad. Cuando ya no le tuvo encima, Marie-Geneviève trató de prepararse mentalmente para el asalto de su adlátere, pero no hubo segundo ataque.
La levantaron del suelo. Después sintió en su espalda la presión de una piel tersa, fría y tan desnuda como la de ella: desde las pantorrillas hasta los hombros, pasando por las nalgas. Aquel hombre, sin embargo, no la forzaba ni la magreaba, sino que rezaba. Marie-Geneviève, que no había ingresado en el convento por amor a Dios, sino por el amor de un hombre, escuchó sus palabras, dichas en voz baja.
—Reza conmigo, chiquilla —dijo el sacerdote, mientras el soldado les juntaba aún más—. Padre nuestro que estás en los cielos…
Si conseguía distanciarse, como lo hacía a veces durante la misa en el convento, y no oír las palabras, sino mecerse al compás de los sonidos, podría arrullarse hasta quedar casi dormida, en pie, soñando en cierto modo fuera de su cuerpo. No sabía cómo llamarlo, y siempre le había dado miedo contárselo a las demás hermanas. No estaba segura de si aquella «fuga mental» de la que era capaz constituía un gran don o una herejía.
El soldado del aliento fétido le enrolló una cuerda basta en las muñecas, atándola al hombre de detrás. Conque eran ciertos los rumores: ahogaban en el río a curas y monjas. Los ataban, torturaban… y mataban.
—Moveos —dijo el soldado, empujándola—. Os toca un paseo en barca.
Señaló la orilla del río.
Costaba mucho caminar en tándem, pero Marie-Geneviève y el cura lograron no caerse.
—¿Cómo te llamas, hermana? —le preguntó el sacerdote.
El soldado dio una bofetada a Marie-Geneviève justo antes de que contestara.
—¡No os paréis! —gritó—. Y nada de conversaciones.
Alrededor de Marie-Geneviève todo era llanto y gritos, pero entre los ruidos se intercalaban persistentemente, tranquilizadores, los rezos y el canto de los pájaros.
Sus verdugos (pues no albergaba ninguna duda de que eso eran) les empujaron a los dos a una pequeña barca. El peor parado fue el cura, que cayó de bruces y gritó de dolor, mientras que ella solo se dio un golpe en un lado de la cabeza.
Gruñendo el uno, riéndose el otro, los soldados empujaron la barca en dirección a la corriente, que en aquel punto era muy impetuosa. El pequeño esquife se movió con rapidez. Durante unos minutos, Marie-Geneviève tuvo esperanzas. Quizá encontrasen la manera de desatarse. Quizá la barca se quedase varada. Después, vio que por la madera de la embarcación se filtraba agua.
Al saberse la noticia, llegada desde Egipto, de que Giles estaba muerto, el padre de Marie-Geneviève había concertado otra boda. Ella suplicaba no ser enviada tan pronto al altar, tener tiempo para el luto y para hacerse a la idea, pero Albert Moreau era un hombre de negocios, y si ya no era posible que su hija se casara con el hijo de quien le compraba las mejores pieles de su curtiduría, lo haría con el fabricante que compraba las de calidad inmediatamente inferior.
El zapatero se había quedado viudo hacía poco tiempo. No, no era joven y guapo como Giles, pero Albert le dijo a su hija que esas cosas carecían de importancia.
—No puedes darte el lujo de volver a enamorarte. Casarse bien, y con el corazón… Lo mejor de ambos mundos, pero ya no podrá ser. Ya no eres tan joven. No quiero que esperes y te arriesgues a que el viudo encuentre a otra. Además, tiene contactos entre los revolucionarios. Si esta agitación desemboca en una guerra, como nos tememos, podrá ayudarnos a todos.
En vista de que Marie-Geneviève era inconsolable, su madre la ayudó a fugarse al convento de Nuestra Señora del Sagrado Corazón.
Sentada en la barca en medio del río sin poder evitar las filtraciones, contempló la subida del nivel del agua, a la vez que meditaba sobre la ironía de sus actos. Teniendo en cuenta la codicia de los revolucionarios, y sus ansias de destruir la Iglesia y todo lo relacionado con ella, los templos no tenían nada de seguros.
El agua no dejaba de subir, ni el cura de rezar. Ya llegaba a las rodillas de Marie-Geneviève. A los hombros. A la barbilla. Pensó en Giles, y en el día en que él había mojado en agua su pañuelo para borrar el rastro de sus lágrimas. Fue cuando le dijo que se iba a Egipto para instruirse sobre las fragancias antiguas, lo cual le permitiría mejorar sus guantes, jabones, velas y pomadas perfumadas, y hacer que se hablara de Casa L’Etoile en todo París. Él estaba entusiasmado con la aventura; ella, temerosa por el viaje, y con la premonición de que no volvería.
Pero ahora se verían de nuevo. Aquel agua tan y tan fría la llevaría junto a Giles. Ya se cerraba sobre ella, lavando la mancha del soldado apestoso y el rastro de sus dedos ávidos. Giles la esperaba. Estaba segura. Antes de irse, le había prometido que estarían siempre juntos. Le había dicho que estaban hechos el uno para el otro, que eran
âmes soeurs
.
París
Miércoles, 25 de mayo, medianoche
Aquella noche, atormentada por el miedo que sentía por su hermano, confundida por sus alucinaciones (la más reciente de ellas con el inspector Marcher como testigo) y turbada por la súbita presencia de Griffin, Jac ni siquiera trató de dormir. Cumplió con el trámite de desvestirse y meterse en la cama de su infancia, pero no opuso resistencia a las horas de desvelo inquieto que siguieron.
No se le iban de la cabeza las más terribles conjeturas sobre lo ocurrido a Robbie. ¿Estaba bien? ¿Había pasado realmente por Nantes? Seguro que sí; de lo contrario, ¿cómo habrían aparecido sus zapatos y su cartera? Pero ¿por qué justo en Nantes, donde tan a disgusto se había encontrado Jac años atrás? ¿Y cómo era posible que solo de oír el nombre de la ciudad Jac se viera sumida en una alucinación tan espantosa?
Revivía sin cesar el episodio del taller, buscando alguna lógica a la recaída: dos episodios ya, después de tantos años… Qué nerviosa se ponía al pensar que hubiera vuelto aquella plaga, que tuviera que vivir nuevamente escindida, aguardando con ansia la siguiente crisis. Esperando los primeros síntomas. Conviviendo cada día con el pánico.
Le había parecido que la última alucinación duraba al menos una hora. Sin embargo, al liberarse de ella, aún estaban en sus hombros las manos de Griffin. De aquel episodio, peor que cualquiera de los de su infancia, había salido en estado de pánico.
—¿Aún estás aquí? —le había preguntado a Griffin, presa de una desorientación pasajera.
—No me he ido —había contestado él.
Su presencia era reconfortante, hasta extremos violentos para Jac. ¿Cómo podían haber estado tanto tiempo separados, y retomar tan deprisa un grado tan alto de intimidad?
—¿Te encuentras bien, Jac? Has estado al menos un minuto como si no oyeras nada de lo que decíamos el inspector y yo.
¿Un minuto? ¿Solo? ¿Qué podía contestar? Decidió que mientras no entendiera lo que estaba ocurriendo, no se lo diría a nadie. Con quien no tenía ganas de hablar del tema, era con Marcher.
El jueves por la mañana, Jac se duchó, se vistió y a las ocho ya estaba otra vez en el estudio. Durante la noche, el olor de la sala había adquirido una intensidad perturbadora. Abrió de par en par las cristaleras, aunque la mañana fuera fría, y agradeció el aire fresco. Le apetecía un café. Recordó que su padre siempre tenía un hervidor eléctrico y una cafetera de émbolo en el taller, pero ¿dónde? Mirara por donde mirase, todo eran cajas de papeles y trastos. Si el taller estaba así después de que Robbie se pasara varios meses intentando ordenarlo, ¿cómo estaría antes? Al final, encontró lo que buscaba al fondo de una estantería, con una lata de café molido que al olerlo le pareció bastante fresco. La marca que siempre había sido la favorita de su padre.
Solía pensar muy poco en él, pero allí era imposible no hacerlo: su personalidad, la de antes de sucumbir al trastorno, se manifestaba en cientos de detalles, desde su colección de novelas de espionaje guardadas en doble o triple hilera hasta las decenas de fotos enmarcadas de su segunda esposa, Bernadette, y los dos hijos de ella. Por detrás de estos últimos también estaban representados Jac y Robbie, en marcos adornados: diez instantáneas. En una salía incluso su madre. Jac la cogió y la antepuso a las demás. Quitó el polvo del cristal y tocó suavemente la mejilla de su madre.
Era una foto de hacía mucho tiempo: una mujer guapa, de pelo oscuro, sentada bajo una gran sombrilla roja en la playa de Antibes, con una sonrisa encantadora. El bebé que tenía en su regazo era Robbie. Jac, con tres años y una mata del mismo pelo oscuro, estaba detrás de su madre, inclinada para decirle algo al oído.
No se acordaba del viaje, ni del día. No acababa de localizar el momento.
Después de servirse una taza de café, volvió a mirar la foto. ¿Dónde se almacenaban los recuerdos? ¿Por qué era capaz de evocar momentos imaginarios de personas muertas mucho tiempo atrás, pero no de desenterrar episodios reales de su propia vida?
A las nueve, cuando llegó el inspector, Jac acusaba los efectos del exceso de cafeína, que se añadían a su inquietud por Robbie.
Se sentaron a ambos lados de una mesa Luis XIV, que había pertenecido a la familia desde su confección. Con el paso de los años, su padre había subastado las antigüedades más valiosas en un intento de evitar el desastre financiero. Lo que quedaba (pocas piezas, entre ellas la mesa) se hallaba en tan mal estado que no valía la pena venderlo.
—¿Puede explicarme algo sobre sus desavenencias con su hermano? —le pidió Marcher—. Sabemos que no estaban en muy buenos términos, y que no tenían los mismos planes para la empresa.
—¿Cómo se ha enterado?
Jac miró a Griffin. Le había sorprendido recibir su llamada a primera hora, y aún le había sorprendido más alegrarse tanto de oír su voz. Al saber que Marcher quería volver a hablar con Jac, Griffin se había ofrecido a estar presente, y ella, agotada y disgustada, no había tenido fuerzas para discutir.
Griffin sacudió la cabeza, en respuesta a la pregunta que Jac no había llegado a formular. No, algo así no se lo habría contado él a Marcher. Entonces, ¿cómo se había enterado?
La mirada de Jac se posó en las fotos que había mirado antes. Ah, pensó; Marcher debía de haber hablado con Bernadette. La muy bruja… Primero, guapa secretaria de su padre, que les regalaba chocolatinas y magdalenas recién hechas; y después, al topar casualmente con pruebas de la infidelidad de la madre de Jac, delatora. La indiscreción de Audrey habría llegado a su fin tarde o temprano, y si Bernadette no hubiera presentado pruebas de su transgresión al padre de Jac, tal vez no se habría producido la separación. En vez de eso, Bernadette había puesto en marcha una espiral que había acabado en el suicidio de Audrey.
—¿Qué tenía que decir sobre mi hermano y yo la actual madame L’Etoile?
El inspector miró un momento su libreta. La decencia de apartar la vista mejoró un poco la opinión que Jac tenía de él.
—De eso no estoy autorizado a hablar, mademoiselle. ¿Puede ayudarme a entender la enemistad que hay entre usted y su hermano?