—¿Enemistad? ¿Usted en qué siglo vive? Es una discusión de negocios en curso sobre cómo solucionaremos nuestro problema financiero.
—Y que llegó al extremo de que ya no se veían casi nunca.
—Yo vivo en Nueva York y viajo constantemente. Robbie vive en París. Los dos trabajamos. ¿Con qué frecuencia podíamos vernos? Además, ¿qué tiene que ver con lo que está pasando y con el paradero de Robbie? ¿Qué tiene que ver con lo que ha pasado aquí?
—¿Y la enemistad? —apuntó el inspector.
—Está bien —dijo ella, al darse cuenta de que no cedería—. He encontrado un comprador para los derechos de dos de los perfumes estrella de la casa. El precio de compra aportará bastante dinero en efectivo para que saldemos nuestra deuda, reestructuremos nuestros préstamos e inyectemos en la compañía el capital que necesitamos.
—¿A su hermano no le gustaba la idea?
—«Gustaba» no, «gusta». No le gusta la idea. Él está convencido, erróneamente, de que nuestros perfumes estrella son vitales, y de que si los vendemos, aunque solo sean dos, desprestigiaremos la casa.
—Pero ¿usted necesita su voto para efectuar la venta?
—Sí, somos dueños de la empresa a partes iguales.
—Salvo que falleciera su hermano, en cuyo caso quedaría usted como única propietaria, ¿verdad?
Por la boca de Jac se escapó un ruido, como el grito de un animal al caer en una trampa.
Griffin se levantó.
—Inspector, creo que ya es suficiente.
Marcher no le hizo caso.
—Tendremos que pedirle que no salga del país, mademoiselle.
—¿Y eso por qué?
—Me temo que es usted persona de interés en la desaparición y posible muerte de su hermano.
—Eso es una ridiculez.
Jac puso las manos en la mesa y se levantó de golpe, tirando al suelo sin querer un frasco pequeño de perfume situado muy cerca del borde. El cristal se rompió.
Quedó envuelta por un aroma intenso, y tan potente que apenas se dio cuenta de que el inspector se despedía y se marchaba. Lo reconoció enseguida, a pesar de no haberlo olido en años: era uno de los olores del juego de las Fragancias Imposibles. En el vocabulario olfativo que componía el lenguaje secreto de Jac y Robbie era la Fragancia de la Lealtad, el favorito de ella. Añadiendo notas de bergamota a una base opulenta y terrosa de musgo de roble, Jac había obtenido un chipre, un tipo de aroma cálido y amaderado que el legendario perfumista francés François Coty hizo famoso en 1917. La Fragancia de la Lealtad de Jac no era femenina ni masculina, y la podía llevar cualquiera de los dos hermanos; como tenía que ser, decía ella, para que pudieran usarla los dos como señal de que pasaba algo y necesitaban ayuda. Normalmente quería decir que tenían problemas con su madre o su padre, y deseaban ser salvados. Al final, se la puso muchas más veces Jac que Robbie.
Ni siquiera sabía que su hermano conservara esas fragancias. ¿Por qué estaba al borde de la mesa justamente aquella?
—¿Robbie te habló de este perfume? —preguntó a Griffin mientras recogía los cristales rotos, después de que se fuera Marcher.
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí. ¿Por qué, qué es?
—Me parece que ayer no estaba aquí. Si no, seguro que me habría fijado, o lo habría olido. Desde que estoy en París me he sentado una docena de veces a esta mesa. Y el frasco… Hacía años que no lo usaba nuestro padre. Los que le quedaban nos los daba para jugar.
—No entiendo. ¿Qué más da un frasco roto de perfume?
—¿Y si Robbie está vivo? ¿Y si anoche estuvo aquí? Es posible que me dejara esta botella como mensaje. Puede que los zapatos y la cartera también sean un mensaje. Robbie podría haberlos dejado a la orilla del río con la esperanza de que los encontrase alguien, y de que yo me enterase. No puede ser casualidad que hayan aparecido en un sitio donde estuvimos los dos, y que me dio tanto miedo que él convenció a mi abuela de acortar la visita y sacarme de ahí.
París
Jueves, 26 de mayo, 15.00 h
Cuando Griffin salió de la estación de metro de Porte Dorée, empezaba a lloviznar. El sol de la tarde había desaparecido tras un banco de nubes, y la entrada del Bois de Vincennes se borraba en la niebla. Vio destellos dorados a través del vapor, pero solo al llegar a los pies de la enorme escultura de Atenea vio brillar su forma completa a través de la bruma, como un faro de advertencia. La fuente de la base alimentaba un gran estanque que reflejaba el cielo gris, y las palmeras reales que la flanqueaban se erguían como mástiles entre los miasmas.
Se imaginó que los fines de semana el parque estaría lleno de gente, pero en ese momento, con la lluvia, había grandes trechos donde no se veía ni un alma.
De pronto surgió de la niebla un gran perro negro que corrió directamente hacia él, seguido por toda una jauría. En cuestión de segundos, Griffin quedó rodeado de perros que le olfateaban, aspirando su olor entre gruñidos.
Consciente de poder enfrentarse a un solo perro, pero no a una jauría, Griffin se quedó quieto y en silencio, preparándose para un posible ataque; pero al cabo de unos pocos (aunque largos) segundos pareció que el macho alfa perdía interés, y, tras dar media vuelta, se alejó seguido por el resto de la jauría. Lejos ya los perros, Griffin se dio cuenta de que su corazón latía muy deprisa.
De haber sabido lo grande que era el parque (el tiempo que se tardaba en llegar, o lo vacío que lo encontraría), habría propuesto otro lugar para la cita. Sin embargo, el lama no había dado muchas explicaciones por teléfono; solo que era amigo de Robbie y que quería que se vieran.
Y que fuera discreto, por favor.
La intención de Griffin era preguntarle cómo le había encontrado, pero el lama había colgado demasiado deprisa. La presencia de Griffin en París, trabajando en el objeto egipcio, no era ningún secreto: pocas noches antes, Robbie había invitado a la conservadora de Christie’s a cenar con él y Griffin. La comunidad arqueológica era bastante reducida. Tal vez Robbie le hubiera explicado al lama lo que había dicho la conservadora.
Por fin, a la orilla del Lac Daumesnil, encontró el templo que tenía instrucciones de buscar y lo rodeó hasta llegar a la entrada. Dentro topó con un Buda reluciente cuya altura no podía ser inferior a ocho metros. El icono era tan deslumbrante, tan imponente su estatura, que ni siquiera reparó en la monja budista con túnica de color azafrán que se encontraba a los pies de la escultura.
—Señor North, gracias por su prontitud —dijo ella, sobresaltándole—. Soy Ani Lodra.
Tendió la mano.
—Esperaba encontrarme con el lama. ¿Está aquí?
—No; le pide disculpas, pero se ha demorado, y me ha pedido que me ocupe de la entrevista.
Griffin asintió con la cabeza.
—No hay tiempo que perder. —La mujer, pequeña, enjuta y de cabeza rapada, señaló un cojín junto al que ocupaba ella—. Si hace el favor de sentarse…
El aire estaba impregnado de incienso. En sus candeleros rojos de cristal parpadeaban las velas votivas.
—Tengo la sensación de haber salido de Francia y haber entrado en la India —dijo Griffin al tomar asiento.
—Sí, se parece mucho a mi país. Para quienes estamos de viaje es muy agradable venir aquí a tomarse un respiro y poder meditar.
—¿Es usted de la India?
No le cuadraban sus facciones. Era menuda, de piel amarilla y ojos marrones ligeramente oblicuos.
Ella asintió con la cabeza.
—La mayoría de los que siguieron al exilio a Su Santidad ahora viven en McLeod Ganj, India. Somos más de cien mil.
—No parece usted bastante mayor para haber huido del Tíbet en 1959 —dijo Griffin, sorprendido; la monja aparentaba unos veintiocho o treinta años.
—Soy hija de seguidores. Nací aquí. Mi envoltorio tiene veintiocho años.
Griffin ya había conocido a otros budistas que consideraban sus cuerpos como recipientes de almas reencarnadas. «Envoltorio»: había algo intrigante en el modo en que aquella mujer había formulado la frase.
—Voy a explicarle por qué le hemos arrastrado hasta el centro de este parque. Presuponemos que el señor L’Etoile le preocupa tanto como a nosotros.
—Sí, por supuesto.
—A su Santidad le hace mucha ilusión su encuentro con el señor L’Etoile la semana que viene —dijo la monja—; por eso nos ha preocupado leer la noticia de su desaparición. ¿Tuvo usted la oportunidad de ver el objeto antiguo antes de que desapareciera el señor L’Etoile?
Así que era cierto: Robbie tenía al lama al corriente.
—Sí, me he pasado varios días trabajando en él.
—¿Y ha logrado terminar su traducción?
—No del todo. Todavía me quedaban frases por unir y matices por descifrar.
—¿Pero lo que tradujo daba a entender que el perfume del recipiente fuera un instrumento para ayudar a recordar vidas anteriores?
—Para ser exactos, se refiere a encontrar a un ser amado en una vida anterior, sí; un alma gemela.
—Resulta interesante, pero no del todo sorprendente. La literatura sobre la reencarnación presta mucha atención a las almas gemelas.
La monja se puso en pie al oír el silbido de un hervidor de agua.
—Perdone, es que he preparado algo de té.
Fue a un lado de la estatua, retiró el hervidor de una placa eléctrica y compuso una bandeja.
—¿Dentro de un templo?
—Existe una ceremonia budista del té,
Chan-tea
, que se remonta a la dinastía Jin Occidental, donde empezó la tradición, en el templo Tanzhe, de ayudar a iluminar y revelar la verdad. —Sirvió el té humeante—. Los monjes de allá cogían hojas, las secaban y preparaban un té que descubrieron que les ayudaba en las meditaciones largas.
Griffin tomó un sorbo de aquella bebida caliente y aromática.
—Está muy bueno.
—Sí que lo está, sí, aunque yo echo de menos el té con mantequilla que hacía mi madre —dijo la monja, bajando su taza.
Griffin asintió con la cabeza.
—Yo he tomado té con mantequilla de yak.
—Es superior. De la misma manera que las velas de mantequilla desprenden una luz más suave y cálida que estas —dijo ella con añoranza.
—El Tíbet es un país maravilloso.
—Lo era. Y podría volver a serlo. La situación política lo está destruyendo; una situación que es una farsa.
—Estoy de acuerdo —repuso Griffin, con la sensación de que se aproximaba al meollo del motivo de la entrevista.
—Señor North, solo quedan dos días antes de que llegue Su Santidad a París. A él le gustaría mucho compartir este instrumento con sus seguidores. Si hay alguna posibilidad de localizarlo (y de localizar al señor L’Etoile), deseamos ofrecer nuestros servicios.
—La policía está haciendo todo lo que puede para encontrar a Robbie.
—¿La policía? —Sorprendía el cinismo del tono de la monja—. La burocracia les impedirá trabajar a la velocidad necesaria para cumplir ese objetivo a tiempo. Nosotros queremos ayudarles a usted y a la hermana del señor L’Etoile a encontrarle.
Horas antes, después de que se fuera el inspector Marcher, Jac había pedido ayuda a Griffin para buscar a Robbie. Estaba segura de que seguía con vida y de que intentaba ponerse en contacto con ella: la llamada telefónica de su primera noche en París (durante la que había oído respirar a alguien, pero no una respuesta), la aparición de los zapatos y la cartera de Robbie en el valle del Loira, la Fragancia de la Lealtad que el día antes no estaba en aquel sitio… Jac tenía la convicción de que Robbie le estaba enviando mensajes: «Estoy vivo. Búscame. Ayúdame».
Pero ¿cómo podían saber el lama o aquella monja lo que planeaban Jac y Robbie?
—Tenemos que llegar hasta el señor L’Etoile antes que el gobierno chino, que está movilizando todos sus recursos para desacreditar a Su Santidad mediante las leyes sobre la reencarnación, con las que se asegura que no aparezca ningún nuevo lama fuera de sus provincias. No es que crean en la reencarnación, sino que están resueltos a que nadie ajeno a su control pretenda gobernar el Tíbet.
—Comprendo.
—Las simpatías del mundo están de nuestro lado, el de los exiliados, pero las palabras bondadosas no se traducen en actos. Lo que encontró el señor L’Etoile podría ser un arma poderosa dentro de esta lucha. Aunque solo quedara una leyenda, las palabras tienen su influencia. Solo con que pudiéramos insinuar que puede existir una manera de determinar quién es una encarnación verídica y quién no, podríamos arrojar bastantes dudas sobre los actos de las autoridades chinas en el Tíbet desde que se hicieron con el control del gobierno para dar más vigor a nuestra causa.
—Estamos hablando de un mito escrito en pedazos de cerámica.
—¿Qué son los mitos? —preguntó la monja.
—Historias.
—¿Historias verdaderas?
—No. Son mapas emocionales, espirituales y éticos cuyo objetivo es que la gente los siga.
La monja sacudió la cabeza, como si le decepcionase la respuesta.
—¿Qué les hace pensar que Robbie está vivo, y que su hermana le busca? —preguntó Griffin—. ¿Cómo sabe los planes que tiene ella?
—¿Sabe qué son las
tulpas
?
—Sí —contestó.
Qué curioso… Robbie le había hablado esa misma semana de las
tulpas
, formas creadas por los pensamientos de monjes muy evolucionados.
—¿Usted cree que son seres reales?
—No.
—Cuando mi padre era pequeño, en las montañas del Tíbet, los inviernos siempre eran terribles, pero hubo un año especialmente malo en que mi abuelo enfermó de gravedad. Mi abuela probó todos los remedios que conocía, pero no funcionaron. La nieve impedía ir en busca de ayuda. La familia estaba desesperada. El tercer día de la enfermedad de mi abuelo, pareció que la tormenta duraría más que él. Le consumía la fiebre. Por la noche, tarde, llamaron a la puerta, y al abrirla, mi abuela se encontró con un monje. Era muy bajo y delgado, y tenía una sonrisa muy amplia. Pese a la crudeza del clima, iba vestido de forma parecida a como voy yo ahora, y no se le veía incómodo. Iba descalzo.
La monja dejó de sorber té.
A lo largo de su vida, Griffin había conocido a varios narradores natos, personas que cuando empezaban a contar una historia lograban efectos absorbentes gracias a la fijeza de su mirada y a la expresividad de su voz. Aquella mujer era una de ellas.
—El monje se sentó a la cabecera de la cama de mi abuelo y se quedó allí toda la noche. Al resto de la familia les dijo que se fueran a dormir a sus esteras; hasta a mi abuela la hizo irse a dormir. Ella se resistió, pero la verdad es que estaba exhausta, y que le convenía un descanso.