»Siendo usted una persona inteligente, señor North, ya habrá adivinado por qué se lo cuento. A la mañana siguiente, mi abuelo estaba mejor; tardó más de una semana en recuperar sus fuerzas, pero ya no tenía fiebre ni se encontraba en peligro de muerte.
»Lo único que el monje aceptó de la familia fue una taza de té con mantequilla. Después, salió y se fue en la tormenta, diciéndoles que ya había cumplido su deber.
»Seis meses más tarde, mi familia fue al monasterio de mi tío abuelo para visitarle. Cuando llegaron, una de las primeras preguntas que les hizo mi tío abuelo fue cómo se encontraba mi abuelo después de su enfermedad. Este último le preguntó a su hermano cómo lo sabía, y él contestó: “Lo soñé. Así de fuerte es nuestro vínculo”. Mi abuelo y sus hermanos se quedaron estupefactos —le dijo la monja a Griffin—. Sabían que los sueños tenían mucha fuerza, pero era la primera vez que veían pruebas de su poder.
Volvió a llenar las tazas, sin interrumpir su relato.
—Mi abuelo, que aceptó sin problemas que su hermano hubiera soñado con su enfermedad, solicitó conocer al monje que le había enviado, para darle las gracias. Mi tío abuelo le recordó que el episodio había ocurrido en lo más crudo del invierno, y que era imposible cruzar las montañas. El monje que había ido a verles era una
tulpa
, creada a través de la oración y la meditación.
Tulpas
: lo que se crea cuando un discípulo muy disciplinado infunde ser palpable a una visualización, a fuerza de pura voluntad.
—¿Forma usted parte de esos discípulos? ¿Puede crear ese tipo de formas?
—Por desgracia, mi instrucción aún no llega a tanto, pero sí la de mi maestro: Tai Yonten Rinpoche pertenece a uno de los linajes más antiguos de lamas reencarnados.
—¿Y me está diciendo que su maestro ha creado una
tulpa
que les ha tenido al corriente de nuestros planes?
—Sí.
—A menos que acertase al suponer que la hermana del desaparecido emprendería su búsqueda… —Griffin se acabó el té—. ¿Cómo se propone ayudar? ¿Haciendo que la
tulpa
encuentre a Robbie y nos lleve hasta él?
—Usted creerá lo que estime oportuno, pero la forma de pensar occidental es estrecha y reduccionista. Me parece usted un cínico.
—No, cínico no, investigador: en lo que tengo fe es en las piedras y las ruinas; las registro, las analizo y busco su sentido.
—Y las convierte en el polvo que pisamos, no en el brillo de las estrellas.
—Bonita imagen.
No había querido ser sarcástico, aunque, como le gustaba decir a su esposa, era su postura natural por defecto, siempre que no tenía la sensación de controlar las cosas.
La mujer le miraba fijamente, inescrutable.
—Nosotros creemos que su amigo está vivo, que tiene problemas con la policía, y que probablemente intente evitar que le detengan antes de verse con Su Santidad y darle la cerámica, como tenía pensado.
Griffin se quedó estupefacto.
—¿Me está diciendo que a Robbie le dieron audiencia con el Dalai Lama?
—Correcto. Estaba esperando nuestra confirmación y los datos sobre el lugar de encuentro. No conseguimos ponernos en contacto con él a tiempo. Sabemos (y suponemos que él también) que hay nacionalistas chinos que quieren evitar que se produzca la entrevista. Aunque le encuentre usted por sus propios medios, o la hermana del señor L’Etoile, con quien desea hablar es conmigo. Yo soy el mapa para llegar a esa audiencia.
16.09 h
Sentada junto a la ventana de su antiguo dormitorio, desde donde miraba el jardín del patio, Jac trataba de pensar como Robbie e imaginarse dónde iría y qué haría en caso de tener dificultades. Oyó sonar su móvil. Al ver que era Alice Delmar, contestó.
—Me he enterado de lo de Robbie. Lo siento —dijo Alice, con su marcado acento británico.
Jac asintió con la cabeza. Después cayó en la cuenta de que Alice no la estaba viendo, y le dio las gracias.
—¿Alguna novedad? —preguntó Alice.
—No, ninguna.
Hubo un momento de silencio transatlántico. Jac se imaginó a Alice, tan bondadosa ella, en su despacho con vistas a Central Park. Alice y su marido, propietarios de una gran empresa de cosméticos, eran viejos amigos del padre de Jac. A ella la trataban como si fuera de la familia, y la invitaban a su casa para las vacaciones. Qué no habría dado Jac por estar de vuelta en Nueva York, cenando con Alice en el Sant Ambroeus, tomando vino y escuchando sus quejas sobre la carestía de los ingredientes y el 14 por ciento de descenso de las ventas de perfumes en el último año…
—¿Puedo hacer algo? ¿Quieres que coja un avión y vaya para hacerte compañía?
La propuesta fue como un abrazo, que le procuró un consuelo pasajero.
—No, por favor. La policía ya hace todo lo que puede.
—Pero no basta, ¿verdad? Tu hermano sigue desaparecido.
—Sí, tienes razón, pero no necesito nada. Ahora mismo no, de verdad.
—Te noto rara la voz. ¿Qué me escondes? ¿Tiene algo que ver con el préstamo? Si se te están echando encima los banqueros franceses, algo se nos ocurrirá.
Alice dirigía la división de perfumes de la compañía, y era suya la idea de comprar Rouge y Noir para resolver la crisis financiera de Casa L’Etoile.
—Gracias, pero todavía podemos aguantar.
Jac miraba fijamente el jardín. Hacía tiempo que no recortaban los setos, que empezaban a perder su habitual e inmaculada forma de pirámides.
—Pues entonces, ¿qué pasa?
—La policía cree que tengo algo que ver con la desaparición de mi hermano, porque se interponía en la venta y yo…
No pudo acabar.
—¡Eso es ridículo! —exclamó Alice, exaltada—. ¿Tú? ¡Si sois familia! Tú le adoras.
Jac apoyó la frente en el cristal, cuya frescura, lisura y neutralidad la confortaron. La falta de olor era un alivio.
Fuera, el viento empezó a arreciar; las hojas de los árboles bailaron para Jac, mientras el sol bañaba el obelisco de dos metros del centro del laberinto. Supuestamente, databa de la época de los faraones. Según la enésima leyenda familiar, aquella aguja de piedra caliza la había traído Giles L’Etoile de Egipto, con el resto del tesoro, aunque Jac tenía muy claro que podía ser una copia del siglo
XIX
. Nadie se había molestado nunca en comprobarlo. Su familia prefería creer las fantasías que constituían la piedra angular de Casa L’Etoile. Jac sabía que la punta era tan blanca como el resto, pero desde la ventana parecía que hubiera algo negro en el remate.
Después de la conversación con Alice, salió al jardín y recorrió la
allée
formada por los setos centenarios de ciprés, respirando su perfume refrescante, y su olor limpio y especiado. De niña se había paseado cientos de veces por aquella laberíntica senda, cuyo olor era parte inseparable de su diseño, tanto como el propio camino de piedras.
Al llegar al corazón del laberinto, levantó la vista. No era, pues, ninguna sombra, ni efecto de luz… La punta triangular de la columna estaba oscurecida. Se subió al banco de piedra, y consiguió tocarla con los brazos extendidos. Sus dedos se quedaron negros. Los olió: era tierra, probablemente del jardín. ¿Qué sentido tenía embadurnar la punta de la aguja con tierra?
Se sentó en el banco. Había lloviznado. Ya se le empezaba a rizar el pelo alrededor de la cara. De repente el aire se había vuelto frío, como si el nuevo misterio hubiese incidido en el ambiente. Lamentó no haber traído un jersey, aunque ya no pensaba volver; debía averiguar qué pasaba.
¿Por qué había tierra en el obelisco? Buscó algún tipo de pista por el suelo. Fue el momento en que lo vio: habían desplazado las piedras blancas y negras que formaban el antiguo símbolo del yin y el yang, mezclando los campos y haciendo que las dos formas de lágrima se corriesen una dentro de la otra.
Tenía que haberlo hecho alguien. Intencionadamente. Contempló las piedras como si tuvieran la respuesta. Las nubes taparon el sol, mostrando el jardín en penumbra. Después volvió a asomarse el sol, y algo brilló en el suelo. ¿Metal? Miró de cerca. Habían escarbado un camino en las piedras, dejando a la vista… ¿Qué era?
Se arrodilló para apartar las piedras y despejar lo que había debajo. Apareció una gran placa circular, que tardó un poco en reconocer: era una tapa de alcantarillado. No estaba bien encajada, sino que sobresalía, como si la hubieran cerrado con prisas.
¿Después de escaparse por el conducto?
Se agachó y olfateó el resquicio entre la placa de metal y el borde del orificio. El aire de dentro era frío, con olor a vinagre, descomposición y tal vez toques de madera. Sí: reconoció el olor que había llenado el taller algunas horas antes, al romperse el frasco de la Fragancia de la Lealtad.
Londres
Jueves, 26 de mayo, 18.30 h
Sentado al borde de la cama de su hotel de Kensington, Xie miraba fijamente el teléfono. Parecía tan fácil… Solo tenía que levantar el auricular y llamar. Sin embargo, siguió inmóvil, con las manos colgando.
¿Era una emergencia?
La fina colcha absorbió el sudor de sus palmas. Pasaron otros diez segundos. Veinte. Pronto se le acabaría el tiempo. Todos los alumnos iban a una recepción en el Victoria and Albert Museum. Tenía que bajar en diez minutos, como máximo; si no, vendría alguien a buscarle, y no podía permitir que le encontrasen así, nervioso y empapado de sudor.
En seis pasos cruzó la habitación, echó el pestillo y abrió la ventana. La cálida brisa trajo el ruido de la calle, muy transitada; pero más ominoso era el silencio que el sonido del tráfico. Con demasiado silencio, Xie podía oír su propio corazón.
Desde que había salido de China, no lograba meditar. La inquietud era constante. Tantos años esperando el viaje, tantos preparativos, tantos mensajes ocultos en su caligrafía, con el peligro que implicaba… Y el riesgo para las vidas de Cali y de su profesor…
Y ahora su conducta era la de un niño asustado. Le habían dicho que no contactara con ellos si no era una emergencia. ¿Lo era o no?
Una hora antes, había pillado a su compañero de habitación mirando sus cajones. Según Ru Shan, había sido una confusión.
Miró el teléfono como si fuera un dragón dormido al que temiera despertar. ¿Y si localizaban la llamada? ¿Y si su gobierno realizaba un seguimiento de todas las llamadas de los estudiantes? ¿Podían hacerlo en Londres? ¿Y si su compañero de cuarto entraba durante la conversación?
En aquel mismo instante, Ru podía estar esperando fuera de la habitación, listo para seguir a Xie si se apartaba del itinerario. No estaba permitido, por supuesto; los alumnos tenían vedado salir del hotel si no era en grupo, y con algún acompañante, pero la mayoría se había escapado por las noches, y de momento nadie había tenido problemas.
Xie no había querido acompañarles. A pesar de su curiosidad por estar en una ciudad de otro país y probar algunos de sus frutos prohibidos, no deseaba correr ningún riesgo; prefería reservar sus escapadas para el gran momento. Aun así, temiendo levantar sospechas por quedarse en el hotel cuando todos los demás salían de tapadillo, se había ido de bares con los demás estudiantes; y a pesar de su inquietud, le había fascinado la cultura occidental.
¡Cómo habría disfrutado Cali con aquel ambiente! Estudiantes bulliciosos, libertad, falta de vigilancia… Y nada de policía militar.
De todos modos, era una libertad que Xie y los otros artistas, sus compañeros, solo podían observar, sin participar de ella. Su gobierno ni siquiera era capaz de mandar a un grupo de artistas a Europa sin topos. ¿Le estaría espiando Ru? Pekín ofrecía un trato especial a los alumnos que delataban a sus compañeros. ¿Con qué habrían tentado a Ru Shan?
En ausencia de Cali, capaz de maravillas con un portátil en sus manos, Xie no podía consultar los antecedentes de aquel alumno de la Universidad de Tsinghua. No era por lo único que echaba de menos a Cali: también añoraba su fogosidad y su pasión.
Llamaron a la puerta.
Había pasado su oportunidad. Maldijo sus vacilaciones. Cali se habría burlado de él, llamándole cobarde, y con razón.
—¿Sí?
—Xie, soy Lan. Iba a bajar. ¿Tú ya estás listo?
Había hecho mal en contestar. No estaba llevando las cosas con inteligencia. Sus nervios interferían con su razonamiento.
Abrió la puerta.
—Pasa, casi he terminado; no tardo nada.
Aquella joven de la Universidad de Pekín no solo era la mejor calígrafa de todos, sino la más tímida. Entró sonriendo a medias, con la mirada clavada en el suelo.
En el avión se habían sentado juntos. Al observar el mutismo de Lan, Xie se había esmerado en respetar su timidez al mismo tiempo que en hacer que se sintiera cómoda, y desde entonces ella procuraba emparejarse con él a la menor ocasión: en el trayecto del aeropuerto al hotel, durante las comidas, en los paseos en grupo…
En el cuarto de baño, Xie se echó agua fría en la cara, y al mirarse en el espejo unos segundos, vio miedo en sus ojos.
Om mani padme hum.
Entonó cuatro veces su mantra. Acto seguido, se peinó, se estiró los puños de la camisa, cogió la chaqueta del gancho de la puerta y se la puso, sacudiendo los hombros.
Bajaron, sumándose al grupo de una docena de estudiantes que ya habían empezado a subir al autobús.
La entrada del Victoria and Albert Museum, en todo su esplendor decimonónico y marmóreo, incorporaba también el diseño contemporáneo. Lan entró con Xie en el vestíbulo, de techos altos, y miró las banderolas naranjas, amarillas y rojas que contenían los nombres de las exposiciones en cartel.
—Nunca había soñado que se pudiera ver mi obra en un lugar así. ¿Y tú?
Fue en ese momento cuando Xie cayó en la cuenta de lo que representaba el viaje en sí; no su razón secreta, sino la manifiesta: habían elegido sus obras. Tenía la capacidad de crear pinturas dignas de tan alto honor. Al margen de lo que le deparase el resto del viaje, comprendió que les debía a sus profesores, y a sí mismo, detenerse como mínimo un momento y tomar conciencia de la situación. Los trazos de la tinta en el papel, la concentración necesaria para que el pincel bailase en vez de dar tumbos, los años de estudio y sacrificio… No se trataba solo de reivindicar su individualidad y ayudar a Su Santidad, no; su arte tenía valor propio. El mensaje en papel, la apacible poesía de la forma artística…