—De modo que no tienen la menor idea de a quién han encontrado, ¿no es así?
—Correcto. Solo sabemos que no tiene antecedentes penales. En la base de datos de la Interpol no figuran sus huellas dactilares.
Llegaron al taller. Las cristaleras seguían abiertas.
—Inspector, ¿tiene la agenda de Robbie?
—Sí.
Marcher hizo señas a Jac de que entrase primero. Después la siguió y cerró las cristaleras. Jac volvió a abrirlas. No quería oler de nuevo todos aquellos olores en conflicto.
—¿Podría devolvérmela? —preguntó.
—Es una prueba.
—Quédense con toda la información que necesiten; si hace falta, fotocópienla, pero me gustaría tener la… —Dejó la frase a medias, sorprendida—. ¿Prueba?
—Sí.
—Robbie ha desaparecido. Creía que le buscaban por pensar que podía estar en peligro.
—Sí, y porque en este momento también es una persona de interés para el caso.
—No lo entiendo. Por teléfono me dijo que la muerte de Charles Fauche (o quien sea) fue por causas naturales, que tuvo un ataque de asma.
—Exacto, es lo que tuvo. Provocado por lo que respiró.
—Pero no puede ser culpa de Robbie… Este hombre ya sabía que venía a un taller de perfumes.
—Al parecer, su hermano estaba quemando un producto químico tóxico que provocó el ataque.
—Mi hermano es perfumista. Trabajaba con todo tipo de productos químicos tóxicos. No irá usted a pensar…
Marcher inclinó la cabeza en deferencia a lo que decía Jac, pero sus palabras desmentían el gesto.
—Nosotros no sabemos nada, mademoiselle, al menos de momento, pero quizá usted pueda ayudarnos a averiguar algo más. ¿Podría mirar lo que hay sobre la mesa y decirme en qué tipo de perfume trabajaba su hermano, para tener que quemar cloruro de benceno?
—Inspector, alguien vino a ver a Robbie, y ese alguien dijo ser quien no era. Ahora mi hermano ha desaparecido, y que sepamos, pueden haberle secuestrado. ¿Cómo puede llegar a la conclusión de que ha cometido un asesinato?
—Yo no llego a ninguna conclusión, mademoiselle; lo que hago es contemplar todas las posibilidades. Hay una persona muerta y otra desaparecida. Parece que faltan objetos del taller, y no está claro si se trata de un robo. Aún no sabemos nada, pero le aseguro que pienso averiguarlo todo.
Después de que se fuera el inspector, Jac se sentó a la mesa de su hermano y empezó a revisar sistemáticamente sus papeles. ¿Qué otra cosa podía hacer? Tenía que tratar de descubrir a qué se había estado dedicando Robbie, a quién había visto y en qué había estado involucrado. Lo más probable era que la policía ya lo hubiera registrado todo, pero quizá se les hubiera pasado por alto alguna pista relativa a los hechos.
Su hermano tenía que estar bien. Tenía que estar cerca.
Sonó el teléfono. Jac dio un respingo y se lo quedó mirando como si fuera un ser vivo, enroscado en espera de saltar. Sonó otra vez. Había un contestador. Marcher le había dicho que sus hombres vigilaban todas las llamadas. No había necesidad de cogerlo. Pero ¿y si era Robbie? ¿Y si se había hecho daño, o le habían herido, y estaba en casa de un amigo, lo bastante recuperado para llamar?
—
Bonjour?
No contestaron.
—¿Robbie?
Una respiración, un silencio y un clic. Maldición. Había hecho mal en pronunciar su nombre. ¿Y si quería algo de ella? ¿Y si le pasaba algo y pedía ayuda? Quizá no quisiera que se enterase la policía. Quizá ya hubiera supuesto que escuchaban las llamadas. Una vez identificado por Jac, ya no podía contestar, por muy desesperado que estuviera.
No, esa argumentación era de locos. Robbie ni siquiera sabía que Jac estuviera en París. La persona que llamaba pensaba encontrar a Robbie, y al oír la voz de Jac se había llevado una sorpresa y había colgado.
Miró fijamente el teléfono, poniendo toda su voluntad en que volviera a sonar, y en que la persona que había llamado lo volviera a hacer, pero el silencio se burló de su pensamiento mágico.
Centrándose de nuevo en su tarea, abrió el primer cajón del escritorio, y justo cuando rebuscaba en él, las puertas abiertas del jardín dejaron entrar una ráfaga de viento. Todo salió volando por la sala: facturas, sobres, cartas, notas…
Cerró las puertas y empezó a reparar el nuevo desorden. Algunos papeles se habían metido entre los frascos del órgano de perfumista. Contempló el antiguo laboratorio desde el otro lado de la sala. No estaba del todo preparada para acercarse.
De pequeños, ni ella ni su hermano tenían permiso para tocar el órgano. Las preciosas esencias que guardaba eran demasiado caras; y así, prohibido, fue adquiriendo proporciones sobrenaturales. Era pura hechicería. Y tentación.
A veces Jac se sentaba en la otra punta del taller y veía jugar la luz en los frascos. Los reflejos bailaban en las paredes y en el techo; incluso en sus brazos, cuando los tendía. Era un momento bonito, hasta que se movían las nubes y el órgano quedaba sumido nuevamente en la penumbra, como un fantasma en el rincón: el monstruo de los aromas, del que salían olores feos, raros, bellos y potentes.
Ciertos aceites ya eran tan viejos que dudó que su hermano pudiera utilizarlos. Algunos debían de haberse quedado en puro sedimento. Otros, le constaba, eran tan poco comunes que cuando Robbie los agotase, solo podría sustituirlos por productos sintéticos.
La industria del perfume estaba en pleno cambio. Lo único que se mantenía igual era el talento necesario para crear un perfume de auténtico valor. Para fundir decenas de notas individuales en un
bouquet
sensual y memorable siempre haría falta un brujo de los olores.
Hacía más de doscientos años que los antepasados de Jac se sentaban en el mismo órgano y preparaban elixires a partir de los ingredientes de aquellos antiguos frascos. Ahora eran cientos de tumbas de cristal en un museo alquímico, en espera de que llegara el mago que les infundiera vida. ¿Podría serlo Robbie?
Jac ya era demasiado mayor para tener miedo. Cruzó la sala y se sentó ante el órgano. Las esencias en sí no se diferenciaban de las que usaba cualquier perfumista, pero por muchos laboratorios que hubiera visitado, ninguno olía como aquella sala. Respiró: el perfume que no había olido desde la muerte de su madre. Cruzó los brazos en la repisa de madera y apoyó la cabeza. Cerró los ojos.
De niño, Robbie le había puesto un nombre: la Fragancia del Bienestar. De adulto había intentado recrearlo. Jac le tildaba de loco; según ella, era la antítesis del bienestar. Para ella era el perfume de los tiempos perdidos, oscuro y provocador; del arrepentimiento y la añoranza; incluso, tal vez, de la locura.
No le sorprendió que el aroma fuera más intenso ahora que estaba encima de él. Abrumador. Embriagador.
Poco a poco se adueñó de ella un estupor casi eufórico que le hizo perder el equilibrio. Se sujetó al borde del órgano y no se soltó al recibir de lleno la marea. Con los ojos cerrados, vio un fogonazo de luz azul anaranjada; después, una franja de oscuridad opalescente, y a continuación un remolino de un verde pantanoso.
El caleidoscopio de imágenes giraba y se desmenuzaba antes de poder reconocerlo. Cada olor tenía un color. Vio cómo se mezclaban, y cómo se formaban lazos químicos que llenaron su columna vertebral de escalofríos olfativos. Era algo más que un aroma, o que un olor; mucho más. Aquella fragancia era una droga de sueños, un viaje vívido en alfombra mágica. De pronto sobrevolaba gélidas montañas de nubes y mares de bosques de una exuberancia y belleza que no habría podido ni soñar. Veía fragmentos de caras, ojos que le hablaban y labios que la miraban.
Cada vez más veloces, las imágenes se deshacían sobre su cabeza, derramándose a sus pies como mosaicos. Turquesa, lapislázuli, oro, plata… Los olores le susurraban, la tentaban. Quedó envuelta por un frío húmedo, que la encerró en una cárcel de emociones: desengaño, tristeza, alivio… Jac, presa aún de la vorágine, se mantuvo firme y obligó a la procesión de imágenes de su cabeza a ir más despacio, para poder verlas. Eran lugares desconocidos, que nunca había visto ni pisado: la orilla de un río, un recinto de piedra, un patio con palmeras… Y también sonidos. Pájaros. Muchos pájaros… Una mujer que lloraba. Un hombre que le susurraba palabras de consuelo, junto al río. Fragmentos en algún idioma. ¿Francés? No, francés no. Y un millón de olores. Algunos familiares, y otros tan desconocidos como la lengua en que hablaban el hombre y la mujer. Él, de tez oscura, llevaba una faja en la cintura. Al principio Jac no vio a la mujer.
De pronto se dio cuenta: era ella misma. Tenía los muslos cubiertos por una fina túnica y los pies calzados en unas enjoyadas sandalias. Él le sonaba de algo; no la cara, pero sí el olor, un olor exótico, especiado, de ámbar, que la rodeaba y la envolvía. Próxima, a resguardo del frío, querida, entera… Por fin. Era donde tenía que estar. Con él.
De pronto se abatió sobre ella el miedo, el temor angustioso a una separación inminente. ¿Cuál era el problema? ¿Qué pasaba?
Trató de abrir los ojos, pero no podía. Estaba de nuevo en la vorágine. El hombre y la mujer habían desaparecido. También el río. No había perfumes, ninguno en absoluto. Un cielo nocturno, que se rompía en esquirlas de cristal. Hecho pedazos.
Y de pronto estaba en otro sitio.
El aire olía fuertemente a incienso. Atrás quedaba el terror. Dentro de la iglesia, con sus padres y su hermana, estaba a salvo. Allá dentro, solo paz.
París, 1789
Con sus cobres dorados, mosaicos de oro y columnas de mármol, Saint-Germain-des-Prés era la iglesia más antigua de París, y el único lugar donde Marie-Geneviève Moreau siempre encontraba paz. Hoy, sin embargo, sentía la misma inquietud que su hermana pequeña, que jugaba con el borde del vestido de Marie-Geneviève, aunque su madre ya le hubiera apartado dos veces las manos.
La iglesia se asentaba en el antiguo emplazamiento de un templo a la diosa egipcia Isis. Era una de las razones de que a Marie-Geneviève siempre le apeteciera visitarla: no por sentirse más cercana a Dios, sino a Giles. Y cuando el sacerdote mecía el brillante inciensario de plata, y ella aspiraba el denso aroma del incienso, sentía de forma aún más palpable la presencia de su amado.
Hacía un año que Giles L’Etoile se había marchado a Egipto. Para su padre y sus hermanos, la idea de que el menor de la familia explorase antiguos métodos y materiales de perfumería, desconocidos acaso para ellos, era muy emocionante. La historia egipcia estaba llena de secretos perfumísticos: los métodos inmemoriales de extracción de las esencias olorosas de las flores y maderas, los procesos de expresión,
enfleurage
, maceración y destilación en el propio país que los había inventado en muchos casos… Si los procesos y técnicas egipcios eran superiores, Parfums L’Etoile adquiriría ventaja sobre la competencia, y en la última década del siglo había mucha competencia en París.
La única en temer por Giles había sido Marie-Geneviève.
Le conocía y quería desde siempre, hasta donde alcanzaba su memoria. Su padre, curtidor, proveía al mayor de los L’Etoile del cuero que necesitaba para confeccionar los guantes aromatizados de calidad que vendía en su tienda. Ya en su infancia, los dos eran inseparables; como decía la madre de Marie-Geneviève, parecía que uno fuera el guante derecho y el otro el izquierdo.
Nadie había dudado jamás de que se casarían. Marie-Geneviève creía que sería al cumplir ella los dieciocho, pero Giles había decidido emprender el viaje a Egipto en primer lugar: quería, le dijo, ver algo de mundo más allá de la calle donde había nacido. Aun sabiendo que Giles no había querido ser cruel, Marie-Geneviève se sintió dolida por el comentario. Le resultaba inconcebible que pudiera haber algo lejos de aquella calle —y en especial de los brazos de Giles, de su calor, del olor de su cuello, donde se juntaban su suave pelo castaño y su piel— que justificara un viaje.
—Tengo miedo —admitió finalmente, en un susurro, la noche antes de la partida.
Él se rió.
—¿Qué te crees, que conoceré a alguna exótica princesa egipcia que me retenga?
—No…
—¿Pues entonces?
Nada quiso decirle de su horrible sueño, repetido noche tras noche.
Giles en lo más profundo de una tumba, en el momento en que empezaba una tormenta de arena. Con una lentitud agónica, Marie-Geneviève veía caer la arena en torno a él, hasta meterse en sus ojos y su boca, y llenar su garganta, y ahogarle.
—¿Qué te pasa, Marie?
—Tengo miedo de que no vuelvas.
—Pero ¿cómo no voy a volver? ¿Qué podría hacer que me quedara, esperándome tú aquí?
Giles le dio un beso, a la manera secreta que tenían los dos. Iban con cuidado. Ella era inteligente y tenía miedo de quedarse embarazada demasiado pronto; no por razones religiosas, ni porque fuera pecado, sino porque no quería compartir aún a Giles con nadie.
Arrodillada ante el altar, juntó las manos y elevó la cara hacia el crucifijo del salvador Jesucristo, esperando con paciencia a que el sacerdote le diera el cuerpo y la sangre del Resucitado. Cerró los ojos y se imaginó, no a Jesús, sino a Giles desnudo ante ella; se imaginó que lo que iban a darle era el cuerpo y la sangre de su amado. A continuación, sintió crecer en su interior la histeria que tan bien conocía.
¿Por qué se imaginaba escenas tan blasfemas? Una cosa era que el incienso siempre le recordara a Giles, y otra muy distinta imaginar que el cura sostuviese obleas hechas de la sangre de Giles, y ofreciese una copa de oro cuyo contenido era su sangre…
Después, al confesarse, trataba de reconocer aquellas farsas, pero nunca lo conseguía; siempre le violentaba demasiado hablar de ellas y acababa por contarle al cura sus otros defectos.
—Me preocupo tanto por Giles que me salen mal los bordados, y
maman
se enfada y me grita, porque si no son perfectos no los puede vender.
—Debes confiar en la Virgen María —recitaba el cura a través de la reja de hierro—; y cuando sientas nacer tus temores, debes rezar, Marie-Geneviève; rezar de todo corazón.
Eso estaba haciendo Marie-Geneviève mientras esperaba pacientemente su parte de la Sagrada Forma. Tras ella, los parroquianos que ya habían comulgado volvían a sus asientos con un roce de suelas contra el suelo de piedra, todo eran susurro de telas, tintineo de rosarios, y un suave murmullo de oraciones que llenaban la iglesia de un sonido familiar: el de la fe, esa fe que ella tanto se esforzaba por tener.