22.17 h
Robbie estaba sentado en la oscuridad de la caverna, con la espalda apoyada en la pared de roca. Había apagado la luz de su casco y tenía los ojos cerrados, pero la mente abierta. Cansado, preocupado, nervioso, oyó caer pequeñas gotas de agua en algún charco lejano, y a aquel ritmo regular fue acompasando su respiración.
El pozo estaba a menos de tres metros. Sus dos ocupantes no hacían ningún ruido. Dudó que sintieran su proximidad.
Era evidente que Ani no había mentido al decir que había marcado el recorrido por las catacumbas con tinta infrarroja. Su compañero había seguido las marcas identificadoras.
«Eso quiere decir —le había advertido Griffin dos horas antes, al separarse de él— que podría haber alguien más siguiendo el camino. No vuelvas, ¿vale?»
Y Jac, sin dar tiempo a que Robbie asintiera, le había obligado a prometer que tampoco se acercaría a la zona del pozo.
A pesar de la promesa, Robbie había vuelto, pero no había nada que temer: tenía señalado un camino de salida en el mapa. Solo estaba a dos metros del laberinto de túneles que le sacaría de aquella sala.
Robbie tenía amigos que habían acabado formando una pareja, y parejas que habían seguido siendo amigos. Él iba con más hombres que mujeres, ya que entre los hombres podía elegir a personas que se ajustaban más a su forma de ser, y le hacían más feliz. Solían ser hombres con curiosidad intelectual, aventureros, como su abuelo.
En cambio las mujeres que le atraían tenían desgarros en el alma; eran mujeres rebeldes, airadas y medio locas, como su madre. Y su hermana. Siempre eran mujeres que necesitaban curación, pero eran incurables.
Como Ani Lodro.
Todos los veranos, Robbie asistía a un retiro budista en las afueras de París, a un par de horas de distancia. Hacía seis años, Ani había cursado las mismas dos semanas que él; y a pesar de que no se alentaba a los alumnos a confraternizar, de que se comía en silencio, y de que no había clases ni actividades en grupo, Robbie la veía en todas partes, como si se pisaran los talones. Ella siempre salía del templo cuando entraba él, y él siempre estaba fuera a la misma hora que ella. Robbie daba un paseo por el río, y se cruzaba con ella. Durante la primera semana no se hablaban. Ella siempre bajaba la cabeza, y él iba a su aire. Una tarde en que caminaban los dos por el jardín, practicando la meditación circular, estalló de golpe una tormenta con fuerte aparato eléctrico y se refugiaron los dos en el cenador con tejado en punta; y allá, mientras alrededor de ambos diluviaba, Robbie finalmente la miró, y le dejó atónito lo que vio en sus ojos grandes, almendrados y negros. Vislumbró a los demonios que llevaba sentados en sus hombros. Vio la tensión de los músculos tirantes de su cuello, y percibió su acuciante necesidad de paz. Durante la tormenta se unieron sin decirse nada, y allá, tumbados en el suelo, entre el olor a cedro y el de la limpia piel de la joven, Robbie le hizo el amor. A él siempre le había gustado el sexo, con deleite. Había estudiado sexo tántrico (la disciplina hindú basada en adorar la unión de un hombre y una mujer que llegan al éxtasis sin orgasmo), pero hasta aquel día nunca había vivido una verdadera unión tántrica.
Se levantó para acercarse al pozo, sin encender la luz. En el fondo no quería mirarla a los ojos y ver de nuevo todo su dolor.
—Te estuve buscando —susurró a la oscuridad.
Oyó un suspiro de Ani.
—¿Qué pasó? ¿Por qué no te pusiste en contacto conmigo?
—Me estaba formando.
—Pero no para ser monja budista.
—No.
—Pues entonces, ¿para qué te formabas? —preguntó Robbie.
La pregunta quedó sin respuesta.
—¿Ani?
Silencio.
—¿Quién era el hombre que murió en mi taller?
—Yo no quería que estuvieras tú esa noche. Quería que forzara la puerta y robara la cerámica.
—¿Quién era? ¿Tu novio?
—Mi mentor; para mí, como un padre.
—Iba a matarme —dijo Robbie—. ¿Lo sabías?
Dentro del agujero, silencio; a lo lejos, el agua seguía goteando sin cesar. Se oyó un ruido seco en la distancia. ¿Un hueso roto? ¿Una piedra caída?
Robbie se colocó justo al borde, y miró hacia abajo. La oscuridad solo le permitía divisar dos siluetas; de las dos, solo una miraba fijamente hacia lo alto; y aunque no llegara nunca a saberlo con certeza, pensó que quien le miraba desde la oscuridad era Ani.
Sábado, 28 de mayo, 9.40 h
Xie oía un eco fragmentario de conversaciones bajo el paraguas: inglés, alemán y español; aficionados al arte y turistas que esperaban fuera, expuestos a la lluvia, a que abrieran las puertas del Orangerie. Supuso que la mayoría venía a ver los famosos
Nenúfares
de Monet, los ocho murales creados por el pintor hacia finales de su vida, y que solo encontrarían la exposición de caligrafía por casualidad, si bajaban.
La noche anterior se habían cerrado las salas de Monet, y no había venido nadie por otro motivo que la recepción. Lan la había calificado como la velada más emocionante de su vida: su obra expuesta en París, en el Orangerie, a cinco metros por debajo de obras maestras del impresionismo…
Xie se había mostrado de acuerdo, aunque tuviera el estómago revuelto y la nuca cubierta de sudor. Aunque se hubiera pasado casi todo el tiempo muy atento a su entorno. Para él, la recepción era un ensayo para el día siguiente. Había memorizado el punto de control, las salidas, las ventanas, los lavabos, las puertas, los ascensores y las escaleras; también había estudiado la circulación por las salas, prestando atención a todos los detalles, como si le fuera la vida en ello. Como así era.
Por la mañana, durante el desayuno, el profesor Wu había propuesto una nueva visita al museo.
—Podría ser útil ver cómo reacciona a tu obra un público que no sabe quién eres —había dicho—. Da perspectiva.
Ahora estaban esperando con el resto de la gente. Xie miró a los demás alumnos, a Lan, a Ru Shan, a los turistas… «Nadie sospecha lo que está previsto que suceda hoy aquí», pensó; eso esperaba, al menos.
Llegado el momento de detenerse ante el mostrador de seguridad, Xie se acercó y enseñó las manos. Las tenía vacías. En vista de que no llevaba maletín ni mochila, le dejaron pasar. A diferencia del aeropuerto, no había detector de metales. Podría haber llevado encima un cuchillo, o una pistola, o explosivos plásticos, sin que se enterase nadie.
Lo cual significaba que Ru podía ir armado.
Tuvo un ataque de náuseas. Él era artista. Lo más peligroso que había hecho era esconder mensajes dentro de sus obras, en letra diminuta, y pedirle a Cali que enviase mensajes crípticos por internet. ¿Cómo iba a salirle bien aquello?
—No he tenido ocasión de ver los famosos
Nenúfares
de Monet —les dijo Wu a Xie, Lan y los otros ocho artistas que formaban piña—. ¿A alguien le apetece acompañarme?
Todo el grupo siguió a Wu a la primera sala ovalada.
—Cuando lo pintó, se estaba quedando ciego —explicó Wu, entre gestos que remitían a los grandes murales que adornaban las paredes—. Los legó a París a cambio del compromiso de construir un museo.
Aun siendo tan consciente del porqué de su presencia, y de lo que le esperaba, Xie quedó anonadado por la fuerza de la obra de Monet. Dos de los murales tenían al menos dos metros de alto y diez de largo. Los otros dos tenían la misma altura, pero la mitad de ancho. En medio de la sala ovalada, con las pinturas que se curvaban a su alrededor, Xie se sintió como extraviado en el jardín del maestro. Los otros ocupantes de la sala desaparecieron. Solo veía azules y verdes frescos, lavandas, rosas cálidos. La abstracción de los estanques, cielos, flores y árboles, y sus reflejos, llenaban a Xie de una belleza que le hizo mantenerse inmóvil, maravillado hasta el extremo de que ni siquiera respiraba. Por segunda vez desde su llegada a París, se sintió a punto de llorar. Aquellas pinturas eran expresiones puras y perfectas de la hermosura de la naturaleza. Aquella comunicación con un artista que llevaba casi noventa años muerto no tenía nada que envidiar, en cuanto a profundidad, a ninguna vivencia que pudiera haber experimentado.
Xie sabía que tenía una misión como Panchen Lama. Con algo de suerte, recibiría la oportunidad de cumplir su destino, pero debía encontrar una manera de incorporar el arte a su nueva vida. Su caligrafía carecía de importancia en comparación con la obra de Monet, de acuerdo, pero no se era artista para competir. Eso se lo había dicho Cali. Según ella, lo único importante era la energía que dabas al universo en el momento de crear, la energía poderosa y positiva que realimentaba la tierra.
Ah, Cali… Cómo le habría gustado ver esos murales; cómo le habrían emocionado. Cómo la iba a echar de menos. ¿Valía la pena? ¿Renunciar a ella, y a su profesor, y a su obra?
—Nos vamos a la sala siguiente —dijo Lan—. ¿Vienes?
—Ya os alcanzaré.
Lan se fue, dejando a Xie con una muchedumbre de extranjeros; al menos al principio se lo pareció, hasta que vio a Ru en el otro extremo de la sala. El estudiante de Pekín parecía tan extraviado en las pinturas como se sentía Xie.
Xie, sin embargo, dudó que Ru estuviera extraviado. Dudó incluso que estuviera mirando las pinturas. Estaba seguro de que solo le vigilaba a él.
9.56 h
Jac y Griffin salieron juntos de la mansión de la rue des Saints-Pères. Llovía un poco. Abrieron sus paraguas y giraron a la izquierda, hacia el Sena. Su actitud no delataba prisa alguna.
Fueron por la orilla del río. Las gotas de lluvia turbaban la superficie del agua, que al no reflejar un cielo azul era de un verde amarronado y cenagoso. El tráfico rodado era denso, pero la lluvia impedía que hubiera mucha gente paseando por el amplio bulevar.
—¿Ves a la policía? —preguntó Jac a Griffin.
—Sí.
Aquella mañana, sin embargo, lo que les preocupaba no era la policía.
—¿Y a alguien más?
—No estoy del todo seguro.
Era un tema del que habían hablado dos veces con Malachai, por la noche y a primera hora de la mañana. Seguro que al no presentarse en sus puestos ni Ani ni su acompañante, se habían activado otros planes. Era necesario presuponer que les seguían, escuchaban y espiaban.
Mientras continuaban caminando, Jac visualizó el mapa que les había enseñado Robbie. A esas alturas su hermano debía de haber salido por la boca del sexto
arrondissement
, y se estaría alejando.
A las siete de la mañana, Jac y Griffin habían salido sigilosamente y habían bajado por el túnel para reunirse con Robbie en la primera sala. Seguía siendo uno de los sitios más seguros donde se podía esconder su hermano. Le habían llevado ropa limpia e instrucciones del lama del centro budista.
Cuando Jac le preguntó qué tal había pasado la noche, Robbie se había limitado a encogerse de hombros.
—¿Has hablado con Ani? —le había preguntado Griffin.
—No mucho.
—¿Te has enterado de algo?
Robbie había sacudido la cabeza. A Jac le daba mucha pena su hermano; veía la traición en sus ojeras, y en unas arrugas que parecían haberse vuelto más profundas de la noche a la mañana, a ambos lados de la boca.
Llegaron al Pont de la Concorde, el puente que unía la orilla izquierda con la place de la Concorde. Era el recorrido que habían planeado por la noche, sobre el mapa. A medio camino, Griffin cogió el brazo de Jac y la acercó a la baranda. Contemplaron el río.
—Podríamos ser turistas —dijo ella.
—O enamorados —dijo él, y le dio un beso.
¿Para aparentar? ¿Para desorientar a quien pudiera seguirles?
—No quiero que te vayas —dijo Griffin al apartarse.
Según él, estaba separado de su mujer, pero no era lo mismo una separación que un divorcio; y cuando hablaba de Therese y Elsie, en su voz había algo que hacía dudar a Jac de que el resultado de su distanciamiento acabara siendo el divorcio.
—Tenemos que hablar de varias cosas, Jac. Cuando Robbie esté sano y salvo, y haya vuelto a su casa.
Al llegar al otro lado del puente, se pasearon por la rue de Rivoli, protegidos de la lluvia por los pórticos; y al llegar al hotel de Crillon, Jac señaló el edificio.
—¿Y si nos tomamos un café? —dijo, como si se le acabara de ocurrir, y no como si ella, Griffin y Malachai hubieran estado despiertos hasta más de las dos de la noche planeando cómo llegar al Orangerie sin que les siguieran.
Media hora después, concluido el
petit déjeuner
, Griffin pagó la cuenta y cruzaron tranquilamente el vestíbulo hacia el ascensor.
Al entrar, Jac pulsó el botón de la planta más baja.
Cuando se abrió la puerta, apareció una gran actividad: camareros, personal de habitaciones, carpinteros, pintores y empleados de diversa índole que iban y venían ajetreadamente con bandejas de comida, carros de ropa sucia y montañas de sábanas y toallas.
—¿Por dónde? —preguntó Griffin.
En internet no había planos, y Jac solo había estado una vez, a los trece años. Se acordaba del día, pero no de dónde quedaba la salida.
Un músico famoso y su mujer habían encargado una amplia gama de artículos de perfumería de la tienda (desde jabones hasta velas), con la petición de que se lo entregaran en el hotel. Sabiendo que a su hija le encantaba aquella estrella británica del rock, L’Etoile se había ocupado personalmente de la entrega, llevándose a Jac consigo.
Padre e hija habían entrado por la puerta principal, la única entrada que conocía Louis. El recepcionista, sin embargo, no les había dejado hacer la entrega. Ni siquiera había dejado que Louis acabara de explicarse. Les había llevado a la puerta y le había dicho a su padre dónde quedaba la de servicio.
Louis estaba indignado. Salió del hotel hecho una furia, mascullando palabrotas, mientras Jac intentaba no quedarse rezagada. Al llegar a la vuelta de la esquina de la entrada trasera del hotel, su padre ya estaba más calmado.
Llamó a la puerta de la suite del famoso. Jac quedó fascinada por aquel hombre alto y de aspecto curtido, cuya música adoraba. Aún tenía su autógrafo enmarcado (un garabato sobre el recibo de Casa L’Etoile) en su dormitorio de la mansión.
«Para Jac: nunca dejes de escuchar, pues nunca sabes lo que oirás.»
Interrumpió el recuerdo una mujer fornida, con uniforme de gobernanta, que les preguntó: