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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (14 page)

BOOK: El libro de los portales
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Reglamento Interno de la Academia de los Portales
para estudiantes de todos los niveles
.
Capítulo 17: «Sobre las relaciones de los estudiantes con el exterior»

Ya era de noche cuando Tabit alcanzó, jadeando, la valla que delimitaba el terreno de la granja. Dejó escapar un suspiro de alivio. Había saltado de Maradia a Serena, y de ahí otra vez al palacete del terrateniente Darmod, en muy poco tiempo; pero después había tenido que hacer el resto del trayecto caminando, porque no había encontrado a nadie que pudiera llevarlo. El camino que conducía hasta la granja de Yunek era solitario y poco transitado, y solo se había cruzado con una mujer que cargaba con un fardo de leña y con un pastor que conducía un rebaño de cabras. Ninguna carreta había acudido en su rescate en esta ocasión.

Pero Tabit prefería mirarlo por el lado bueno: tampoco se había topado con ningún ladrón. Acarició el saquillo con el dinero que debía devolverle a Yunek, contento de poder restituírselo. No había dejado de imaginar qué sucedería si le robasen los ahorros que con tanto esfuerzo había logrado reunir aquella familia.

Fue Bekia quien acudió a abrirle la puerta.

—¡Maese Tabit! —exclamó—. ¡Qué alegría! No os esperábamos tan pronto. ¿Habéis venido a pintar el portal?

Tabit sonrió, incómodo.

—¿Puedo pasar? —preguntó—. Hace frío aquí fuera.

—Oh, por supuesto, ¡qué tonta soy! —rió la buena mujer—. ¿Qué ha sido de mis modales?

Lo condujo al interior, donde se encontraba el resto de su familia. Yania contemplaba el fuego de la chimenea envuelta en una manta apolillada mientras Yunek limpiaba con esmero una vieja hoz. Los dos alzaron la mirada y le sonrieron al verlo llegar.

—¡Tabit! —dijo Yania con alegría. Yunek se puso en pie, un poco nervioso.

—¿Ya? —le preguntó—. ¿Vas a pintar el portal?

Tabit respiró hondo.

—Sentaos, por favor.

Yunek intuyó enseguida que algo no marchaba bien.

—¿Pasa algo malo?

—No lo atosigues, Yunek —lo riñó su madre—. El maese querrá descansar.

—No, yo… —protestó Tabit. Pero era cierto que estaba fatigado, sediento y hambriento.

Todos tomaron asiento en torno a la mesa. El estudiante se percató de que la familia ya había cenado hacía rato, porque los cacharros estaban recogidos y aún flotaba en el aire un leve olor a guiso de verduras. Se le hizo la boca agua, pero se esforzó por centrarse.

—Yo… he venido a devolveros esto —dijo por fin, bajando la mirada.

Yunek miró el saquillo que le tendía Tabit y se mostró desconcertado al reconocerlo.

—¿Es… el dinero que pagamos a la Academia?

Tabit seguía con la cabeza gacha.

—Yo… lo siento —balbuceó—. No puedo… no me permiten pintar vuestro portal —se corrigió.

Yunek pestañeó y abrió la boca para decir algo; pero eran tantas las preguntas que se agolpaban en su mente que no acertó a formular ninguna de ellas.

Fue su hermana Yania quien dio con la principal, y también la más sencilla:

—¿Por qué?

Tabit respiró hondo y alzó la cabeza para mirarla, pensando que le sería más fácil hablar con ella que dirigirse a Yunek; pero los ojos de la niña, grandes y limpios, le hicieron sentir mucho peor, y no fue capaz de repetir el discurso que había preparado y ensayado una docena de veces antes de emprender aquel viaje. Había planeado hablarles de la importancia de la Academia, de la larga lista de encargos pendientes, de la escasez de buenos pintores, de la inteligencia y sabiduría de los maeses del Consejo. Pero, en ese momento, desechó toda aquella palabrería de golpe y optó por decir lo que realmente pensaba.

—La verdad —empezó—, no lo sé. Tenía mi proyecto muy avanzado cuando me llamaron al despacho del rector para decirme que lo habían cancelado. Más bien —rectificó—, que el Consejo nunca llegó a aprobarlo, o que lo aprobaron por error. O algo parecido. La explicación que me han dado es que hay otros proyectos prioritarios.

—¿Cuáles son esos proyectos? —preguntó Yunek con brusquedad. Se había aferrado con tanta fuerza al mango de la hoz que sus nudillos estaban completamente blancos.

Tabit tragó saliva. Esperaba que Yunek comprendiera que él no había tenido nada que ver con la repentina decisión del Consejo. Pero veía con claridad meridiana que el joven estaba haciendo grandes esfuerzos para controlar su ira, y temía que, en un arrebato, acabara por hacérselo pagar al mensajero.

—No tengo ni la menor idea —respondió—. Veréis, la Academia recibe muchas peticiones y no puede atenderlas todas, por lo que evalúan todas las propuestas y aprueban solo un determinado número de ellas. Los pintores no podemos estar en todas partes —se justificó—. De todas formas, es el Consejo el que decide dónde y cuándo se pintará un portal, y los maeses se limitan a seguir sus indicaciones, sin que se les pida su opinión al respecto. Por descontado, tampoco los estudiantes tenemos nada que decir. Ni siquiera aunque un error del Consejo nos haya hecho perder una semana de trabajo —añadió, con un suspiro.

Yunek entornó los ojos.

—Pero ¿qué quieres decir con todo eso? Nos pondrán a la cola, ¿no? Quizá ahora vosotros, los maeses, estéis muy ocupados, pero tal vez más adelante…

Tabit pensó que el rector le había dejado bien claro que la Academia no pintaría ningún portal en la casa de Yunek, ni ahora ni en el futuro. Pero no quiso matar por completo las esperanzas del joven porque, después de todo, quizá no estuviese del todo equivocado. En cualquier caso, pensó, lo mejor sería actuar con prudencia. Sobre todo mientras Yunek siguiera blandiendo aquella enorme hoz.

—A mí solo me han dicho que no voy a pintar vuestro portal, y que no tardarán en encargarme otra cosa para mi proyecto final —dijo—. No sé si eso significa que han decidido dejarlo para más adelante y que, en su momento, le encomendarán vuestro portal a otro maese. No me han dado tantos detalles.

—Pero, entonces, ¿por qué nos devuelven el dinero? —preguntó Yania, señalando el saquillo que Tabit todavía sostenía entre las manos.

Este suspiró de nuevo al comprender que no tendría más remedio que hablarles de la subida de las tarifas. Había albergado la esperanza de poder concluir su visita sin necesidad de mencionar el tema.

—El precio de los portales va variando con los años —respondió con prudencia—. Si el Consejo tiene intención de dejar vuestro portal para más adelante, tal vez considere que será mejor que paguéis cuando llegue el momento, para ajustar el depósito a la tarifa vigente.

Yunek ladeó la cabeza y le disparó una mirada peligrosa.

—¿Estás intentando decirme que retrasan nuestro portal para cobrarnos más?

Tabit comprendió, de pronto, que se había metido él solo en un callejón sin salida.

—No, no es eso —trató de explicarse, cada vez más desesperado—. Mira, no tengo ni idea de por qué han cancelado vuestro portal, ni de si retomarán el proyecto en el futuro o lo han desestimado definitivamente. Sí sé que los portales son un poco más caros cada año. Eso no es nada nuevo, lo sabe todo el mundo. Quizá os devuelven el dinero porque lo que pactasteis en su momento ya no se ajusta al precio de dentro de cinco o seis años, o quizá lo hacen porque no tienen intención de pintar vuestro portal jamás. ¿Yo qué sé? Solo soy un simple estudiante; me dijeron que tenía que venir aquí a hacer un portal, y luego cambiaron de idea y me ordenaron que abandonara el proyecto y me dedicara a otras cosas. Y lo único que puedo hacer es regresar para devolverte tu fianza y pedirte disculpas por algo que, en realidad, no es culpa mía. Y ahora, ¿quieres hacer el favor de dejar en el suelo ese maldito trasto? —gritó, precipitadamente y con voz aguda, al ver que Yunek se levantaba de su asiento.

—Hijo, deja la segadera en su sitio —intervino Bekia con firmeza—. Ya le has sacado bastante brillo.

Yunek alzó la herramienta un momento y Tabit se levantó bruscamente y retrocedió un par de pasos, temblando. Pero el muchacho se limitó a apretar los dientes y arrojar la hoz a un rincón. Tabit dejó escapar poco a poco el aire que había estado reteniendo.

Yunek se derrumbó sobre el banco, abatido, y resopló, alborotándose un mechón de pelo castaño que le caía sobre la frente.

—¿Y qué se supone que debo hacer ahora? —murmuró—. ¿De qué han servido todos estos años de ahorro y sacrificios si, hagamos lo que hagamos, la maldita Academia se niega a pintarnos un portal?

Yania lo abrazó por detrás, tratando de consolarlo.

—No pasa nada, Yun —susurró—. No hace falta que vaya a estudiar a la ciudad. Puedo ser feliz aquí, en el campo, ayudándoos a ti y a madre.

Yunek se estremeció casi imperceptiblemente, pero no dijo nada.

—Además, no hemos gastado el dinero; aún podemos comprar con él más animales o incluso tierras de labor —añadió Bekia—. Pero no quiero que todo esto nos dé más disgustos. No ganas nada soñando con cosas imposibles.

Yunek cerró los ojos un momento.

—No parecía tan imposible —dijo—. Yo sigo pensando que es lo mejor para Yania, madre. Aquí no hay nada para ella. Todos los días son iguales, siempre viendo a la misma gente y haciendo las mismas cosas; y eso con suerte, porque cuando pasa algo fuera de lo corriente siempre se trata de malas noticias: una sequía, una epidemia de ganado o un invierno más frío de lo normal.

—También hay cosas buenas aquí —se defendió Bekia—. Su familia, su casa, todo lo que conoce. Si no puede ir a estudiar a Maradia… no es una cosa tan terrible. Se quedará aquí, con la gente que la quiere.

Pero Yunek sacudió la cabeza, como si aquella posibilidad le resultara del todo inadmisible.

—No, madre —cortó, casi con ferocidad—. Yania debe tener la oportunidad de ser libre, de viajar e ir donde quiera.

La niña miró de reojo a Tabit, tal vez preguntándose si él, que era ya casi un maese, disfrutaba de esa libertad que su hermano atribuía a la vida de los pintores de portales.

Entonces Yunek alzó la cabeza con un renovado interés:

—Y dime, ¿por qué los maeses aceptan unas peticiones y rechazan otras?

—¿Perdón? —reaccionó Tabit, un poco perdido.

—En nuestra aldea —explicó el muchacho—, en tiempos de escasez, las reservas de emergencia se reparten entre la gente que más lo necesita. Si no hay para todos, se entregan a las familias con más hijos pequeños, con menos recursos o que tienen que cuidar a ancianos o enfermos. Imagino que tu Academia sí habrá aceptado otras peticiones, porque no creo que los pintores se vayan a quedar mucho tiempo de brazos cruzados; tú mismo dijiste que pronto te encargarían otro proyecto. Así que… ¿por qué aceptan unos y descartan otros… como el nuestro?

Tabit no supo qué responder. Lo cierto era que no lo sabía. Sin embargo, el razonamiento de Yunek era bastante lógico, y recordó haber leído algo parecido en una ocasión en algún artículo de los estatutos fundacionales de la Academia, donde se recogía la vocación de servicio que debía guiar a los pintores de portales; aquel era el mismo espíritu que los había llevado, en sus inicios, a regalar los portales públicos del Gran Triángulo a los habitantes de las tres ciudades más importantes de Darusia.

—Como yo no pertenezco al Consejo —dijo, escogiendo con cuidado las palabras—, no sé cuáles son sus criterios de selección; pero imagino que será algo parecido a lo que dices tú. Probablemente tenga preferencia un portal solicitado por el Consejo de algún pueblo lejano, que vaya a beneficiar a todos sus habitantes, y no a unos pocos solamente.

Sin embargo, ni él mismo creía en sus palabras; en su mente resonó, de pronto, la lapidaria sentencia del rector: «No vamos a permitir que el proyecto final de nuestro mejor estudiante languidezca en la pared de un establo maloliente». Al mismo tiempo recordó, no sin cierta inquietud, que no sabía de ningún cliente adinerado a quien se le hubiese denegado una petición. Tal vez, pensó, porque ellos podían permitirse pagar una tarifa extra para asegurarse de que el Consejo consideraba que el portal que había pedido debía entrar en la lista de las… «prioridades».

Yunek debió de percibir su vacilación, porque desvió la mirada y dejó escapar un resoplido desdeñoso.

—No lo sé —concluyó Tabit, removiéndose en su asiento, incómodo—. Quizá deberías ir a la Academia y preguntarles tú mismo.

Yunek alzó de pronto la cabeza, con brusquedad.

—Tal vez lo haga —replicó, dirigiéndole una mirada resuelta y desafiante.

—Yunek, no digas simplezas —lo reconvino Bekia.

Pero él no la escuchó.

—Tal vez lo haga —repitió, levantando la voz—, ya que nuestro querido maese no es capaz de explicarnos por qué ha regresado a pisotear nuestras esperanzas y sueños de futuro.

Tabit empezaba a sentirse molesto.

—No es culpa mía, ya te lo he dicho —se defendió—, así que no me hagas responsable. No te debo nada, porque la Academia me ha enviado precisamente para reembolsarte hasta la última moneda que pagaste por el portal. Sin embargo, nadie me va a compensar a mí el tiempo y el trabajo que invertí en él. Así que, dime, ¿quién sale perdiendo en realidad?

Yunek no dijo nada, pero lanzó una mirada elocuente a la bolsa de dinero, que todavía seguía en manos de Tabit. Este suspiró, exasperado, y se la entregó a Bekia, que la recogió con algo de sobresalto, casi como si esperara quemarse las manos con ella.

—Bueno, pues ya puedes irte por donde has venido —dijo entonces Yunek.

—¡No seas desagradable! —empezó Yania—. Él solo…

—No te metas —la interrumpió su hermano—. Como muy bien nos ha recordado nuestro amigo el maese, en realidad no es nuestro amigo. Solo vino aquí cumpliendo órdenes, y lo único que le importa es su condenado proyecto, no dónde ni para quién va a pintarlo.

—¡Eso no es justo! —protestó Tabit.

—¿Y quién eres tú para hablar de justicia? —vociferó Yunek.

Y, antes de que se diesen cuenta, los dos estaban discutiendo a gritos, mientras Yania y Bekia trataban de separarlos. Los momentos siguientes fueron confusos. Lo único que recordaría Tabit es que salió de la casa dando un portazo y mascullando entre dientes que debería haber dejado que fuera maese Rambel quien diera las malas noticias a aquel desgraciado de Yunek. Y siguió rumiando cosas sobre la ingratitud humana mientras se alejaba de la granja y se aventuraba por el camino solitario de regreso a la civilización.

Hasta un buen rato más tarde no fue consciente de que era noche cerrada y estaba recorriendo aquel camino solo. Se estremeció y se envolvió lo mejor que pudo en su capa de viaje. Lo cierto era que, a pesar de que había tenido claro desde el principio que su visita no iba a agradar a Yunek y su familia, había contado con poder pasar la noche en su casa. Se detuvo un momento, considerando la posibilidad de regresar para pedir alojamiento. Pero enseguida sacudió la cabeza y desechó la idea. «No será la primera vez que viajo de noche», se dijo, para darse ánimos. «Además, ya he entregado el dinero y no llevo encima nada de valor. No tengo nada que temer.»

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