Cuando Beron abrió la puerta por segunda vez, se encontró en el porche con alguien conocido.
—Buenas noches —saludó Tabit, sonriendo a pesar de que tiritaba de frío—. Me preguntaba si el terrateniente me permitiría entrar un momento para usar su portal.
El mayordomo iba a replicarle de malas maneras cuando recordó la recomendación de su señor, y se esforzó en componer un gesto neutral.
—Faltaría más, maese. Su excelencia se encuentra en estos momentos disfrutando de su cena. Estaría encantado de invitaros a compartirla con él.
Tabit abrió la boca para contestar, aunque no llegó a decir nada. Su primer impulso había sido declinar la invitación; pero estaba cansado y, por qué no decirlo, también muy hambriento.
—No querría ser una molestia —tanteó por fin.
El mayordomo negó con la cabeza.
—En absoluto, maese. Seguidme, por favor.
Lo guió a través de un largo pasillo; Tabit iba dejando a su paso un reguero de agua y las huellas de sus sandalias embarradas. Beron lo condujo hasta una salita iluminada por un alegre fuego, donde le dio un paño para secarse el exceso de humedad. Tabit agradeció el detalle. El mayordomo lo dejó a solas un momento mientras el muchacho se quitaba la capa de viaje y la extendía sobre una silla, cerca de la chimenea. Él mismo se aproximó también al fuego, aliviado de poder descalzarse y quitarse los calcetines empapados. Se envolvió los pies, húmedos, helados y entumecidos, en el paño que Beron le había dejado, y se sentó en otra silla, con un profundo suspiro de satisfacción. Se habría quedado allí toda la noche si el mayordomo no hubiese acudido a buscarlo un rato después.
—Su excelencia os espera —anunció—. ¿Deseáis que os traiga ropa seca antes de reuniros con él, maese?
Tabit lo pensó un instante. Su capa seguía mojada, pero había absorbido la mayor parte del agua, y su hábito, después de aquel rato junto a la chimenea, apenas estaba ya húmedo. Negó con la cabeza.
—Gracias, no será necesario —respondió.
Se arrepintió de su decisión en cuanto volvió a meter los pies descalzos en las sandalias, que seguían mojadas y enfangadas. Palpó sus calcetines, solo para descubrir que aún no se habían secado. Pero Beron ya salía de la estancia, por lo que terminó de calzarse a toda prisa, con un estremecimiento de frío, y lo siguió de nuevo al pasillo.
Beron lo condujo hasta el salón donde su amo estaba ya acabando de cenar. Tabit reprimió el impulso de husmear en el aire, donde aún flotaba un delicioso olor a carne asada.
—Bienvenido de nuevo, maese —lo saludó el terrateniente—. De haber sabido que volveríais tan pronto, os habría esperado para la cena.
Tabit iba a excusarse, pero Darmod no se lo permitió:
—Oh, no, no os preocupéis. Seguro que la cocinera podrá preparar algo de vuestro agrado. —Hizo una seña al mayordomo, que se inclinó con respeto y salió por la puerta que conducía al ala de servicio—. Pero tomad asiento, por favor —indicó al joven con aire obsequioso—. Parece que ha sido un largo día, ¿no es así?
Tabit se sentó frente a él, mirándolo con cierto recelo. Había visitado al terrateniente en tres ocasiones con anterioridad, y siempre se había mostrado bastante antipático.
—Los he tenido mejores —respondió con prudencia—. Os agradezco mucho vuestra hospitalidad, terrateniente Darmod. No quiero entreteneros más de lo necesario. En cuanto haya descansado, cruzaré el portal para regresar a casa y no creo que vuelva a molestaros.
—¡Ah! —exclamó el terrateniente, vivamente interesado—. ¿Eso significa que ya habéis terminado el trabajo que os ha traído hasta aquí? ¿Tenemos el honor, pues, de contar con otro portal por estas tierras?
Tabit se removió, incómodo. Sabía que había cosas que los maeses no debían revelar a la gente corriente, pero no estaba seguro de si podía responder o no a aquel tipo de preguntas. Finalmente decidió que, puesto que Yunek le había encargado en su momento un portal privado, debía mostrarse discreto al respecto, aunque el proyecto se hubiera cancelado. Por otro lado, seguía sin caerle bien el terrateniente Darmod, por lo que no se sintió culpable cuando le respondió, con una media sonrisa:
—Me temo que no se me permite divulgar esa información, terrateniente.
Darmod entornó los ojos, contrariado, pero se las arregló para componer una falsa sonrisa.
—Naturalmente, naturalmente… todos sabemos que a la Academia le gusta guardar bien sus secretos —respondió con una risilla.
—En efecto —asintió Tabit—. Tanto es así que, en tiempos pasados, los grandes maeses se molestaron en desarrollar no uno, sino dos lenguajes secretos, para que las contraseñas de los portales privados como el vuestro no fuesen de dominio público —concluyó; había hablado con suavidad, pero Darmod creyó percibir cierto tono burlón en sus palabras.
—Bien, ¡ejem! —carraspeó, desviando la mirada—. Naturalmente, naturalmente. Y los que contamos con un portal propio agradecemos tales precauciones.
Se aclaró la garganta de nuevo y cambió de tema, haciendo un par de observaciones intrascendentes acerca del tiempo. Tabit se relajó y dejó de prestar atención. En realidad, se estaba preguntando por qué el mayordomo tardaba tanto en regresar con su cena.
Con su calma habitual, Beron había llegado a la cocina para encontrarse con que estaba vacía, o casi. Samia no se hallaba allí, pero el muchacho vagabundo se había quedado profundamente dormido junto al fuego. El mayordomo resopló, indignado; iba a despertar al chico cuando regresó la cocinera, cargada con un fardo de ropas.
—¿Y bien? —dijo ella abruptamente al ver el gesto avinagrado de Beron—. ¿Qué hay?
—¿Qué hay? —repitió este de malas maneras—. Hay un comensal más a la mesa, así que… ¿qué haces, que no estás en tu puesto?
—Había ido a buscar ropa para el muchacho —respondió ella, suavizando el tono de voz; dejó caer el fardo sobre el banco, junto a Tash, que no se despertó.
—Ah, sí, el muchacho —suspiró Beron, poniendo los ojos en blanco—. Tienes que sacarlo de aquí, mujer. Que duerma en el establo. El amo no permitirá que pase la noche en las cocinas.
Samia dejó escapar un gruñido de desacuerdo, pero no replicó. Se limitó a servir un plato de sopa caliente y a tendérselo a Beron.
—Toma, llévale esto al invitado. No es gran cosa, pero, si viene hambriento y le ha sorprendido la lluvia al raso, no le hará ascos.
—Seguro que no —comentó el mayordomo, sonriendo para sí al evocar el aspecto con el que el maese se había presentado ante su puerta.
Salió de la cocina, cargando en una bandeja la cena de Tabit. La cocinera contempló un instante más al muchacho dormido ante la chimenea, sacudió la cabeza y se fue a comprobar si quedaba en el viejo establo algún rincón que no se hubiera inundado por la lluvia.
De modo que, cuando Tash despertó un rato después, sobresaltada por un portazo lejano, se encontró nuevamente sola en la cocina. Tardó un instante en recordar dónde estaba, y miró a su alrededor. Mientras lo hacía, tiritó sin poder evitarlo, y estornudó varias veces seguidas. Temblando, se dio cuenta de que, pese a la manta y el fuego de la chimenea, seguía teniendo la ropa húmeda, y ella misma se había quedado helada durante su breve siesta. Fue entonces cuando descubrió el fardo de ropa que Samia había dejado junto a ella. Dudó un instante antes de sacar del montón una amplia blusa y unos pantalones que seguramente le vendrían grandes. Eran ropas gastadas, pero limpias, y parecían cómodas y, sobre todo, calientes. Sonrió al encontrar también una chaqueta y unas medias de lana sobre el banco. Suspiró y, echando un vistazo fugaz a la puerta, comenzó a cambiarse de ropa.
Pero apenas se había quitado la camisa cuando, de pronto, alguien entró en la cocina. Tash dio la espalda a la puerta y trató de fingir calma mientras se ponía el blusón que le habían prestado. Una vez vestida, se volvió hacia la persona que acababa de entrar. Se trataba del mayordomo, que regresaba del salón con una bandeja vacía. Tash se esforzó por mantener una expresión indiferente mientras intentaba escudriñar más allá del gesto impávido del sirviente.
—Ah, ya te has despertado —se limitó a decir Beron; señaló el montón de ropas mojadas a los pies de Tash—. Recoge esa porquería —ordenó—. Su excelencia ha dispuesto que pases la noche en el establo.
Tash murmuró unas palabras de conformidad, sin saber aún si podía bajar la guardia o no. Se agachó para recoger su ropa y siguió espiando al mayordomo, pero este ya no le estaba prestando atención; miraba a su alrededor en busca de la cocinera.
—¿Aún no ha vuelto esa mujer? —rezongó—. Siempre tengo que hacerlo yo todo —se lamentó mientras cogía de la despensa una fuente con pastelillos—, y ya tengo una edad…
Tash aguardó a que el hombre saliera de la cocina arrastrando los pies, y entonces respiró hondo y volvió a sentarse en el banco. Se echó la chaqueta sobre los hombros, preguntándose qué debía hacer a continuación. Se sintió tentada de salir de la casa y continuar su camino; pero afuera estaba oscuro, y seguía lloviendo sin cesar. De modo que optó por aguardar a que regresara la cocinera y le indicara dónde estaba el establo.
Tabit estaba empezando a sentirse a gusto. La sopa lo había ayudado a entrar en calor, a pesar de que aún tenía los pies húmedos y fríos. El terrateniente se había enfrascado en una conversación, que era más bien un monólogo, sobre las hazañas de algún antepasado lejano. Tabit lo escuchaba solo a medias. Comenzaba a adormecerse; en algún momento, el terrateniente se dio cuenta de que su invitado apenas le estaba prestando atención, y la conversación decayó. Justo entonces apareció el mayordomo con una bandeja de pastelillos de aspecto delicioso.
—Ah, el postre —dijo Darmod, súbitamente animado—. Probad uno de estos pasteles, maese. Mi cocinera es algo perezosa, pero tiene muy buena mano para los dulces.
Tabit no se lo hizo repetir. Además, acababa de terminar su sopa, de modo que tomó un pastelillo de la bandeja que Beron le ofrecía. Después, el mayordomo se situó junto a su amo y le tendió los dulces. Mientras Darmod se servía, el criado le susurró algo que Tabit no llegó a escuchar.
El terrateniente dio un respingo y se volvió hacia el mayordomo.
—¿Cómo dices? —inquirió, también en susurros, para que su invitado no pudiera oír lo que decía—. ¿Una muchacha? ¿Y cómo ha entrado en mi cocina?
—Se trata del pilluelo que vino hace un rato buscando refugio, excelencia —respondió Beron en el mismo tono—. Resulta que no es un pilluelo, sino una pilluela. Quizá no debería haberlo mencionado —añadió, tras un instante de duda—, pero creí que debía saberlo.
—Ah, bien. De acuerdo. —Darmod carraspeó y despidió al mayordomo con un gesto. Pero, cuando este ya se retiraba, volvió a llamarlo—: Beron, aguarda. Tal vez no deba dormir en el establo, después de todo. En el ala de servicio hay muchas habitaciones vacías, ¿no es cierto?
Beron parpadeó; por lo demás, su semblante permaneció inexpresivo.
—Ciertamente, excelencia. Pero ¿no creéis que estará mejor en el establo, tal y como habíais dispuesto?
—No, no. —De pronto, el terrateniente se mostraba impaciente y curiosamente emocionado—. Haz lo que te digo, Beron.
El mayordomo se quedó un momento allí, inmóvil como una estatua de sal. Entonces reaccionó y respondió, con un leve suspiro resignado:
—Como ordenéis, excelencia. Enviaré a Samia a preparar una habitación.
Darmod sonrió, satisfecho, y volvió a prestar atención a su invitado, que estaba haciendo titánicos esfuerzos por mantenerse despierto.
—También podemos preparar una alcoba para vos en el ala de invitados, maese —dijo—, si deseáis pasar aquí la noche…
—¿Qué? —Tabit se espabiló bruscamente—. Oh, no, no es necesario. Me marcharé enseguida. Como ya sabéis, a través del portal no tardaré mucho en llegar a la Academia.
«Afortunadamente», pensó. Cerró los ojos un momento, aliviado de que la peor parte del viaje hubiera pasado ya. Sobre el mapa, el trayecto que había realizado a pie era muy corto en comparación con el que aún le quedaba por delante. Y, sin embargo, apenas le costaría nada saltar de una ciudad a otra a través de los portales, y eso que ni siquiera seguiría un itinerario en línea recta.
Aún charlaron un rato más sobre temas diversos, pero el terrateniente ya no parecía tan interesado en lo que Tabit pudiera contarle. Quizá se debiera a que el joven no había resultado ser un gran conversador; quizá su actitud reservada había molestado a su anfitrión, o tal vez este pensara que ya había sido suficientemente hospitalario. En cualquier caso, Tabit percibió que el terrateniente empezaba a mostrarse inquieto y con ganas de dar por concluida la velada. Finalmente, Darmod dio una palmada y exclamó, satisfecho: