El libro de un hombre solo (2 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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A su padre no le gustaba que se quedara todo el día en su habitación leyendo y escribiendo; creía que un niño tenía que ser un poco más travieso, salir a ver mundo, hacer amistades, abrirse paso en la vida; no le parecía buena idea que su hijo quisiera ser escritor. Su padre se consideraba un gran bebedor; no es que fuera alcohólico, más bien lo hacía para demostrar su fuerza. Durante los banquetes, brindaba vaciando su copa con cada uno de los convidados —a eso se le llamaba «superar los obstáculos»—, y, aunque hubiera tres, cuatro o cinco mesas, tenía que dar la vuelta a todas, y sólo lo aclamaban como un verdadero hombre si llegaba hasta el final. No obstante, una vez, los empleados lo llevaron borracho a su casa y lo dejaron en la mecedora del abuelo fallecido. Como no había otro hombre en casa, entre su abuela, su madre y la sirvienta no consiguieron llevarlo a la planta de arriba para meterlo en la cama. Recordaba que lanzaron una cuerda desde el primer piso, lo ataron a la mecedora, no sabía muy bien cómo, y lo subieron lentamente. Suspendido en el vacío, su padre, borracho, mantuvo en su rostro la misma sonrisa que continuaba flotando en sus recuerdos. Ésa fue una de las grandes hazañas de su padre, aunque quizá no fuera más que una alucinación. En un niño, resulta difícil separar la imaginación de los recuerdos.

Ahora veía su vida hasta los diez años como si fuera un sueño. De hecho, su vida también parecía un sueño por aquel entonces, como cuando huían de la guerra, tambaleándose por unas carreteras cenagosas de montaña, bajo la lluvia, a bordo de un camión entoldado, abrazando un cesto de mandarinas que no paraba de comer. Le preguntó a su madre si realmente ocurrió así, y ella le dijo que en aquella época las mandarinas eran más baratas que el arroz; bastaba con dar algo de dinero a los campesinos para que cargaran todas las que pudieran en el camión. Su padre trabajaba en un banco del Estado. El banco tenía escoltas para proteger los camiones durante el transporte del dinero, y muchas veces las familias del personal del banco reculaban del frente de batalla en aquellos camiones.

Hoy, a menudo ve la antigua residencia familiar en sus sueños, no la casa de estilo occidental de su abuelo, que tenía una puerta redonda y un jardín de flores, sino la vieja casa de su abuela materna, en la que había un pequeño patio interior. Aquella anciana menuda —muerta desde hacía mucho tiempo— siempre estaba rebuscando en un gran baúl. En sus sueños, veía la escena desde arriba; la casa no tenía techo, y las habitaciones de abajo, divididas por un tabique de madera, estaban vacías; sólo veía a su abuela buscando y rebuscando en el baúl. También recordaba que en su casa había una pequeña maleta de cuero, lacada, en cuyo interior estaban escondidos los títulos de propiedad de la casa y del terreno de su abuela, bienes desde hacía tiempo hipotecados o vendidos; no esperó a que el nuevo régimen viniera a confiscarlos. Cuando su madre y su abuela materna quemaron esos papeles amarillentos, las notó muy desconcertadas, y si no lo denunció fue porque nadie vino a preguntarle nada. Pero si realmente alguien hubiera ido a interrogarlo, probablemente las habría delatado, ya que entonces creía que su madre y su abuela materna se habían puesto de acuerdo para destruir unas pruebas criminales, aunque lo amaran profundamente.

Este sueño lo tuvo muchos años más tarde; ya se encontraba en Occidente desde hacía bastante tiempo. Estaba en un pequeño hotel de una ciudad del centro de Francia, Tours, frente a unas viejas persianas despintadas, una ventana entreabierta protegida por una cortina de gasa traslúcida, y, a través de las hojas de los plátanos, aparecía un cielo gris. Cuando se despertó se sentía confuso; en el sueño que acababa de tener estaba de pie en el ángulo de un muro del desván —que todavía no había sido derrumbado— de la vieja residencia, y miraba hacia abajo, apoyado en la barandilla oscilante de madera. Frente a la casa había un campo de calabazas en el que acostumbraba a cazar grillos entre los montones de tejas y los tallos de las calabazas. En su sueño veía claramente las habitaciones separadas por tabiques de madera ocupadas por mucha gente, pero en ese momento todos habían desaparecido, como su abuela materna, como todo lo que había vivido. Los recuerdos de esa vida y los sueños que tenía se confundían; sus impresiones iban más allá del tiempo y del espacio.

Como era el primogénito del primero de los hijos, toda la familia, incluida su abuela materna, había depositado sus esperanzas en él; pero, desde su más tierna infancia, enfermaba con mucha frecuencia, lo que les producía una profunda inquietud, así que a veces acudían a los adivinos para que le predijeran su futuro. La primera vez, se acordaba muy bien, fue en el interior de un templo, cuando sus padres lo llevaron a pasar las vacaciones de verano a Lushan. La cueva de los Inmortales era un lugar célebre y al lado había un gran templo que había abierto un restaurante vegetariano y un salón de té para acoger a los visitantes. Hacía frío en el templo y había pocos turistas. Subió a la montaña en una silla con dos porteadores, acurrucado contra su madre. Se agarraba a la barra de delante con fuerza, y no podía evitar mirar por los enormes precipicios que bordeaban el camino. Antes de salir de China, volvió a aquellos lugares, vio como unos autocares escalaban la montaña, pero no encontró el templo y ni siquiera el rastro de sus ruinas. Sin embargo, recordaba con mucha nitidez que en la gran sala donde estuvo habían colgado un largo lienzo de pintura con el retrato de Zhu Yuanzhang
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con la cara cacarañada. Se comentaba que le hacían ofrendas en ese templo desde la dinastía Ming, porque Zhu Yuanzhang se refugió allí antes de ser emperador. Unos hechos tan complejos y concretos no podían ser sólo fruto de la imaginación de un niño. Además, el retrato de Zhu Yuanzhang con la cara cacarañada lo acabó viendo en las preciosas colecciones del museo del Palacio Imperial de Taipei. El templo, por lo tanto, había existido; ese recuerdo era totalmente real, y el viejo monje que le predijo su futuro también debía de serlo. El anciano exclamó entonces: «¡Este pequeño vivirá muchas desgracias y catástrofes, tendrá una vida difícil!». Luego le dio una fuerte palmada en la frente que le sorprendió, pero no lloró. Si lo recordaba era porque nunca antes le habían pegado.

Varios años más tarde, volvió a interesarse por el budismo zen, y el despertar que sintió al leer los
gong'an
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quizá le viniera de aquella primera entrada a la vida que el viejo monje le dio.

Realmente había conocido otra vida, pero después acabó olvidándola.

2

La persiana de la ventana no está bajada del todo. En la sombra negra de las montañas aparecen muchos rascacielos iluminados; sobre ellos, el cielo oscuro. A los pies de la ventana convergen todas las luces de la noche, que demuestran lo próspera que es la ciudad. Enfrente se distinguen claramente las vísceras de un rascacielos, una construcción postmoderna transparente, con un ascensor en el que, cuando llega a tu nivel, puedes distinguir incluso a los ocupantes, y que sube y baja sin parar por esa especie de tubo digestivo. Desde allí, con un teleobjetivo, se podría tranquilamente fotografiar el interior de tu habitación, sería posible incluso ver cómo haces el amor con ella.

No tienes nada que ocultar ni nada que temer, no eres un artista de cine o de televisión, ni una personalidad del mundo político o un potentado de Hong Kong que temiera que sus secretos se airearan en la prensa. Tienes un documento de viaje francés, eres refugiado político, estás de visita, porque te han invitado, y esta habitación te la han reservado, no eres tú quien la pagas. Como has tenido que mostrar tus papeles para poder hospedarte en este hotel enorme, propiedad de la Administración del continente, tus datos están en el ordenador de la recepción que se encuentra en el gran hall. El responsable y las jóvenes recepcionistas han demostrado que les cuesta entender el chino mandarín que hablas, pero, dentro de algunos meses, cuando Hong Kong vuelva al redil de la madre patria, probablemente ellos también deberán hablar con tu mismo acento. Quizá ya se estén preparando. Tienen la obligación de estar al tanto de las tendencias de su clientela; actualmente trabajan para las autoridades oficiales, y quizá han grabado ya unas imágenes que te muestran haciendo el amor, desnudo como un gusano. Además, en estos hoteles enormes es habitual tener cámaras de video por todos lados, aunque sólo sea por cuestiones de seguridad. Estás sentado al borde de la cama, has secado tu sudor, pero tienes un poco de frío y te gustaría apagar el aire acondicionado, que emite ese zumbido continuo.

—¿En qué piensas?

—En nada.

—¿Qué miras?

—El edificio de enfrente. El ascensor que sube y baja. Se ve la gente que va dentro; hay una pareja que se está besando.

—Yo no veo nada.

Ella levanta un poco la cabeza para mirar.

Tú dices que os podrían ver con un teleobjetivo.

—Entonces, cierra la persiana.

Está tumbada boca arriba, su cuerpo blanco completamente desnudo, una mata de pelo negro suntuoso en la entrepierna.

—Si nos filmaran en vídeo, se verían hasta los pelos —dices.

—¿A quién te refieres? ¿Quién filmaría esta habitación?

Dices que podría ser una cámara automática.

—Es imposible, aquí no estamos en China.

Dices que este hotel ya lo han comprado las autoridades chinas.

Lanza un ligero suspiro y se sienta.

—Te preocupas demasiado.

Alarga la mano y te acaricia el pelo.

—Enciende la lámpara de la mesita de noche, voy a apagar la luz.

—No, todo ha pasado tan deprisa que hasta ahora no he podido mirarte con detenimiento.

Respondes con dulzura. Te inclinas para besar ligeramente su bajo vientre, de una blancura cegadora bajo la lámpara, y le preguntas:

—¿No tienes frío?

—Sí, un poco.

Esboza una pequeña sonrisa antes de preguntar:

—¿Quieres un poco más de coñac?

Dices que quieres café. Se levanta de la cama, apaga el aire acondicionado y pone en marcha la cafetera eléctrica. Vierte en las tazas café instantáneo. Sus senos rollizos se balancean con cada uno de sus movimientos.

—¿No crees que estoy demasiado gorda? —pregunta sonriendo—. Las chinas son más bellas que yo.

Tú dices que no es así, que a ti te gustan sus pechos, magníficos, muy atractivos.

—¿Nunca habías podido tocar unos pechos así?

Ella se sienta frente a ti, en el sillón medio redondo de delante de la ventana, arrellanándose contra el respaldo, y deja que la contemples hasta la saciedad.

Te tapa el ascensor transparente del rascacielos. Detrás, la sombra de las montañas es todavía más oscura. Una noche mágica. Dices que su cuerpo desnudo, tan blanco, es increíble, casi irreal.

—¿Por eso quieres café, para despertarte del todo? —pregunta, con un destello burlón en los ojos.

—¡Para retener mejor este instante!

Dices, además, que la vida a veces parece un milagro. Te alegras de estar vivo todavía. Dices que todo es mera casualidad, que no es un sueño, sino la realidad.

—Yo, en cambio, preferiría vivir siempre en un sueño, pero es imposible. Me gustaría no pensar en nada más.

Bebe un trago de alcohol, cierra los ojos, tiene unas pestañas muy largas, una auténtica alemana. Le dices que abra las piernas para que puedas verla con claridad, para que esa imagen quede grabada en tus recuerdos. Ella dice que no quiere tener recuerdos, que sólo quiere sentir ese instante. Le preguntas si la ha notado. ¿Tu mirada? Ella dice que ha sentido que se desplazaba por su cuerpo. ¿De dónde a dónde? Dice que desde los dedos de los pies hasta la cintura; ah, un líquido sale de nuevo de ella, dice que te desea. Dices que tú también la deseas a ella, que quieres ver cómo se mueve ese cuerpo lleno de savia.

—¿Para filmarme? —pregunta ella con los ojos cerrados.

—Sí.

La miras fijamente, tu mirada explora su cuerpo de los pies a la cabeza.

—¿Podrían filmarlo todo?

—Todo.

—¿No te da miedo?

—¿Miedo de qué?

Dices que ahora ya no tienes nada que temer. Ella dice que ella tampoco, que le da igual. Dices que esto es Hong Kong y que China está muy lejos, le levantas para abrazarla de nuevo. Te pide que apagues la luz. Entonces penetras de nuevo en su carne húmeda y resbaladiza.

—¿Te atraigo mucho? —jadea dulcemente.

—Sí, me quiero refugiar en ti.

Dices que te vas a refugiar en su carne.

—¿Sólo en mi carne?

—Sí, y sin recuerdos, sólo este instante.

Ella dice que ella también necesita hundirse en la oscuridad, en una inmensidad caótica.

—Sentir el calor de una mujer...

—Un hombre también da calor, hace tiempo que no había tenido...

—¿No habías estado con ningún hombre?

—No había estado tan excitada, tan agitada...

—¿Por qué?

—No lo sé, no sé por qué...

—Intenta decírmelo...

—No lo tengo muy claro...

—¿Es porque esto ha sucedido de repente, sin pensarlo?

—No me lo preguntes.

Pero tú quieres precisamente que te lo diga. Ella dice que no. Tú no te das por vencido, la bombardeas con preguntas: ¿Porque el encuentro fue casual? ¿Porque no os conocíais? ¿Es lo desconocido lo que la ha excitado? ¿O quizás ella estaba buscando esa excitación? Lo niega todo con la cabeza. Dice que te conoce desde hace tiempo, y que, aunque sólo te vio dos veces hace muchos años, se acordaba perfectamente de ti, y ese recuerdo lo veía cada vez con mayor nitidez. Además, dice que hace unas horas se emocionó mucho al verte. Dice también que no se acuesta con cualquier hombre, que no le faltan, que no es una cualquiera, que no tienes que insultarla...

Tú estás emocionado, también necesitas su intimidad, no se trata sólo de excitación sexual. Hong Kong, para ti y para ella, es una tierra extranjera. Tu relación con ella, el viejo recuerdo de hace diez años, fue en China, más allá del mar, cuando todavía vivías allí.

—Fue en tu casa, una noche de invierno...

—Hace tiempo que la precintaron.

—Tu casa era muy especial, muy agradable. Se estaba muy calentito...

—Era porque la tubería de la calefacción central siempre estaba muy caliente. En el apartamento, en invierno se podía estar con muy poca ropa. Recuerdo que cuando viniste traías un abrigo acolchado con el cuello subido.

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