El libro de un hombre solo (4 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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La joven añadió de inmediato que el presidente Mao también había tenido muchas mujeres. Sólo entonces, él se atrevió a besarla. Con los ojos cerrados, ella le dejó acariciar su cuerpo, tan sensible que parecía electrificado, bajo su uniforme militar demasiado ancho. Ella le preguntó si podía prestarle otros libros del mismo estilo. Dijo que quería aprenderlo todo, que eso no tenía nada de peligroso. Entonces él le explicó que cuando los libros se convertían en frutas prohibidas, lo único peligroso era la sociedad, y que por eso tantas personas habían perdido la vida durante la supuesta Revolución Cultural,
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que ahora se consideraba acabada. Ella dijo que eso ya lo sabía, que había visto golpear a hombres hasta matarlos, la sangre negra cubierta de moscas que salía de la nariz de los cadáveres de los llamados contrarrevolucionarios, que nadie se atrevía a reclamar. Entonces ella era una niña, pero ahora ya no se la podía considerar como tal, ya era una adulta.

Él le preguntó qué significaba ser adulto. Ella le dijo que no olvidara que era estudiante de medicina y sonrió. Luego él la tomó de la mano y la besó en los labios, que se abrieron poco a poco. Después de aquel día, ella volvió a menudo a devolver y pedir prestados nuevos libros, siempre los domingos, y se quedaba cada vez más tiempo, a veces desde el mediodía hasta la noche, pero debía tomar el autobús de las ocho para tener tiempo de llegar al cuartel, que se encontraba en un barrio lejano a las afueras de la ciudad. Cuando oscurecía y los ruidos del agua y del lavado de las verduras descendían en el patio y los vecinos cerraban sus puertas, él también cerraba la suya y la abrazaba efusivamente. Ella nunca se quitaba el uniforme y mantenía la vista fija en el despertador. Cuando llegaba la hora del último autobús, se abotonaba con rapidez la chaqueta y se iba.

Cada vez necesitaba con mayor urgencia una vivienda para proteger su vida privada. Cuando obtuvo, no sin bastante esfuerzo, la sentencia de su divorcio, presentó la solicitud de casarse según la concepción ortodoxa oficial con respecto a la vida cotidiana, y precisó en la petición que la condición que ponía su futura esposa para el matrimonio era que primero tuviera una vivienda decente. Ya tenía casi veinte años de antigüedad (incluidos los años de reeducación en el campo durante la Revolución Cultural), y, según el reglamento sobre la repartición de las viviendas, hacía tiempo que tenían que haberle dado una. Sin embargo, tuvo que luchar dos años más y se peleó un montón de veces con los encargados de las viviendas, hasta que, al final, le dieron un pequeño apartamento, antes de que la dirección del Partido, situada por encima de la Asociación de Escritores, cayera sobre él y lo acusara. Utilizó todos sus ahorros y pidió un adelanto de los derechos de autor de un libro, sin saber si sería publicado o no, para hacer de su vivienda un pequeño remanso de paz.

Desde el momento en que la joven puso los pies en su nuevo apartamento, nada más echar el cerrojo, los dos se sintieron terriblemente excitados. Por aquella época todavía no habían encalado del todo las paredes y el suelo estaba cubierto de manchas blancas. No había ninguna cama, y fue sobre un trozo de plástico manchado de cal que descubrió su esbelto cuerpo de joven mujer, hasta entonces oculto a sus ojos bajo el uniforme demasiado ancho. Ella le pidió que sobre todo no la penetrara, porque el reglamento de su hospital militar la obligaba cada año a pasar un reconocimiento médico completo, y a las enfermeras que no estaban casadas les hacían una revisión del himen. Antes de entrar en el ejército, se someten a un riguroso examen político y a otro físico, ya que, además del servicio diario en el hospital, a veces también deben asumir tareas militares y salir en misión para ocuparse de la salud de sus comandantes. Habían fijado la edad de matrimonio de las enfermeras en los veintiséis años, como mínimo, y el ejército debía aprobar la elección del consorte. Antes de que llegara ese momento, no tenían derecho a dimitir, pues se decía que podían estar al tanto de algún secreto de Estado.

Lo hizo todo con ella, pero respetó su promesa. Dicho de otro modo, hizo con ella todo lo que era posible hacer sin penetrarla. Poco después la enviaron a una misión con un comandante a la frontera chinovietnamita, y no volvió a tener noticias de ella.

Cerca de un año más tarde, también era invierno, de repente apareció de nuevo ante él. Acababa de regresar de madrugada de casa de un amigo, donde había pasado la noche bebiendo, y escuchó que llamaban flojo a la puerta. Al abrir, la vio llorando. Le dijo que lo había esperado seis horas en la calle, helada, pero que no se atrevió a entrar en el edificio por miedo a que le preguntaran qué buscaba. Se refugió en un cobertizo y al final vio que la luz del piso se encendía. Él cerró la puerta rápidamente y las cortinas. Antes de recuperar el aliento, la joven, todavía envuelta en su abrigo militar demasiado ancho, le dijo: «Hermano, fóllame».

La tumbó sobre la alfombra, dieron vueltas y más vueltas; no, volcaron ríos y el mar, desnudos, como peces, o más bien como bestias salvajes, peleándose y mordiéndose. Ella sollozaba. Él le dijo: «No retengas tu llanto, nadie puede oírte fuera». Entonces ella se puso a llorar con todas sus fuerzas, luego a dar alaridos. Él le dijo que era un lobo. Ella dijo que no, que era su hermano del alma. Él dijo que quería convertirse en un lobo, en una verdadera fiera salvaje, cruel y ávida de sangre. Ella dijo que lo comprendía, era su hermano, le pertenecía, no tenía ningún temor, a partir de ese momento sería toda de él; lamentaba tan sólo no haberse entregado antes... «No digas eso...», respondió él.

Después ella dijo que quería que sus padres le hicieran dejar el ejército como fuera. Él recibió poco antes una invitación para ir al extranjero, pero no conseguía marcharse. Ella dijo que lo esperaría, era su pequeña mujer. Y cuando finalmente obtuvo su pasaporte y su visado, fue ella la que le dijo que se marchara lo antes posible, antes de que no pudiera hacerlo. No pensaba que se separarían para siempre, o no lo quería, no se atrevía a pensarlo, para no ver el fondo de su corazón.

No le permitió que lo acompañara al aeropuerto. De hecho, ella dijo que no podría pedir permiso para ir a despedirlo. De todos modos, si tomaba el primer autobús de la mañana desde el cuartel, debía cambiar todavía varias veces para ir al aeropuerto y probablemente le sería imposible llegar antes de que el avión despegara.

No se acababa de creer que estuviera marchándose de su país. Sólo cuando se pusieron en marcha los motores del avión y empezó a elevarse por la pista del aeropuerto de Beijing, se dio cuenta de que realmente estaba abandonando el país. En ese momento pensó que «quizá» no volvería nunca más a aquella tierra que aparecía a través de la ventanilla, aquella tierra amarilla que llamaban patria, donde nació, creció, estudió, se hizo adulto, sufrió, y que nunca había pensado abandonar.

De hecho, ¿tenía alguna patria? ¿Ese inmenso espacio amarillo atravesado por ríos helados, que se movía bajo las alas del avión, era su patria? Esa pregunta sólo se derivó de las otras que vinieron más tarde, y la respuesta la fue teniendo clara poco a poco.

Por aquel entonces sólo pensaba en liberarse, en salir del país para respirar tranquilamente, dejando atrás la sombra que lo cubría. Antes de conseguir el pasaporte, esperó casi un año, durante el cual se dirigió a todos los departamentos competentes. Era un ciudadano de ese país, no un criminal. No había ningún motivo para que le negaran el derecho a salir. Pero las personas recibían un trato diferente según quienes fueran, y siempre podían encontrar una buena razón para no dejarle marchar.

Una vez en la aduana, le preguntaron qué llevaba en la maleta. Él respondió que no había nada prohibido, sólo sus efectos personales. Le mandaron que la abriera. Tuvo que obedecer.

—¿Qué hay ahí dentro?

—Una laja para preparar tinta. Es nueva.

Con eso quería decir que no era una antigüedad, un artículo prohibido, pero de todos modos, si realmente querían que no viajara, encontrarían cualquier pretexto. Cada vez estaba más tenso. Un pensamiento atravesó su mente como un relámpago: ese país no era el suyo.

En ese preciso instante, le pareció escuchar un grito:

—Hermano...

Tomó aire e intentó calmarse.

Finalmente lo dejaron pasar. Cerró su maleta, la dejó sobre la cinta, cerró la cremallera de su bolsa de viaje y se dirigió hacia la puerta de embarque. Entonces escuchó otra vez una voz que parecía gritar su nombre. Continuó caminando como si no la hubiera oído, pero, aun así, unos pasos después, se volvió. El hombre que acababa de revisar su maleta observaba a unos extranjeros que avanzaban por el pasillo de pequeños tabiques y dejaba pasar a todo el mundo.

En aquel instante volvió a escuchar un grito largo; era una voz femenina que gritaba su nombre, el sonido venía de muy lejos, flotaba sobre el barullo que se elevaba de la gente de la sala de espera. Su mirada buscó de dónde provenía esa llamada, más allá de la barrera de madera que marcaba el paso de la aduana, y vio una silueta, que llevaba un abrigo militar y un quepis, apoyada contra la barandilla de mármol blanco del primer piso, aunque no podía distinguir la cara.

La noche en que se separaron, ella le murmuró al oído, acurrucada contra él: «Hermano, no vuelvas, no vuelvas». ¿Era un presentimiento, o ella pensaba por él? ¿Había sido más clarividente que él? ¿Adivinó sus pensamientos? Él no dijo nada. Todavía no tenía el valor de decidirse. Pero ella le metió esa idea en la cabeza, aunque no se atreviera a afrontarla. Todavía no estaba preparado para cortar los hilos de sus sentimientos y su deseo, y no podía abandonarla.

Esperaba que no fuera ella la que estaba inclinada en la barandilla. Se volvió para caminar hacia la puerta de embarque. La señal roja parpadeaba en el panel de salidas. Oyó de nuevo un grito estridente y desesperado, un largo «Hermano...». Seguro que era ella; pero no se volvió y cruzó la puerta.

4

Sus recuerdos vuelven con el contacto de su piel húmeda y tibia, que se contorsiona sin cesar. Sabes que no es ella; no es aquel cuerpo delgado y ágil que estaba totalmente a tu merced, sino una carne sólida y robusta, que se pega estrechamente a ti; es tan ávida, tan desenfrenada, que hace que tú también agotes por completo tus fuerzas.

—¡Sigue contando! Háblame de esa joven china, de cómo te aprovechaste de ella antes de abandonarla.

Tú dices que ella es una mujer hecha y derecha, mientras que aquella chica sólo era una niña que quería ser mujer, y estaba lejos de ser tan desvergonzada y ávida como ella.

—¿No te gusta? —pregunta ella.

Tú dices que sí, por supuesto, es justamente con lo que siempre has soñado, esa falta de límites, ese placer de ir hasta el final.

—¿También querías transformarla para que fuera así?

—¡Sí!

—¿Para que se corriera también como una fuente?

—Sí, exactamente.

Jadeas removiéndote.

—¿Para ti todas las mujeres son iguales?

—Claro que no.

—¿Qué diferencia hay?

—Es otro tipo de excitación.

—¿En qué era diferente?

—Había una mezcla de afecto y de compasión.

—¿No has gozado con ella?

—Sí, pero de otra manera.

—Y ahora ¿sólo sientes deseo carnal?

—Eso es.

—¿Y quién te la chupa ahora?

—Una alemana.

—¿Una puta para pasar la noche?

—No.

Pronuncias su nombre: ¡Margarita!

Ella ríe, toma tu cabeza entre sus manos y te besa. Sentada a horcajadas sobre ti, ha dejado de apretarte con sus piernas alrededor de tu cuerpo y ha inclinado su rostro para separar el cabello que cae sobre sus ojos.

—¿No te has equivocado de nombre?

Su tono de voz es muy raro.

—¿No te llamas Margarita? —preguntas un poco indeciso.

—Sí, te lo he dicho yo misma hace un rato.

—Me lo dijiste cuando me preguntaste si me acordaba de ti.

—De todos modos, yo te lo dije.

—Si querías que lo adivinara, podrías haber esperado un segundo más.

—Estaba impaciente y tuve miedo, de que no te acordaras —reconoce ella—. A la salida del teatro había algunos espectadores que querían hablar contigo. Yo me sentí un poco incómoda.

—No tenías por qué, eran amigos.

—¿Por qué no han venido a beber una copa con nosotros? Se han ido enseguida, no han hablado casi nada contigo.

—Quizá porque había una extranjera. No querían molestar.

—¿Desde ese momento pensaste en acostarte conmigo?

—No, pero se te notaba que estabas muy excitada.

—Yo he vivido varios años en China, entiendo tu obra de teatro. ¿Crees que los de Hong Kong también consiguen entenderla?

—No sé.

—Hay que haber pagado un cierto precio para eso.

Adopta una postura grave al decir esas palabras.

—Una alemana llena de gravedad —dices riendo para relajar el ambiente.

—No, ya te lo he dicho, no soy alemana.

—De acuerdo, una judía.

—Una mujer —dice con lasitud.

—Todavía mejor.

—¿Por qué mejor?

De nuevo vuelve a adoptar un tono extraño.

Tú dices que nunca has estado con una judía.

—¿Has estado con muchas mujeres? —pregunta mientras por sus ojos pasa un relámpago.

—Debo reconocer que he estado con unas cuantas desde que salí de China.

Confiesas, inútil mentirle.

—¿Cada vez que vas a un hotel como este, te acompaña una mujer? —pregunta de nuevo.

—No tengo esa suerte. Además, es el teatro en el que se representa mi obra el que paga esta habitación —le explicas riendo.

Su mirada se enternece; se tumba a tu lado. Dice que le gusta tu franqueza, más de lo que le gustas tú.

Dices que la quieres, a ella, no sólo a su cuerpo.

—Entonces está bien.

Es sincera, su cuerpo se aprieta contra el tuyo, sientes que se relaja. Dices que por supuesto que te acuerdas de ella, de aquella noche de invierno. También vino a verte en otra ocasión. Ella dice que pasaba por allí, que al tomar el nuevo cruce de carreteras del paseo periférico vio tu edificio y se acercó sin saber muy bien por qué. Quizá quisiera ver los cuadros de tu casa. Eran muy originales, parecían una especie de sueños negros; fuera el viento soplaba, en Alemania el viento no ruge de ese modo, en Alemania todo es tranquilo y aburrido. Aquella noche tú habías encendido unas velas, el ambiente le parecía un tanto misterioso, a ella le hubiera gustado ver tus cuadros a la luz del día.

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