El libro de un hombre solo (5 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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—¿Todos aquellos cuadros eran tuyos?

Tú dices que en tu casa sólo colgabas cuadros tuyos.

—¿Por qué?

—La habitación era demasiado pequeña.

—¿También tenías el oficio de pintor? —pregunta otra vez.

—Sin autorización. Las cosas funcionaban así en aquella época —dices tú.

—No entiendo.

Tú dices que es lógico que no lo entienda. Eso ocurría en China. Una fundación artística alemana te había contratado para pintar, pero las autoridades chinas negaron la autorización.

—¿Por qué?

Dices que era imposible saber por qué. En aquella época te informaste en todos los lugares; pediste a un amigo que fuera a preguntar a la administración pertinente, y le respondieron que tu actividad era la de escritor y no la de pintor.

—Pero ¿por qué razón un escritor no puede también ser pintor?

Le dices que ella no lo puede entender, aunque hable chino; lo que ocurre en China nunca se explica sólo con ayuda del idioma.

—Entonces no hablemos más del asunto.

Ella dice que recuerda muy bien aquella tarde, en la que el sol brillaba en tu habitación y estaba sentada en un sofá contemplando tus cuadros, incluso tenía muchas ganas de comprarte uno. Sin embargo, todavía era estudiante y no tenía suficiente dinero. Fuiste tú quien le ofreciste uno. Ella dijo que no podía aceptarlo, que era tu trabajo de creación. Tú le explicaste que a menudo regalabas cuadros a los amigos, que los chinos no se compraban cuadros entre amigos. Ella dijo que os acababais de conocer, que todavía no erais amigos, que eso le molestaba, y que, sin embargo, si tenías un catálogo, podías darle un ejemplar, o podía comprártelo. Pero le dijiste que en China era imposible publicar un catálogo de cuadros, pero que, ya que le gustaban tanto, ¿por qué no podías regalarle uno? Ella te dice ahora que tu cuadro todavía está colgado en su casa de Francfort, que para ella es un recuerdo muy especial, una especie de sueño, una imagen interior en la que uno se pierde.

—¿Por qué insististe en que me quedara con uno? ¿Te acuerdas de aquel cuadro? —pregunta.

Tú dices que no, pero recuerdas que querías pintarla a ella, querías que te hiciera de modelo, todavía no habías pintado a una extranjera.

—Era muy peligroso —dice.

—¿Por qué?

—Por mí no había ningún problema, pero para ti era peligroso. No me dijiste nada. Puede que fueras a hacerlo cuando llamaron a la puerta. Abriste y era un tipo que venía a anotar la lectura del contador de la luz. Le acercaste una silla para que se subiera encima. Anotó el número y se marchó.

—¿Crees realmente que vino a mirar el contador? —pregunta.

Tú no respondes, ya no te acuerdas y dices que tu vida en China te aparece muchas veces en pesadillas, quieres olvidarla, pero acaba resurgiendo en tu subconsciente.

—¿Nunca avisan? ¿Pueden entrar en casa de la gente en cualquier momento?

Dices que era en China, que allí todo era posible.

—Después de aquella visita, no me acerqué nunca más a tu casa, tenía miedo de causarte problemas —dice con dulzura.

—No lo había pensado... —dices tú.

De pronto quieres mostrarte cariñoso con ella, agarras sus grandes senos con tus manos.

Con los dedos, te acaricia el dorso de la mano.

—Eres tierno —dice ella.

—Tú también, tierna Margarita.

Sonríes.

—¿Te vas mañana? —preguntas.

—Deja que lo piense... Todavía puedo quedarme, pero tendré que cambiar el billete de regreso a Francfort. ¿Cuándo vuelves a París?

—El próximo martes. Es un billete de tarifa reducida. Es difícil cambiarlo, sólo pagando un suplemento.

—No, yo debo volver como muy tarde este fin de semana —dice—. El lunes una delegación china viene a Alemania para negociar con mi empresa. Yo soy la intérprete. No soy libre como tú, tengo un jefe.

—En ese caso, todavía tenemos cuatro días —dices después de contarlos.

—Mañana... No, ya ha pasado una noche, sólo faltan tres días —dice ella—. Después iré a telefonear a mi jefe para pedirle unos días de fiesta y para cambiar mi billete. Luego pasaré por mi hotel a recoger mis cosas.

—¿Y tu jefe?

—Ya se las arreglará. De todos modos, mi trabajo aquí ya ha terminado.

Afuera ya es de día. Algunos pedazos de nubes permanecen pegados a la punta de los blancos rascacielos cilíndricos. La cima de las colinas está inmersa en la bruma. Sobre sus laderas, la vegetación parece totalmente negra, como si fuera a llover.

5

Está en su casa, en Beijing; no sabe cómo ha vuelto. Ya no consigue encontrar la llave de su apartamento para abrir la puerta. Está preocupado; tiene miedo de que los vecinos lo reconozcan. Escucha unos pasos que vienen de arriba, se vuelve con rapidez y finge que está bajando. El hombre que viene del piso de arriba lo roza con su hombro en el recodo de la escalera; se vuelve y lo reconoce:

—¿Has regresado?

Es Lao Liu, su jefe de sección de la época en que trabajaba de redactor, mal afeitado, como cuando lo sometían a los interrogatorios de acusación y de persecución durante la Revolución Cultural. Había defendido a su antiguo jefe y seguramente él debía de guardar un buen recuerdo de esa vieja amistad. Le explica que no consigue encontrar su llave. Lao Liu deja escapar un profundo suspiro:

—Han requisado tu apartamento y se lo han dado a otro inquilino.

Entonces recuerda que precintaron su apartamento hace mucho tiempo.

—¿Puedes encontrar algún lugar donde pueda esconderme? —pregunta él.

Visiblemente incómodo, Lao Liu responde:

—Hay que pasar por la oficina de gestión de los alojamientos. Es difícil. ¿Cómo es que no has avisado antes de venir?

Dice que ha comprado un billete de ida y vuelta, que no pensaba... Habría tenido que pensarlo, no obstante, ¿cómo podía estar tan atolondrado? Quizá, después de pasar tantos años en el extranjero, ha debido de olvidar las penalidades que pasó en China. Alguien está bajando la escalera. Lao Liu se apresura a salir del edificio y finge que no lo conoce. Él sigue inmediatamente sus pasos para que no lo vuelvan a reconocer, pero cuando llega abajo y sale a la calle, Lao Liu ha desaparecido. El polvo vuela en el aire, se ha levantado un viento de arena como el que sopla en Beijing al principio de la primavera. Sin embargo, en ese instante, no sabe si estamos en primavera o en otoño. Va vestido con poca ropa, tiene frío y recuerda de repente que Lao Liu murió hace tiempo, al tirarse de la ventana del edificio en donde trabajaba. Tiene que huir enseguida de ahí y tomar un taxi hacia el aeropuerto, pero se da cuenta de que confiscarán inmediatamente sus papeles en la aduana, ya que ha sido declarado enemigo público. Ignora por completo cómo ha ocurrido y más aún por qué no puede ir a ningún sitio de esa ciudad en la que pasó la mitad de su vida. Entonces llega a una comuna popular de las afueras y quiere alquilar una casa en el campo. Un campesino que lleva una pala lo conduce a un tinglado cubierto por una tela plástica y le señala con la pala una hilera de hoyos cementados. Probablemente han cavado en la tierra reservas de coles para el invierno, están revestidas, ya es un progreso, piensa. En la época en que se sometía en el campo a la reeducación por el trabajo, llegó a dormir en el suelo, sobre la tierra batida recubierta de paja, cada uno pegado al de al lado, disponiendo de un espacio de unos cuarenta centímetros, menos ancho que esas fosas, que sólo acogen a una sola persona, y que son mayores que los nichos cimentados del cementerio, donde reposan los ataúdes de su padre y de su madre; no se puede quejar. Una vez en el interior, se da cuenta de que bajo la escalera hay otro nivel, otra hilera de hoyos; si debe alquilar algo aquí, será mejor alquilar el nivel inferior, estará más insonorizado, dice que su mujer va a cantar. ¡Ha venido con una mujer!... Se despierta, es una pesadilla.

Hacía tiempo que no había tenido ese tipo de pesadillas y, cuando tenía alguna, ya no tenían nada que ver con China. En el extranjero había encontrado a mucha gente que llegaba de allí y que a menudo le decían: «Deberías volver, darte una vuelta. Beijing ha cambiado mucho, ya no reconocerías aquello, ¡hay más hoteles de cinco estrellas que en París!». De eso estaba seguro. Y si alguien le decía que hoy en día era muy fácil hacer fortuna en China, tenía ganas de decirle que, si era tan fácil, por qué no la hacía. Y si le preguntaban si pensaba en China, contestaba que sus padres estaban muertos los dos. ¿Y la nostalgia del pueblo natal? También la había enterrado. Ya hacía diez años que había dejado su país y no quería recordar ese pasado con el que pensaba que había roto por completo.

Ahora es un pájaro libre. Es una libertad interior, no tiene ninguna preocupación, es libre como el aire, como el viento. Y esta libertad no se la ha concedido ningún dios, él es el único que sabe el precio que tiene que pagar por ella y el valor que tiene. Tampoco piensa unirse de nuevo a una mujer; la familia y los hijos suponen para él una carga demasiado pesada.

Con los ojos cerrados, deja que su mente divague. Sólo cuando cierra los ojos deja de notar la mirada de los demás y no se siente vigilado; con los ojos cerrados es libre, puede dejar que sus pensamientos vaguen, a veces incluso hasta en las profundidades de una mujer, hasta en ese lugar maravilloso. Una vez, visitó una cueva calcárea perfectamente conservada del Macizo Central de Francia, en la que los visitantes entraban en fila india en unos pequeños coches eléctricos unidos por un cable, protegidos por una barandilla metálica. Unas luces de color naranja iluminaban la cueva, que tenía las paredes llenas de ondulaciones y las estalactitas con forma de tetas goteaban sin parar. Esa oscura cavidad natural parecía un gigantesco útero de una profundidad increíble. En ella se sentía minúsculo, como un espermatozoide, un espermatozoide estéril, que se contentaba con pasear por allí, aprovechando su libertad después de apaciguar el deseo.

De niño, en una época en la que el deseo sexual todavía no se había manifestado en él, viajó a lomos de una oca, después de leer un cuento que su madre le había comprado, o incluso llegó a recorrer por la noche el palacio de los duques de Florencia montado sobre un cerdo de cobre, como el que apretaba en sus brazos el huérfano de un cuento de Andersen. También recordaba que la primera vez que sintió la dulzura, femenina no fue con su madre, sino con una sirvienta de su familia que llamaban mamá Li. Ella era la que lo bañaba desnudo en un cubo mientras él jugaba con el agua. Luego lo abrazaba y lo apretaba contra su cálido pecho para llevarlo a la cama, antes de aliviarle las comezones y de acunarlo para que se durmiera. Esta joven campesina se lavaba y peinaba sin pudor delante del pequeño. Recordaba sus gruesos senos blancos, que colgaban como peras, y sus cabellos negros relucientes, que le llegaban hasta la cintura. Ella los desenredaba con un peine fino de hueso y los enrollaba en un gran moño que se hacía en la cabeza después de haberla envuelto con una redecilla. En esa época su madre iba a rizarse el cabello a la peluquería y no debía de ser tan complicado para ella peinarse. La escena más cruel de su infancia fue cuando vio cómo pegaban a su madre Li. Su marido vino a buscarla y quería llevársela a la fuerza, pero ella se agarraba a las patas de la mesa y no se soltaba. El hombre le arrancó el moño, la golpeó en el suelo, haciendo que cayeran sobre las baldosas las gotas de sangre que salían de su frente hinchada. Su madre no consiguió pararlo, y de ese modo supo que mamá Li había huido de su pueblo, porque no soportaba los malos tratos que recibía de su marido. Le dio a su esposo unas monedas de plata envueltas en un tejido azul impreso, un brazalete de plata y todo el dinero que había conseguido ahorrar de su sueldo durante varios años, pero no pudo comprar su libertad.

La libertad no es un derecho del hombre que concede el cielo, y la libertad de soñar tampoco se adquiere desde el nacimiento: es una capacidad que hay que preservar, una conciencia, sobre todo porque las pesadillas no paran de perturbarla.

—¡Atención, camaradas, quieren restaurar el capitalismo! Estoy hablando de todos esos diablos malhechores que se encuentran en todos los niveles, desde la cima hasta la base. En el Comité Central también hay. Debemos desenmascararlos sin la menor piedad. Debemos proteger la pureza del Partido. No permitiremos que se ensucie la gloria de nuestro Partido. ¿Se encuentra alguno de ellos entre los que estamos aquí? No me atrevería a decir que no. De entre las mil personas que estamos reunidas aquí, ¿creéis que todos están limpios? ¿No habrá ninguno que esté provocando disturbios por todas partes y pescando en río revuelto? Quieren perturbar nuestro frente de clase. ¡Os ruego, camaradas, que permanezcáis con los ojos bien abiertos y desenmascaréis sistemáticamente a todos los que se opongan al Presidente Mao, al comité central del Partido, al socialismo!

Cuando, en la tribuna, la voz del dirigente vestido de uniforme verde se paró, los asistentes empezaron a lanzar consignas:

—¡Eliminemos a esos monstruos!

—¡Juremos defender al Presidente Mao hasta la muerte!

—¡Juremos defender al comité central del Partido hasta la muerte!

—¡Exterminemos al enemigo que no se rinde!

Alrededor de él, todo el mundo se desgañitaba; él también tenía que gritar para que lo oyeran los que le rodeaban, no bastaba con levantar el puño. Sabía que, de entre los que habían asistido, todos los que hicieran un gesto distinto a los demás corrían el riesgo de llamar la atención; incluso sentía por la espalda cómo algunas miradas se posaban en él. Sudaba. Por primera vez sintió que era un enemigo, que probablemente podían exterminarlo.

Sin duda pertenecía a esa clase que querían eliminar, pero ¿a qué clase podían haber pertenecido su padre y su madre para que desaparecieran? Su bisabuelo quiso conseguir un título de funcionario, y para eso donó todas las casas de una calle entera, su patrimonio, pero no consiguió ningún cargo oficial. Se volvió loco y acabó quemando la última casa que le quedaba —era en la época del Imperio Manchú, su padre todavía no había nacido. Por otra parte, su abuela materna empeñó todos los bienes que su abuelo había dejado y lo perdió todo antes de que naciera su madre. Nadie, ya fuera del lado de su padre o de su madre, había estado metido en política; sólo su segundo tío paterno había retenido y guardado para el nuevo poder grandes sumas de dinero que iban a huir del banco hacia Taiwan, lo que le sirvió para conseguir el título de personalidad demócrata en recompensa por sus méritos, siete u ocho años antes de ser tachado de «derechista». Todos vivían gracias a sus sueldos, no les faltaba de nada, pero tenían miedo a quedarse sin trabajo. Quizá por eso, acogieron con alegría la llegada de la nueva China, pensando que aquel nuevo Estado sería de todos modos mejor que el anterior.

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