El libro de un hombre solo (3 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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—Teníamos miedo de que nos reconocieran y no queríamos causarte problemas...

—Es cierto, delante del edificio a menudo había un poli vestido de civil, pero se marchaba a las diez de la noche. Quedarse más tiempo en el viento de invierno de Beijing, que soplaba sin cesar, habría sido demasiado duro para él.

—Fue Peter quien tuvo la idea repentina de ir a verte sin telefonearte primero. Me dijo que quería llevarme a tu casa, que erais viejos amigos, que era mejor ir por la noche, así evitaríamos que nos interrogaran.

—No quise tener teléfono en mi casa para que mis amigos no soltaran por el auricular cualquier cosa comprometida y para evitar el contacto con los extranjeros. Peter era una excepción, vino a China a estudiar chino, y en esa época sentía una auténtica pasión por la Revolución Cultural de Mao. Discutíamos mucho. Realmente es un viejo amigo. ¿Qué ha sido de él?

—Nos separamos hace tiempo. Al principio fue representante en China de una empresa alemana. Después se casó con una china y se la llevó a Alemania. Me han dicho que ahora ha montado una pequeña empresa. En aquella época yo acababa de llegar a Beijing para estudiar. No hablaba muy bien el idioma. Me costaba hacer amigos.

—Sí, me acuerdo. Por supuesto que me acuerdo. Cuando entraste, te quitaste el abrigo, luego, la bufanda ¡Qué extranjera más guapa!, me dije.

—Menudo par de tetas, ¿no es eso?

—Claro. Un buen par de tetas, y una piel tan blanca, y unos labios tan rojos sin maquillaje, tan sexy.

—Es imposible que te fijaras en mis labios.

—Claro que sí, eran tan rojos que no era posible no fijarse en ellos.

—También era porque hacía mucho calor en tu casa, y porque había ido en bicicleta durante una hora.

—Aquella noche te quedaste en silencio, frente a mí. No dijiste nada.

—Os escuchaba con mucha atención. Peter y tú hablabais sin parar. Ya no me acuerdo de qué. En aquella época no comprendía muy bien el idioma, pero recuerdo que aquella noche sentí algo muy especial.

Y tú, por supuesto, te acuerdas de aquella noche de invierno, de las velas encendidas en el cuarto, que añadían algo más de dulzura a la velada. Desde la calle era imposible darse cuenta de si había alguien en la habitación. Al final conseguiste ese pequeño apartamento, un nido decente, un hogar en el que podías resistir las tormentas políticas del exterior. Ella estaba sentada en el suelo, de espaldas a la estantería de libros, sobre la alfombra —una alfombra de lana que seguramente fabricaron para la exportación, pero que acabó en el mercado interno—, probablemente un producto de segunda categoría vendido en oferta, pero, aun así, un producto de lujo, el equivalente a la totalidad de los derechos de autor que recibiste por un libro tuyo, un libro que no hablaba en absoluto de política, pero que, a pesar de eso, te había dado muchos quebraderos de cabeza. Ella tenía abierto el cuello de la blusa, resaltaba la piel de su abultado pecho, de un blanco deslumbrante; sus medias negras brillantes y sus largas piernas eran particularmente atractivas.

—No olvides que en tu casa también había una chica, con muy poca ropa, descalza, si no me falla la memoria.

—Normalmente estaba desnuda, incluso poco antes de que llegarais.

—Sí, aquella chica salió discretamente de otra habitación cuando nosotros ya habíamos empezado a beber algo y estábamos charlando desde hacía rato.

—Al ver que no os ibais enseguida, le dije que se uniera a nosotros. Se puso algo de ropa.

—Nos estrechó la mano y luego no dijo nada durante toda la noche.

—Como tú.

—Era una noche particular, nunca había visto ese ambiente en casa de un chino...

—Lo particular era que una joven belleza alemana llegara así, inesperadamente, y tuviera esos labios rojos...

—También había una belleza china, descalza, esbelta y adorable...

—Las llamas vacilantes de las velas...

—Bebíamos vino en tu habitación. Se estaba tan bien; era confortable y cálida. Escuchábamos cómo soplaba el viento glacial...

—Era tan irreal como ahora, puede que en la calle alguien estuviera vigilando...

Sin querer, piensas de nuevo en que quizá estáis siendo filmados en la habitación.

—¿Todavía es tan irreal?

Te abraza con fuerza, tú cierras los ojos, la sientes contra ti, aprietas su cuerpo contra el tuyo, murmuras:

—No tienes que irte antes de que amanezca...

—Por supuesto... —dice ella—. Aquella noche tampoco tenía ningunas ganas de irme. Tenía que volver en bicicleta durante más de una hora en plena madrugada de invierno. Fue Peter quien quiso marcharse, y tú no hiciste nada para impedirlo.

—Sí, es verdad.

Le explicas que a ti te ocurría exactamente lo mismo, debías acompañar a tu amiga al cuartel con tu bicicleta.

—¿Qué cuartel?

Dices que era enfermera en un hospital militar y que no tenía derecho a pasar la noche fuera.

Relaja el abrazo y pregunta:

—¿De qué hablas?

Dices que el hospital militar en el que ella trabajaba se encuentra en un cuartel de un lejano barrio de Beijing. Ella llegaba todos los domingos por la mañana; tú debías ponerte en marcha el lunes a las tres de la mañana y hacer más de dos horas en bicicleta para dejarla en el complejo militar antes de que amaneciera.

—¿Hablas de esa china? —pregunta apartándose de ti e irguiéndose.

Abres los ojos y ves los suyos, grandes, que te miran fijamente. Estás un poco confuso, lo mejor es explicarle que ha sido porque ella ha sacado el tema de tu amante de entonces.

—¿Piensas mucho en ella?

Tras un momento de reflexión, dices:

—Todo eso está muy lejos. Hace tanto tiempo que no he vuelto a tener contacto...

—¿Nunca has vuelto a saber nada de ella?

Cruza las piernas y se sienta sobre la cama.

—No.

Te yergues tú también y te sientas al borde de la cama.

—¿No tienes ganas de volverla a ver?

Dices que para ti China ya está muy lejos. Ella dice que te entiende. Tú dices que no tienes patria. Ella dice que, aunque su padre era alemán y su madre judía, tampoco tiene patria, pero que no puede evitar los recuerdos. Le preguntas por qué. Ella te contesta que no es como tú, ella es una mujer. Dices simplemente «Ah», sin añadir nada más.

3

Necesitaba un nido, un lugar donde refugiarse, donde pudiera escapar de los demás, un hogar para él solo, para preservar su intimidad sin que lo vigilaran. Necesitaba una habitación insonorizada, para que, cuando cerrara la puerta, pudiera hablar en voz alta sin que lo oyeran, pudiera decir lo que quisiera, un universo de él para reflexionar sin bajar la voz. No podía seguir en su capullo, como una larva silenciosa, debía vivir, sentir, tener la posibilidad de gemir o de gritar cuando hiciera el amor con una mujer hasta la extenuación. Debía luchar para conseguir un espacio de vida, ya no podía soportar la presión de los años que acababan de pasar, y debía dar rienda suelta al deseo que se había despertado en él.

Sin embargo, en la pequeña habitación en la que vivía en aquella época apenas cabía una cama de soltero, un escritorio y una estantería. En invierno, una vez instaladas la estufa de carbón y su tubería extractora metálica, se hacía muy difícil moverse si había alguien más en el cuarto. El fino tabique que lo separaba de sus vecinos no conseguía ahogar el sonido de todo lo que ocurría en la habitación de al lado, tanto los juegos amorosos de la pareja de obreros durante la noche en su cama como cuando el bebé de ellos se ponía a llorar. Además, dos familias más compartían con él el patio en el que se encontraban la fuente de agua corriente y la alcantarilla. Siempre que la joven venía a su casa, los vecinos no le quitaban ojo de encima, y debía dejar su puerta entreabierta, mientras bebían el té o charlaban, para evitar las habladurías. Su mujer, con la que estaba casado desde hacía más de diez años, pero con quien nunca había vivido, pidió una investigación sobre él al comité del Partido de la Asociación de Escritores, que se puso en contacto con el comité de vecinos del barrio. El Partido se metía en todo, ya fuera en sus pensamientos, en sus obras o en su vida privada.

Cuando esa chica vino a su casa por primera vez, vestía un uniforme del ejército demasiado ancho para ella y que estaba decorado con insignias rojas. Con la cara igualmente roja, le dijo que se había emocionado al leer sus novelas. Él no se acababa de fiar de las chicas que llevaban uniforme militar, pero le sorprendió su cara de bebé y le preguntó la edad. Ella le contestó diciendo que había estudiado en una escuela de medicina militar y que actualmente estaba haciendo prácticas en un hospital del ejército. Acababa de cumplir diecisiete años. Él pensó que era la edad en la que las chicas se enamoran fácilmente.

Cuando la besó por primera vez, después de cerrar la puerta de su habitación, todavía no había conseguido la sentencia de divorcio. Mientras la acariciaba conteniendo la respiración, escuchaba las voces de los vecinos, que sacaban agua del patio, lavaban la ropa o la verdura y tiraban por el desagüe el agua que habían usado. También escuchaba sus pasos.

Cada vez tenía más claro que si necesitaba un apartamento, no era para estar con una mujer. Necesitaba un techo que lo protegiera del viento y de la lluvia, y cuatro paredes para aislarse del ruido. Pero no tenía la menor intención de volver a casarse. Estaba harto de aquel matrimonio que había durado más de diez años, mantenido sólo por la fuerza de la ley, y necesitaba sentirse libre. Desconfiaba de las mujeres, sobre todo de esas chicas jóvenes y bellas que parecían llenas de porvenir y de las que era capaz de enamorarse perdidamente. Lo traicionaron y denunciaron varias veces. Cuando todavía estaba en la universidad, se enamoró de una estudiante de su clase. Tenía la cara y la voz más dulces que había visto. Esa adorable joven, que quería progresar, hizo un informe ideológico al secretario de la célula del Partido en el que mencionaba los comentarios sarcásticos que él había hecho sobre la novela revolucionaria
El canto de la juventud
, que la Liga de la Juventud Comunista consideraba de lectura obligatoria. La estudiante no tenía ninguna intención de perjudicarlo, incluso se sentía atraída por él, pero cuanto más enamorada estaba una chica, más se abría al Partido, como un creyente necesita confesar sus secretos al cura. A partir de ese momento, la célula de la Liga llegó a la conclusión de que él tenía pensamientos negativos. Todavía no era demasiado grave, la universidad incluso le acabó dando el diploma, aunque no lo admitieron en la Liga. Las acusaciones de su esposa eran mucho más peligrosas; cualquier tipo de prueba, aunque hubiera sido un simple pedazo de papel escrito furtivamente, habría bastado para condenarlo por contrarrevolucionario. ¡Ah! ¡Qué bella época aquellos años de revolución, en los que hasta las chicas se volvían locas, tan locas que eran capaces de sembrar el pánico a su alrededor!

No podía confiar en aquella muchacha que se presentaba vestida de uniforme. Venía a pedirle consejos de literatura. Él le contestó que no podía enseñarle y que le sugería que siguiera los cursos nocturnos de la universidad. Había todo tipo de cursos de literatura. Se podía inscribir pagando una pequeña suma, y al cabo de dos años le daban incluso un diploma. Ella le preguntó qué libros tenía que leer. Él le respondió que lo mejor era que no leyera manuales, la mayor parte de las bibliotecas habían abierto de nuevo sus puertas y podía tener acceso a todos los libros que habían estado prohibidos. La joven dijo, además, que tenía ganas de aprender a escribir; pero él le desaconsejó que lo hiciera, para que eso no fuera un obstáculo en su carrera; pues él mismo no había parado de tener problemas por su afición a la escritura. Una muchacha sencilla y pura como ella, que llevaba un uniforme militar y había aprendido medicina, tenía un futuro muy claro. Pero ella respondió que no era tan sencilla ni pura como él pensaba. Quería aprender más cosas, comprender la vida, lo que no era ninguna contradicción con el hecho de llevar un uniforme y estudiar medicina.

No negaba que se sentía atraído por ella, pero hubiera preferido hacer el amor con total tranquilidad con las chicas indecentes, salidas del fango de las capas inferiores de la sociedad, a gastar saliva para enseñarle a ella lo que era la vida. Y, de todos modos, ¿qué era la vida? Sólo Dios lo sabía.

Era incapaz de explicar a la joven que había venido a pedirle consejo lo que era la vida, y todavía menos lo que se llamaba literatura, como tampoco conseguía explicar al secretario del Partido de la Asociación de Escritores, de la que dependía, lo que él entendía por literatura. No tenía ninguna necesidad de que lo guiaran o lo autorizaran. Por eso, siempre que salía de un problema, se acababa metiendo en otro.

Frente al uniforme que llevaba la muchacha, a pesar de ser adorable y fresca, no abrigaba ningún deseo con respecto a ella ni se sentía conmovido. Jamás habría imaginado que la tocaría y que acabaría incluso acostándose con ella. Cuando le trajo los libros que tomó de la estantería, le dijo que los había leído todos; todavía tenía la cara roja, venía de la calle, aún no había recuperado el aliento. Le preparó una taza de té, como habría hecho si hubiera recibido al redactor de una revista. Le dijo que se sentara en una silla que estaba al lado de su escritorio, detrás de la puerta, y él se sentó en la otra silla, delante del escritorio. En la habitación también había un sofá bastante rudimentario. Acababa de empezar el invierno y la estufa de carbón estaba encendida. Si le hubiera dicho que se sentara en el sofá, el tubo de la estufa le habría tapado su cara y les habría incomodado para charlar. Por eso estaban los dos sentados cerca del escritorio. Las manos de la joven acariciaban sobre la mesa las novelas que había traído, censuradas en otro tiempo por reaccionarias y eróticas. Eso quería decir que ella había saboreado esos frutos prohibidos, o, al menos, su turbación venía de que conocía su naturaleza.

Lo primero que le llamó la atención de su cuerpo fueron sus manos, tan delicadas y tiernas, y que, muy cerca de él, continuaban acariciando los libros. La chica se dio cuenta de que las estaba examinando y las escondió bajo la mesa. Su cara se puso todavía más roja. Él empezó a preguntarle qué pensaba de los héroes de esos libros y, sobre todo, por supuesto, de las heroínas. El comportamiento de aquellas mujeres no correspondía en absoluto a la moral de entonces y todavía menos a las enseñanzas del Partido. Él le dijo que probablemente eso era lo que se llamaba vida, y que en la vida no había medida. Si un día ella lo denunciaba o si la organización del Partido a la que servía con su uniforme le pedía explicaciones sobre la relación que mantenía con él, no habría nada grave en sus palabras. Las experiencias vividas le habían enseñado a ir con cuidado en ese sentido. Y además, después de todo, ¡eso también era la vida!

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