Brrrrrr… brrr… brrr… las paletas de la hélice cogen velocidad. Inclinándome aún más hacia la ventanilla, apoyo la frente en el cristal. Las paletas giran tan de prisa que se desdibujan.
—Wes, te juro que allí fuera no hay nadie. Todo va bien.
Lisbeth piensa que estoy mirando el amplio prado que lleva hasta la mansión mediterránea de los Sant. O que estoy examinando cada árbol, matorral y estatua griega o del Renacimiento para ver si alguien nos sigue. Pero cuando el helicóptero se inclina hacia adelante y se eleva de la cubierta, lo único que veo en el cristal es mi imagen reflejada.
—Y tú querías quedarte sentado todo el día —me recuerda Lisbeth, tratando de tranquilizarme mientras ascendemos hacia el cielo azul y el yate de los Sant se hace cada vez más pequeño debajo de nosotros—. Adiós, adiós, gente rica con vidas perfectas que me hacen sentir gorda y miserable. ¡Vamos a poner en peligro nuestras vidas!
No digo nada y mantengo la frente pegada al cristal de la ventanilla. En la lengua de arena de la cala de Palm Beach, donde las aguas de Lake Worth fluyen hacia el océano Atlántico, el mar verde azulado se extiende hacia el horizonte, sus colores más hipnóticos que la cola de un pavo real. Apenas si lo veo.
—Vamos, Wes, tienes derecho a una sonrisa —añade Lisbeth—. Tenemos una pista sobre El Romano, algunos indicios en el crucigrama, Rogo y Dreidel van a averiguar más cosas en los archivos de Boyle, y nosotros, gracias a tu habilidad, estamos volando en un pájaro de tres millones de pavos para encontrarnos con la persona que mejor puede mostrarnos lo que ocurrió aquel día. No estoy diciendo con ello que deberías pedir el confeti y organizar un desfile, pero no puedes quedarte allí sentado lamiéndote las heridas.
Con la cabeza aún apoyada contra el cristal, cierro los ojos y vuelvo a ver la cinta de vídeo. Ella nunca será capaz de entenderlo.
—Escucha, sé que fue muy duro para ti ver esas imágenes…
Aprieto con más fuerza la frente contra el cristal.
—… y el hecho de verte sin las cicatrices…
A diferencia de la mayoría de las personas, ella no esquiva el tema. Puedo sentir su mirada. El helicóptero se estabiliza, se dirige hacia el sur, a lo largo de la costa dorada, luego corta a la derecha y pone rumbo hacia el interior, en dirección suroeste, sobre las ondas verdes del campo de golf del club de campo. Volamos a unos ciento cincuenta metros de altura, la posición de un avión que se acerca para tomar tierra. Los carritos de golf se mueven como diminutas hormigas blancas a través de la hierba, mientras los búnkeres de arena del recorrido salpican el paisaje como si fuesen docenas de pequeñas piscinas color beis para niños. En pocos minutos, las grandes mansiones costeras y los yates de ensueño de Palm Beach dejan paso a las marismas marrones y plagadas de mosquitos de los Everglades. El paisaje cambia jodidamente de prisa.
—Sólo digo —continúa Lisbeth— que hayas pasado por lo que hayas pasado… sigues siendo tú.
Mirando a través de la ventanilla, veo cómo los altos grupos de juncos se mecen en las someras aguas marrones de los Everglades.
—No se trata de mi cara —balbuceo.
Me reclino ligeramente en el asiento, y miro la imagen que hay detrás de mí en el reflejo del cristal. Lisbeth no se mueve, continúa mirándome fijamente, sin ninguna vacilación mientras estudia mi rostro.
—Tú viste la cinta —digo—. La forma en que salgo de la limusina, saludando a la multitud, el movimiento pedante de mis hombros…
—Ahora estás mejor. Te parecías a Dreidel.
—Es que ésa es la cuestión. Cuando veo la cinta… cuando veo mi antiguo yo… no sólo echo de menos mi cara. Lo que echo de menos —lo que lloro— es mi antigua vida. Eso es lo que me quitaron, Lisbeth. Puedes verlo en esa cinta: un chico arrogante de veintitrés años pavoneándose como sólo puede hacerlo un chico arrogante de veintitrés años. En aquella época, cuando imaginaba cómo sería mi futuro, de la Casa Blanca a… estaba volando tan alto que ni siquiera podía ver la siguiente meta. Todo era posible. Es decir, todo eran promesas… Yo corro y corro y corro en esa carrera y entonces, un estúpido día, con un estúpido rebote de una bala… —Mi barbilla empieza a temblar, pero después de todos estos años, sé exactamente cómo apretar los dientes para detenerla—. Me doy cuenta de que nunca llegaré más allá de… de la mitad del camino. —El temblor ha desaparecido. No es una gran victoria—. Ésa es mi vida. A mitad del camino.
En el reflejo de la ventanilla, Lisbeth se coloca un mechón de pelo rojo detrás de la oreja.
—Has llegado mucho más allá de la mitad del camino, Wes.
—¿Por qué, porque le doy al presidente su Coca-Cola light y sé a cuál de sus amigos detesta? Rogo me lo ha estado diciendo durante años, pero no quería escucharlo. Se suponía que iba a ser un escalón para seguir progresando. Y, de alguna manera, se ha convertido en una meta. ¿Eres capaz de imaginar lo patético que tienes que ser para que suceda algo así?
—Probablemente tan patético como conformarse con trabajar en la sección de cotilleos locales, aunque el auténtico sueño fuese asombrar al mundo con arriesgados temas de investigación periodística.
Por primera vez desde que despegamos, me aparto de la ventanilla y miro a Lisbeth.
—Eso es diferente.
—No lo es —replica ella—. Tú viste mi despacho. Todas esas cartas que cubren las paredes de mi cubículo…
—Las cartas a tu padre.
—No a él. Acerca de él. Esas cartas son una prueba, Wes. Son una prueba de que puedes utilizar este trabajo para cambiar la vida de alguien para mejor. Esas cartas son la prueba de que la información es poder. ¿Y qué hago yo con ese poder? Dedico cada día a tratar de escribir veinte líneas que merezcan la pena sobre divorcios, puñaladas por la espalda en el club de campo y provocar comecomes en la gente, tipo ¿a quién sorprendieron en situación comprometida en una mesa de dados en el Morton's? Cuando acepté este trabajo, me prometí que sólo serían uno o dos años, hasta que pudiese alimentar adecuadamente a mis gatos. Y eso fue hace siete años, Wes —dice ella, más seria que nunca—. ¿Y sabes cuál es la peor parte de toda esta historia?
—¿Que renunciaste a tu sueño?
Ella niega con la cabeza.
—Que puedo dejarlo en cualquier momento.
Mientras la miro detenidamente, Lisbeth se rasca las pecas de la mejilla.
—Aun así es diferente —insisto, volviendo a mirar a través de la ventanilla—. Mi meta es poder caminar por la calle y pasar desapercibido. Tú al menos eres la persona que siempre fuiste.
Ella cambia de posición en el asiento y el cuero cruje debajo de su cuerpo.
—Mi padre solía decir que Dios pone grietas en todo. Es así como entra la luz.
—Sí, bueno, tu padre lo robó de una vieja canción de Leonard Cohen.
—Eso no hace que sea menos verdadero.
A través de la ventanilla contemplo el río de hierba, los juncos sobre el agua como una cabellera húmeda. A unos cien metros debajo de nosotros, una pequeña bandada de aves blancas surca el cielo.
—¿Son garzas? —pregunta Lisbeth, mirando a través de su ventanilla.
—Garcetas —contesto—. Sus picos son más negros y afilados.
Mientras miro hacia abajo pienso en mi pájaro,
Lolo
y cuánto le gustaría esta vista. Luego me recuerdo que no puede volar: tiene las alas recortadas.
Me vuelvo por segunda vez, alejándome de la ventanilla. Tiene el cuello salpicado de pecas color caramelo.
—¿Realmente te sientes tan desgraciada con tu trabajo? —le pregunto.
—El mes pasado no acudí a la reunión del décimo año con mis compañeros de instituto porque la pequeña biografía que habían incluido en el programa me llamaba «reina del cotilleo». Sé que parece una tontería, pero simplemente no quería que me vieran.
—Imagínate yo —bromeo, volviéndome para que pueda ver bien mis cicatrices.
—Oh, por Dios, Wes sabes muy bien que yo no quería…
—Lo sé —manifiesto, exhibiendo la mejor sonrisa que puedo ofrecer. Como siempre, la mitad derecha de mi boca permanece inmóvil. Pero, por una vez, cuando la mitad izquierda se alza hacia el techo del helicóptero, se parece bastante a una sonrisa.
—¿Qué hay de las grabaciones telefónicas? —preguntó O'Shea, sentado en el asiento del acompañante mientras Micah conducía a través del tráfico del mediodía que saturaba la I-95.
—Nada —contestó Paul Kessiminan a través del teléfono de O'Shea con su acento de Chicago. Como alumno de matemáticas aplicadas que no había acabado sus estudios en la Academia Naval de Estados Unidos, Paul no era un erudito. Como miembro de alto rango en la División de Tecnología de Investigación del FBI, Paul era un genio. Y raramente se equivocaba—. El chico no ha usado su móvil desde anoche.
—¿Tarjetas de crédito?
—Lo he investigado todo: pagos con tarjetas, cajeros automáticos, reservas en compañías aéreas, incluso su tarjeta del Blockbuster. Quienquiera que sea este Wes, no es ningún tonto. Es el tío más discreto que me he encontrado jamás.
—Entonces sigue la pista del teléfono —dijo O'Shea mientras el Chevy frenaba a escasos centímetros de una camioneta negra. Dando un puñetazo en el salpicadero, señaló el borde izquierdo de la autopista, para indicarle a Micah que continuase por allí—. Wes debe de estar transmitiendo cerca de una antena para móviles mientras hablamos.
—¿De verdad? Había olvidado por completo cómo funciona el GPS y todo mi trabajo —dijo Paul.
O'Shea no se rió.
—No me jodas, Paul.
—Eh, eh, cuidado con esa boca. No me dijiste que era tan importante.
—Pues es tan importante. Ahora dime, ¿está transmitiendo o no?
—Debería de estar haciéndolo —comenzó a decir Paul mientras O'Shea oía el sonido de su teclado a través del teléfono—.
Pero si su móvil pertenece a la oficina de Manning, como parece ser el caso, lo tendremos difícil. Anulan sus GPS para que nuestros ex presidentes puedan disfrutar de algo de intimidad.
—¿O sea, que no puedes rastrear la señal?
—Por supuesto que podemos rastrear la señal. ¿Crees que realmente permitimos que esos tíos se muevan por ahí sin protección? Lo jodido es que no estoy recibiendo nada que se pueda rastrear.
—¿Por qué? ¿Tiene el teléfono apagado?
—Aunque el teléfono esté apagado, el GPS debería transmitir de todos modos —explicó Paul mientras Micah serpenteaba entre el denso tráfico hasta encontrar un hueco en el carril central—. Eso significa que está en el aire, bajo tierra o bien fuera de cobertura.
—Está volando —le dijo O'Shea a Micah, señalando la salida al aeropuerto de Palm Beach—. ¡Por allí!
Sin dudarlo un momento, Micah desvió el Chevy azul atravesando dos carriles de tráfico y acelerando hacia la salida. Los cabreados conductores hicieron sonar sus cláxones.
—Tal vez Wes está utilizando el teléfono de otra persona —dijo Micah sin apartar los ojos de la carretera—. Dile que rastree las llamadas de Dreidel.
—Paul, hazme un favor e investiga a los otros dos tíos y a la chica —dijo O'Shea mientras tomaban la curva de la salida—. Volveré a llamarte en un minuto.
—¿Qué haces? —le preguntó Micah a O'Shea cuando éste cortó la comunicación—. Necesitamos esa información ahora.
—Que es la razón por la que estoy consiguiéndola —dijo O'Shea mientras marcaba un nuevo número en su móvil—. Si Wes no está usando sus tarjetas de crédito o su documento de identidad, no puede conseguir un avión a menos que cuente con la ayuda de un peso pesado.
—Es un hermoso día en la oficina del presidente Manning —dijo la recepcionista al contestar la llamada—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Hola, soy el agente O'Shea del FBI. Estamos trabajando en la investigación de Nico Hadrian. ¿Puedo hablar con la persona que se encarga del transporte del presidente? Necesitamos asegurarnos de que está al corriente de todas las precauciones que el Servicio Secreto y nosotros hemos puesto en práctica.
—Por supuesto —contestó la recepcionista—. Ahora mismo le paso con Oren.
Se oyó un clic seguido de dos chirridos agudos.
—Aquí Oren.
—Oren, soy el agente O'Shea y lo llamo desde…
—Guau, me estoy convirtiendo en un personaje popular… Dos agentes en el mismo día —lo interrumpió Oren.
—¿Cómo dice?
—Está llamando desde el Servicio Secreto, ¿verdad? Acabo de hablar con su compañero. Se marchó de aquí hace unos minutos.
—Efectivamente —dijo O'Shea sin dudar—. De modo que ya ha hablado con el agente…
—¿Egen… Roland Egen? ¿Lo he dicho bien?
—Es él —contestó O'Shea, estrujando el teléfono en su puño—. Piel pálida y pelo negro, ¿no?
Micah se volvió al oír la descripción y su barbilla casi golpea contra el volante.
—Espera, ¿es…?
O'Shea alzó la mano, interrumpiendo a su compañero.
—¿De modo que usted le dio información acerca del paradero de Wes?
—Por supuesto. Aunque lo único que podía darle era su vuelo a Key West —explicó Oren—. Agradecemos de veras que lo estén protegiendo. Me refiero a que Wes siempre se ha mostrado un poco, ya sabe, asustadizo desde el accidente, pero con Nico fugado, se nota en su voz que está realmente destrozado.
—¿Quién podría culparlo? —contestó O'Shea, ansioso por cortar la comunicación—. Oren, su ayuda ha sido muy valiosa. Gracias por todo.
Cuando O'Shea colgó el teléfono, Micah se quedó mirando la expresión del rostro de su compañero.
—Hijo de…
—Por favor, dime que El Romano estaba en su despacho —dijo Micah.
—Basta —dijo O'Shea—. O nos ha tocado la lotería o bien hemos caído de cabeza en un campo de minas más grande de lo que creíamos.
Micah asintió y pisó el acelerador, señalando con las cejas una valla publicitaria que ofrecía vuelos diarios a Key West. O'Shea ya estaba marcando el número.
—Hola, me gustaría alquilar uno de sus hidroaviones —dijo—. ¿Cree que podría tenerlo listo dentro de cinco minutos?
—¿Estás seguro de que no ha llamado? —preguntó Dreidel desde el asiento del acompañante mientras el coche avanzaba sin prisa a través del embotellamiento que habitualmente colapsaba la US-1 de Miami—. Hazme un favor y comprueba tu teléfono.
Tamborileando los dedos contra el volante, Rogo no se molestó en comprobar si había recibido alguna llamada.
—Wes no ha llamado.
—Pero si ha sucedido algo… Si no ha conseguido llegar a KeyWest…