—Aún no puedes dejarlo atrás, ¿eh? —pregunta, siguiendo la dirección de mi mirada hacia el ejemplar de
The New York Times
que descansa sobre la mesa rústica de la cocina. En la primera plana hay una gran fotografía del actual presidente, Ted Hartson, en un estrado y con las manos justo debajo del micrófono.
—¿Quién tomó esa fotografía? ¿Kahan? —pregunto.
—Los brazos apoyados, ningún movimiento, ninguna reacción ante las cámaras… Por supuesto que la foto es de Kahan. El presidente ha salido como un perfecto cadáver.
En el mundo de los estrados y los fotógrafos de la Casa Blanca, la única toma de acción real se produce cuando el presidente se mueve. Un gesto de la mano. Las cejas enarcadas. Es entonces cuando el pelotón de fusilamiento de cámaras aprieta el gatillo. Si te pierdes eso, te pierdes la instantánea.
Kenny raramente se perdía uno de esos momentos. Especialmente cuando era importante. Pero después de treinta y cinco años viajando de ciudad en ciudad y de país en país, resultó evidente que aunque no es un juego para jóvenes, tampoco es un juego para viejos. Kenny nunca se lo tomó personalmente. Incluso a los mejores caballos los llevan a pastar.
—¿Y cómo te tratan los años de decadencia? —bromeo, aunque Kenny apenas si ha superado los sesenta.
Abriendo su ojo de Popeye, Kenny nos indica que pasemos a la sala de estar, que es claramente una zona de recepción de su estudio. Centrada alrededor de una mesa de pino rodeada de cuatro sillones estilo colonial, la habitación está cubierta prácticamente hasta el techo con docenas de fotografías en blanco y negro, todas ellas en finos marcos en blanco y negro. Cuando me acerco para echarles un vistazo, me sorprende comprobar que, si bien la mayoría de las fotos pertenecen al ingenuo estilo periodístico por el que son famosos los fotógrafos de la Casa Blanca, también hay instantáneas de novias arrojando su ramo de flores y novios elegantes comiendo trozos de tarta nupcial.
—¿Te dedicas a las bodas? —pregunto.
—Seis presidentes, cuarenta y dos reyes, innumerables embajadores y el banquete de bodas de Miriam Mendelsohn, completado con una sesión de fotos de su fraternidad —dice Kenny, todo emoción y ninguna vergüenza.
—¿Hablas en serio?
—No te rías, Wes. Trabajo dos días por mes y luego salgo a navegar toda la semana. Todo lo que tengo que hacer es conseguir que se parezcan a los Kennedy.
—Son realmente hermosas —dice Lisbeth, estudiando las fotos.
—Tienen que serlo —dice Kenny, enderezando uno de los marcos—. Volqué mi corazón en ellas. Quiero decir, la vida no se acaba en la Casa Blanca, ¿sabes?
Asiento de manera instintiva. Y también lo hace Lisbeth, quien extiende la mano para enderezar otro de los marcos. Justo por encima de su hombro, en una mesa auxiliar cercana, alcanzo a ver una de las fotografías de Manning más famosas de Kenny: una imagen en blanco y negro del presidente en la cocina de la Casa Blanca, ajustándose la corbata en el reflejo de una brillante jarra de plata momentos antes de su primera cena oficial. Volviéndome hacia la pared de las novias, encuentro a una reina de la belleza rubia que mira de reojo y con admiración su trenza francesa en el espejo. La fotografía también es muy buena. Tal vez incluso mejor.
—¿Y cómo está el Jefe? —añade Kenny, refiriéndose a Manning—. ¿Sigue furioso conmigo por haberle hecho esa foto?
—Manning no está furioso contigo, Popeye.
—¿De verdad? ¿Le dijiste que venías a verme?
—¿Estás loco? —digo—. ¿Tienes idea de lo furioso que está contigo?
Kenny se echa a reír, consciente de su posición en la casa de Manning.
—Algunas leyes son inmutables —dice, cogiendo una gruesa carpeta de tres anillas de la mesa donde está la foto de Manning—. Los coches usados blancos son los que mejor se venden, los clubes de
striptease
sólo cierran cuando hay un incendio y el presidente Leland Manning jamás perdonará al hombre que le dio esto…
Kenny abre la carpeta de anillas y muestra una copia antigua, protegida por una cubierta de plástico, de la fotografía presidencial más famosa desde que Truman fue protagonista de los titulares que rezaban «Dewey derrota a Traman»: la instantánea en blanco y negro del León Cobarde, Manning en mitad del grito, arrastrado fuera de la pina humana, mientras la esposa del presidente de la NASCAR le sirve de escudo humano.
—Dios, recuerdo haber visto esta foto en primera plana al día siguiente —dice Lisbeth, sentándose en uno de los sillones mientras apoya la carpeta en su regazo—. Esto… esto es historia…
—¿En qué periódico? —pregunta Kenny.
—
The Palm Beach Post
—contesta Lisbeth alzando la vista de la fotografía.
—Sí. Más miles de dólares que nunca veré.
Al ver la expresión de desconcierto de Lisbeth, le explico:
—Como en aquella época Kenny estaba trabajando para Associated Press, ellos se quedaron con toda la pasta de la foto.
—Cientos de periódicos y cuarenta y nueve portadas de revista… todo por calderilla —dice Kenny—. Mientras tanto, un universitario que la NASCAR contrató para que hiciera unas fotos para su sitio web trabajaba por su cuenta. Afortunado cabrón. Ganó 800.000 pavos, que se dice pronto… y ¡se le escapó la foto!
—Sí, de acuerdo, pero ¿a quién le dieron el Pulitzer? —señalo.
—¿El Pulitzer? Ése fue un premio de consolación —interrumpe Kenny—. No apreté el obturador en medio una lluvia de balas. Me entró pánico y apreté accidentalmente el botón. Manning aparece sólo en tres fotos. —Volviéndose hacia Lisbeth, añade—: Todo sucedió tan de prisa que si apartabas la vista y luego volvías a mirar, te lo perdías.
—No parece que se haya perdido nada —dice Lisbeth mientras pasa la primera página de la carpeta y contempla la doble página de copias con cerca de sesenta instantáneas en blanco y negro, cada una de ellas apenas un poco más grande que un sello de correos.
—Si sigue pasando las páginas, debería haber seis más. Fueron ocho carretes en total, incluyendo fotos de reacción —dice Kenny—. La mayoría están ampliadas a 8 x 10, pero usted me dijo que la biblioteca estaba buscando nuevos ángulos, de modo que… —Saca del bolsillo una lupa de fotógrafo y se la da a Lisbeth.
Durante medio segundo, ella olvida que se ha presentado como miembro del personal de la biblioteca.
—No… no, está bien —dice—. Como el décimo aniversario del tiroteo está cerca, queremos organizar una exposición que muestre algo más que el material de siempre.
—Naturalmente, eso parece perfectamente razonable —dice Kenny y su ojo de Popeye se entrecierra mientras me taladra con la mirada—. Cuando aún faltan dos años para que se cumpla ese aniversario, es mucho más inteligente por su parte viajar hasta Key West en lugar de pedirme que haga un par de copias y se las envíe a la biblioteca.
Lisbeth se queda inmóvil. Yo también. El ojo de Popeye es apenas una ranura.
—Nada de mentiras, Wes. ¿Esto es para ti o para él? —pregunta Kenny. Pronuncia «él» en ese tono que la gente reserva para Dios. El mismo tono que todos empleábamos durante nuestros días en la Casa Blanca.
—Para mí —digo y siento que se me seca la garganta.
Kenny no contesta.
—Lo juro, Kenny. Por mi madre.
Nada.
—Kenny, por favor…
—Escucha, ése es mi teléfono —me interrumpe Kenny, aunque en la casa reina un silencio sepulcral—. Permíteme contestar. Estaré arriba si me necesitas. ¿Entendido?
Asiento, conteniendo la respiración. Kenny me da unas palmadas en las cicatrices como si fuese un padrino, luego desaparece por la escalera que lleva a la planta superior sin mirar atrás. No dejo escapar el aire hasta que no oigo cómo se cierra la puerta de la habitación de arriba.
Lisbeth abre las anillas de la carpeta con un sonido metálico.
—Tú coge la lupa, yo me ocuparé de las 8x10 —dice, sacando las primeras ocho páginas y pasándomelas.
Arrodillándome junto a la mesilla auxiliar, coloco la lupa sobre la primera fotografía y me inclino hacia adelante como si fuese un joyero que estudia un diamante.
La primera fotografía es un primer plano de la limusina en el momento en que entra en la pista de carreras. A diferencia de la cinta de vídeo, aquí el fondo es claro y está bien definido. Pero la cámara enfoca la limusina desde una distancia tan corta que todo lo que alcanzo a ver son las nucas de unos cuantos pilotos de la NASCAR y la primera fila de gente sentada en las gradas.
Una fotografía… Quedan 287…
—Estamos buscando a Kara Lipof —dijo Rogo, entrando en la desordenada habitación que era como un largo y estrecho pasillo.
—El segundo a la derecha —dice un archivero que lleva un número de teléfono escrito en la palma de la mano mientras señala con el pulgar dos escritorios más adelante.
Había ocho archiveros, con sólo una estantería metálica separando los escritorios. Cada mesa, estantería, silla, ordenador, mininevera y alféizar estaba cubierto de papeles. Afortunadamente para Rogo, ningún papel cubría la placa de plástico con el nombre sobre el escritorio de Kara.
—¿Kara? —preguntó Rogo suavemente.
Desde el otro lado del escritorio, una mujer de alrededor de treinta años con el pelo castaño rojizo y una blusa con motivos florales alzó la vista de la pantalla de su ordenador.
—¿Puedo ayudarlo?
—Espero que sí —contestó Rogo, añadiendo una sonrisa—. Soy Wes Holloway, de la oficina de personal. Ayer hable con usted acerca de los archivos de Ron Boyle. —Antes de que ella pudiese percibir alguna diferencia entre su voz y la de Wes, Rogo añadió el detalle que sin duda llamaría su atención—. El presidente quería saber si ya había podido reunir ese material.
—Sí, por supuesto —dijo Kara, buscando entre las carpetas que se apilaban encima de su mesa—. Es sólo que… Lo siento, no sabía que usted vendría personalmente a recogerlo.
—Usted dijo que había que copiar 36.000 páginas —dijo Rogo, sin perder la sonrisa mientras repetía los detalles que le había dado Wes—. Pensamos que si veníamos y les echábamos un vistazo primero, le ahorraríamos la factura de la fotocopiadora.
Kara se echa a reír. Y también lo hace Dreidel, para seguir la broma.
—No tiene idea de qué modo me está salvando la vida —añadió Rogo—. Gracias a usted podré llegar a cumplir los veintitrés. De acuerdo… veinticinco. Veintinueve, pero no reconoceré ni uno más.
—No se apresure a convertirme en una santa —dijo Kara, sacando un delgado sobre de color manila—. Enviarle un crucigrama por fax era una cosa, pero si quiere tener acceso a todo el archivo de Ron Boyle, necesito una autorización oficial, además de una solicitud que…
—Verá, ésa es la cuestión —interrumpió Dreidel, apoyando una mano en el hombro de Rogo y tratando de que se apartase. Pero no se movió—. Si el presidente hace una solicitud oficial, la gente se entera. Todos empiezan a pensar que ha ocurrido algo. Que seguramente hay novedades en el caso Boyle. Y lo siguiente es que la familia de Boyle quiera saber lo que el gobierno está ocultando. Nosotros no decimos nada, ellos lo dicen todo, y así empiezan todas las conspiraciones. De modo que, ¿por qué no nos ahorramos todos las migrañas y tratamos este asunto como una petición no oficial? En cuanto a la solicitud, la firmaré encantado.
—Lo siento… ¿puedo saber quién…?
—Gavin Jeffer —contestó Dreidel antes incluso de que ella acabase la pregunta—. Ya sabe… de la junta…
Señalando con el dedo hacia el escritorio, Dreidel dio unos golpecitos en un papel con membrete justo al lado de donde aparecía su nombre en el margen izquierdo.
Era el máximo logro de Dreidel, por ahora. Al fundar la Biblioteca Manning se constituyó una fundación independiente con una junta de directores que incluía a los amigos más íntimos del presidente, los donantes más importantes y sus colaboradores más fieles. El selecto grupo incluía asimismo a las hijas de Manning, su ex secretario de Estado, el ex presidente de la General Motors y, para sorpresa de casi todo el mundo, Dreidel. Tuvo que hacer importantísimas llamadas y rogar en todos los lugares adecuados, pero ésa fue siempre la especialidad de Dreidel.
—Así que quieren ver los archivos de Boyle… —le dijo a la archivera.
Kara miró a Rogo, luego nuevamente a Dreidel. Por la forma en que pasaba el pulgar por el borde del sobre de color manila, era evidente que aún no estaba convencida.
—Kara, si quiere, puede llamar a la oficina del presidente —añadió Dreidel—. Seguramente sabe el número de Claudia.
—No es eso lo que yo…
—No es un asunto del Consejo de Seguridad Nacional —dijo Dreidel—. Boyle es una cuestión doméstica.
—Y está muerto —dijo Rogo, balanceándose sobre sus pies para relajar el ambiente—. Venga, ¿qué puede pasar? ¿Que de pronto resucite?
Kara se echó a reír por segunda vez. Dreidel fingió hacerlo por segunda vez también.
—¿Y usted firmará la solicitud? —le preguntó a Dreidel.
—Deme el formulario y lo haré. Y si hace que se sienta mejor, le diré al presidente Manning que le envíe una nota personal de agradecimiento.
Kara meneó la cabeza y se levantó de su silla.
—Será mejor que no…
El móvil de Rogo empezó a sonar en su bolsillo.
—Lo siento —dijo, sacándolo del pantalón y abriéndolo. El identificador de llamadas decía: «Of. Sher PB.» Oficina del sheriff de Palm Beach.
—Enseguida les alcanzo —les dijo a Dreidel y Kara cuando se dirigían hacia la puerta—. Soy Rogo —dijo en el teléfono.
—Eh, gordo, te hemos echado de menos hoy en el tribunal —bromeó un hombre con voz potente y un inconfundible acento de Nueva York. Rogo lo reconoció al instante. Agente Terry Mechaber. El máximo cazador de infractores de giros en «U» del condado de Palm Beach, y el amigo más viejo que tenía Rogo en la policía.
—Sí, la recepcionista estaba enferma, de modo que tuve que quedarme en la oficina y rascarme el culo toda la mañana —contestó Rogo.
—Eso que me dices es muy curioso porque acabo de hablar con tu recepcionista. Me pareció que estaba perfectamente… especialmente cuando me dijo que te habías largado esta mañana.
Rogo permaneció en silencio durante un momento.
—Escucha, Terry…
—No quiero saberlo, no quiero oírlo, no quiero leerlo en los periódicos de mañana —dijo Terry—. Y viendo el follón en el que te has metido, no quiero ver la escena de esa peli de segunda en la que aparezco pasándote esta información.