—¿Acaso va contra la ley tratar de animarte un poco?
Nuevamente, ella espera que sonría. Nuevamente, no le doy esa satisfacción.
—Sube al coche, Wes. La única manera de hacer esto es hacerlo de prisa.
Tiene razón. Me instalo en el asiento del acompañante y cierro la puerta mientras Lisbeth me lanza un móvil plateado que lleva una pegatina de una mariquita.
—Cambié mi teléfono con el de una amiga que escribe para la sección de jardinería —me explica—. Ahora no pueden localizarnos.
Sin alegrarme por la noticia, abro el teléfono y marco el número.
—Es un hermoso día en la oficina del presidente Manning. ¿En qué puedo ayudarlo? —contesta la recepcionista.
—Jana, soy Wes. ¿Puedes pasarme con Oren?
—Hola, Wes. Por supuesto, te paso con Oren ahora mismo.
Se oye un clic apagado, dos chirridos y luego…
—Aquí Oren —contesta mi compañero.
—¿Cómo está el panorama?
—Lo están preparando ahora mismo —contesta. Oren es incluso más rápido de lo que pensaba—. Todo lo que tienes que hacer es pasar a recogerlo.
Le hago una seña a Lisbeth. Ella pisa el acelerador. Y allá vamos.
—¿Ya tiene lo que buscaba? —le preguntó la secretaria a El Romano cuando éste abandonó la oficina de Bev y atravesó la alfombra presidencial de la sala de recepción.
—Aparentemente, sí —contestó El Romano, ocultando la mano vendada—. Aunque…
El teléfono de la recepcionista comenzó a sonar.
—Oh, perdón —dijo ella, colocándose el audífono—. Es un hermoso día en la oficina del presidente Manning. ¿En qué puedo ayudarlo?
El Romano se dirigió a la puerta.
La recepcionista lo despidió con la mano sin dejar de atender a la llamada.
—Hola, Wes. Por supuesto, te paso con Oren ahora mismo…
El Romano se detuvo; el dedo gordo del pie derecho pisaba la cabeza del águila de la alfombra. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios cuando se volvió hacia la recepcionista.
Ella pulsó unos botones en su teléfono y transfirió la llamada al tiempo que levantaba la vista para mirar al visitante.
—Lo siento… ¿qué me decía?
—Sólo que necesito que me indique —contestó El Romano, señalando a la izquierda y luego a la derecha—. ¿Cuál es el despacho de Oren?
—El segundo a la derecha. ¿Lo ve? —dijo la recepcionista.
El Romano asintió.
—Es usted un ángel.
El Romano se detuvo brevemente delante del despacho de Oren y esperó a oír el clic que indicaba que Oren había colgado. Con un enérgico golpe de nudillos en la puerta entró en el despacho exhibiendo su credencial.
—Oren, ¿verdad? Agente Roland Egen. Servicio Secreto de Estados Unidos.
—¿Hay algún problema? —preguntó Oren levantándose de su sillón.
El Romano se encogió de hombros.
—¿Dispone de unos minutos para que hablemos?
De pie ante las sólidas puertas de ciprés encajadas en una arcada de piedra coralina, llamo al timbre en forma de perla y ofrezco mi mejor sonrisa a la cámara de seguridad que nos vigila.
—¿Quién es? —pregunta una delicada voz femenina a través del interfono, aunque nos ha permitido entrar hace sólo tres minutos por el enorme portón de hierro forjado que protege la propiedad junto con unos setos de seis metros de altura.
—Señora Sant, soy Wes Holloway —digo mirando el interfono—. De la oficina del presidente Manning.
La puerta se abre con un clic. A unos tres metros de la puerta, una joven con las cejas perfectamente dibujadas, un toque de brillo en los labios y el pelo rubio y suelto, como recién salido de un anuncio de champú, se acerca a nosotros atravesando el recibidor. Lleva un suéter de cachemira color melocotón con un cuello en «V» lo bastante pronunciado como para revelar por qué es una esposa trofeo. Y, al igual que los mejores trofeos que se pueden encontrar en la ciudad, posee unos pechos perfectos y auténticos, como el brazalete de diamantes que ocupa la mayor parte de su muñeca.
Deseoso de salir del campo visual de la cámara, hago un intento de entrar en la casa. Lisbeth me coge de la camisa y me obliga a quedarme en mi sitio. El protocolo dice que se supone que debo ser invitado a pasar. Y con todo ese dinero, el protocolo manda.
—Me alegro de volver a verlo —dice la señora Sant con su acento australiano, aunque jamás nos habíamos visto antes. Como sucede con la mayoría de las esposas de Palm Beach, sabe muy bien que no debe arriesgarse.
Cuando llega finalmente a la puerta, la señora Sant estudia mi rostro, luego mira por encima de mi hombro el penoso coche de Lisbeth. El perfecto estilo de Palm Beach. El juicio primero, las delicadezas después.
—Tengo entendido que el presidente no está con usted —añade sin dejar de mirar nuestro coche. Hasta que no ha acabado conmigo no repara en Lisbeth.
—No, de hecho se reunirá con nosotros en…
—¿Señorita Dodson? —pregunta gratamente sorprendida, cogiendo la mano de Lisbeth como si le estuviese proponiendo matrimonio—. Nos conocimos aquella noche en casa de los Alsop. Oh, lo siento —añade, dándose unos golpecitos en el pecho—. Cammie Sant, mi esposo es Victor —explica como si fuese toda la presentación que necesita—. ¡Oh, qué placer! ¡Leo su columna todos los días! Por favor, adelante, adelante…
No sé por qué estoy sorprendido. Cuando cubres las noticias de sociedad, parte de tu trabajo consiste en rendirle pleitesía. Pero en lugar de recrearse en el momento, Lisbeth parece encogerse y, cuando entramos en el recibidor, camina un paso por detrás de mí.
—Oh, y esa mención que hizo de Rose Du Valí… bien por usted. Todos sabíamos que fue su esposo quien arrastró a los hijos ante el tribunal.
Junto a mí, Lisbeth aparta la mirada, haciendo un esfuerzo por evitar el contacto visual. Al principio pensé que se trataba de modestia. Pero la forma en que su rostro se desploma, la manera en que se rasca ansiosamente las pecas del cuello. Reconozco la vergüenza cuando la veo, especialmente cuando es consecuencia de que no estás a la altura de tus propias expectativas.
—Oh, y por favor, ignoren todo este desorden —añade Cammie, conduciéndonos a través del suntuoso salón estilo mediterráneo y señalando las ondulantes sábanas que cubren las obras de arte que cuelgan de las paredes—. El jurado vendrá mañana.
Hace dos años, los anteriores propietarios del espectacular hogar de catorce habitaciones y diez mil metros cuadrados de Cammie fueron brutalmente asesinados a tiros por su único hijo. Con los padres muertos, la casa fue vendida a Cammie y su esposo, un heredero de la fortuna Tylenol, quien, según las historias que circulaban por ahí, estaba tan desesperado por hacer una entrada espectacular en el escenario social de Palm Beach que compró la propiedad por veintisiete millones de dólares, antes de que hubiesen quitado las marcas de tiza de los amplios suelos de madera de ciprés.
—Las sábanas fueron idea de Víctor —explica Cammie—. Ya saben, con el jurado caminando por la antigua escena del crimen, pensamos que, cuando se trata de la colección, no es necesario que todo el mundo sepa cuántos Francis Bacon tenemos.
Cammie alza las cejas.
Asiento levemente mientras miro las sábanas inmaculadamente blancas. En mis viajes con el presidente he estado en muchas casas de multimillonarios que tenían un Rembrandt o un Monet o un Warhol en la pared. Algunos de ellos tenían incluso dos o tres. Pero aquí, mientras pasamos por la sala de estar, la biblioteca y la sala de billar de color rojo sangre, cuento al menos treinta cuadros cubiertos con una sábana.
—Por supuesto. Por supuesto, discreción —dice Lisbeth, alzando finalmente la vista.
Frenándose en seco ante las cristaleras dobles que dan al exterior, Cammie se vuelve al oír la palabra «discreción». Una mujer de una menor posición social lo tomaría como una amenaza. No lo es. Y Cammie no tiene una posición menor que nadie. Tirando suavemente de la parte inferior del suéter melocotón, lo alisa sobre su vientre plano y sonríe. Es el sueño de cualquier anfitriona: que la reina de los cotilleos local le deba un favor.
—Lo siento, pero tengo cosas que hacer. Ha sido un placer conocerlos —añade Cammie, excusándose con simpatía—. Tomás está en la parte de atrás. Él los atenderá.
Con un leve giro del tirador de bronce, las puertas cristaleras se abren de par en par y nos conducen a través de un sendero de piedra que discurre junto a la piscina de agua salada, por un cuidado y caro jardín de aspecto clásico y hacia un huerto de frutas lleno del aroma dulce que desprenden pomelos, mandarinas y limas persas.
—¿Estoy siendo superficial por odiar su culo perfecto y construido a base de yoga? —pregunta Lisbeth cuando pasamos junto a un limonero—. ¿O debería contentarme con despreciarla por el simple hecho de que ahora le debo una?
—Si quieres ponerte técnica, de hecho le debemos dos —digo, señalando el lugar hacia donde nos dirigimos.
Más allá del huerto, más allá del anfiteatro de piedra, más allá incluso del prado del tamaño de un campo de fútbol perfectamente cuidado que llega hasta el borde del agua, se encuentra un megayate de tres cubiertas, color negro y crema, de ochenta metros de eslora que sobresale por encima de cualquier otra embarcación que flota detrás de él en las tranquilas corrientes de Lake Worth.
The Pequod
, se lee en finas letras de oro en la popa. Hasta que estamos justo delante de él no puedo apreciar lo grande que es: de proa a popa debe medir lo mismo que tres camiones de dieciocho ruedas uno detrás del otro.
—¿Estás seguro de que es lo bastante rápido? —pregunta Lisbeth, echando la cabeza hacia atrás y protegiéndose los ojos del sol.
No está hablando del barco. La prisa con la que debemos movernos hace que no dispongamos de tiempo para disfrutar de un crucero de placer. Tampoco podemos permitirnos el lujo de dirigirnos al aeropuerto y revelar nuestro paradero a través de los documentos de identidad y los billetes de avión. Retrocedo un par de pasos para tener una mejor vista de nuestro objetivo. Está en la cubierta superior trasera, con tres hélices ligeramente inclinadas hacia abajo.
El viaje en coche llevaría unas cuatro horas. Un hidroavión tardaría una hora y cuarenta minutos. Pero ¿en cuánto tiempo podría hacerlo un helicóptero bimotor de fabricación francesa con el que no hay que esperar para el embarque ni coger un taxi ya que está aparcado en un yate? Estaría allí en una hora, fácil. Un tiempo más que suficiente para conseguir lo que necesitamos y estar de regreso esta noche en la casa de Manning.
—Es hermoso, ¿verdad? —dice un hombre con un fuerte acento español. Asomando la cabeza por encima de la barandilla, Tomás nos mira desde el borde de la cubierta—. El presidente se reunirá aquí con nosotros, ¿no?
—No —le digo, con la cabeza totalmente echada hacia atrás—. Se reunirá con nosotros allí.
Tomás se encoge de hombros, el asunto no le preocupa demasiado. Con una chaqueta azul y una camisa a rayas azul y blanca, está vestido como un típico miembro del personal, lo que significa que está acostumbrado a tíos malcriados que cambian de idea en el último momento.
—Venga, en marcha —añade, señalando con las manos una escalerilla de metal que lleva a la cubierta principal.
Por eso llamé a Oren. Cuando viajamos a Arabia Saudí, Oren encontró a un jeque que se mostró más que feliz de alquilarle su jet privado al presidente. Cuando volamos a Carolina del Norte durante unos días de vacaciones, Oren conoció a un heredero de la familia del Kentucky Fried Chicken que hizo lo mismo. No se trata de una muestra de esnobismo. Es el trabajo de Oren. Como director de viajes, está allí para apuntar el nombre de todas las personas que pronuncian la frase que se dice con mayor frecuencia a todos los ex presidentes de Estados Unidos: «Avíseme si alguna vez necesita cualquier cosa.»
En la mayoría de sus viajes, el presidente sólo necesita privacidad. Es lo que yo necesito hoy.
Oren, naturalmente, mostró sus reservas. Pero cuando le dije que me costaba respirar, que la fuga de Nico… que el sólo hecho de ver su rostro en las noticias… y los dolores en el pecho… «Por favor, Oren, sabes que nunca pido nada. Sólo necesito largarme… Lo más rápidamente posible…»
Olvida la presidencia: las cartas más poderosas son la piedad y la culpa. Una llamada más tarde, los recientes donantes y Nuevos Mejores Amigos, Víctor y Cammie Sant fueron honrados, y nada más, con la posibilidad de ofrecer su helicóptero personal al presidente y a su personal. Nada de preguntas, ningún plan de vuelo que presentar, ninguna forma de seguirle la pista.
—Bienvenidos al
Pequod
—dice Tomás cuando llegamos al final de la escalerilla metálica. Al otro lado de la cubierta superior, convertida en helipuerto, hace girar un tirador y abre la puerta del helicóptero pintado con los mismos colores que el yate—. ¿Preparados para viajar en la ballena blanca?
—Torre de control de Palm Beach, éste es el helicóptero dos-siete-nueve-cinco-Juliett despegando —dice Tomás por radio.
«Siete-nueve-cinco —responde una voz tranquila—. Despegue bajo su propia responsabilidad.»
Lisbeth me mira al oír las palabras a través del interfono, luego golpea con los nudillos en la mampara de plexiglás de la cabina, que tiene cuatro grandes butacas tapizadas en piel.
—¿Bajo nuestra propia responsabilidad? —le dice a Tomás, accionando un interruptor.
—No pasa nada, señorita, es el reglamento —explica mientras pulsa un botón para poner en marcha el primer motor.
En la parte posterior del helicóptero, un tubo de escape carraspea y se despierta. El sonido me sobresalta ya que suena más potente que un disparo.
Pocos segundos más tarde, Tomás pulsa otro botón y enciende el otro motor. Un segundo tubo de escape explota con un chisporroteo. Vuelvo a dar un brinco en mi asiento, mirando de reojo, aunque sé muy bien que allí no hay nadie. Mis ojos parpadean sin cesar.
—Respira —dice Lisbeth, cogiéndome la muñeca. Todo el helicóptero empieza a vibrar cuando las paletas de las hélices comienzan a girar. Brrrrrr… brrr… brrr… como un coche de carreras lanzado a toda velocidad en la pista.
—Imagina que estás en el Marine One —añade ella, refiriéndose al helicóptero en el que solía viajar cuando estaba en la Casa Blanca.
Me vuelvo hacia la amplia ventanilla que tengo a mi derecha y contengo el aliento. No me ayuda. Una náusea recorre mi estómago.