—Wes es listo, sabe que ellos rastrearán la llamada. Si hubiese algún problema, lo sabríamos.
—A menos que haya habido algún problema y nosotros no lo sepamos —insistió Dreidel—. Maldita sea, por qué no recibimos su información: el nombre del tío del helicóptero, desde donde han despegado… Ni siquiera tenemos su dirección en KeyWest…
Antes de que Dreidel pudiese acabar la frase, su móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de su chaqueta. Lo sacó y abrió ansiosamente, comprobando quién llamaba en la pequeña pantalla digital. Rogo desvió la vista justo a tiempo de ver el prefijo 202. Washington.
—¿Hola? —contestó Dreidel. Su barbilla se desencajó ligeramente—. Escucha, en este momento estoy ocupado. ¿Podemos hablar más tarde? Sí, lo haré… lo haré. Adiós. —Volviéndose hacia Rogo, Dreidel añadió—: Mi esposa.
—¿Desde Washington? —preguntó Rogo con los dedos quietos sobre el volante—. Pensé que vivíais en Chicago.
—Es mi viejo móvil. Conservamos el número de Washington —explicó Dreidel.
El coche aceleró, luego redujo hasta que se detuvo en medio del tráfico. Rogo no dijo nada.
—¿Qué, piensas que estoy mintiendo? —preguntó Dreidel.
—No he dicho nada. Yo no cazo brujas.
Volviéndose en su asiento, Dreidel miró hacia atrás y comprobó el carril contiguo.
—Tienes espacio a la derecha —dijo.
Aferrando el volante, Rogo no hizo ningún movimiento.
—¿Rogo, has oído lo que…?
—El tráfico está terrible. No me digas cómo debo conducir.
En el carril central, el coche pasó junto a la causa del atasco: un camión grúa con luces amarillas que estaba cargando un Cadillac blanco.
—No soy estúpido, Rogo. Sé lo que piensas.
—Dreidel…
—Puedo verlo en tu cara, y en cómo, cuándo nos separamos, te las ingeniaste para que yo no acompañase a Wes a Key West. No me digas que estoy equivocado. Pero permíteme que describa la situación de la mejor manera posible: yo jamás haría nada que pudiera herir a Wes. Jamás.
—Seguro que no —dijo Rogo.
—No estoy diciendo que sea el mejor esposo del mundo, ¿de acuerdo? Pero sigo siendo un amigo jodidamente bueno. No lo olvides, fui yo quien le consiguió el trabajo a Wes.
—Ese hecho nunca se me ha escapado.
—Oh, ¿y ahora también es mi culpa? —preguntó Dreidel—. ¿Tuve un plan maestro para colocar a Wes en mi antiguo trabajo de modo que algún día una bala rebotada le destrozara la cara?
—Yo no he dicho eso.
—Entonces sé claro por una vez en lugar de mostrarte como el santito que trata a Wes como si fuese una muñeca de porcelana frágil y sobreprotegida. Sé por qué lo haces, Rogo, conozco a un montón de tíos débiles a quienes les encanta sentir que alguien los necesita.
—Y yo conozco a un montón de tíos arrogantes a quienes les encanta abandonar a la gente en el instante en que ya no la necesitan. Ya está bien de repasar la historia. Yo estaba allí con Wes la semana en que le quitaron el vendaje, y luego cuando ese periodista del
Times
utilizó la portada para describir su rostro como destrozado, y cuando Wes decidió por fin mirarse en el espejo sólo para decir que deseaba haber sido él quien muriera en lugar de Boyle. Y ésa es la cuestión, Dreidel, durante ocho años, Wes ha sido el muerto. Tú y el resto de vuestro personal de la Casa Blanca podéis haber continuado en programas de televisión y columnas de los periódicos, pero Wes nunca pudo continuar con su nueva vida. Y ahora que esa oportunidad está al alcance de su mano, no pienso permitir que nadie se la arrebate.
—Ha sido un maravilloso discurso, Rogo, pero hazme un favor: si no confías en mí, ten los huevos de decirlo y déjame aquí mismo.
—Si no confiase en ti, Dreidel, te hubiese dejado en Palm Beach.
—Eso no es verdad —lo desafió Dreidel—. Me has traído aquí porque querías ver los archivos de Boyle, y sabes muy bien que soy el único que puede conseguir que entres.
Rogo puso el intermitente y regresó al carril de la derecha. Miró a Dreidel sin decir nada.
Dreidel asintió, mordiéndose el interior del labio inferior.
—Que te den, Rogo.
Tamborileando nuevamente los dedos sobre el volante, Rogo giró hacia Stanford Drive y se dirigió hacia la caseta del guarda jurado y el prado que servían como entrada principal al campus. A la derecha, un cartel de metal dorado y verde oscuro fijado a una pared de cemento decía:
Bienvenidos a la Universidad de Miami
sede de la biblioteca presidencial Leland F. Manning.
Ninguno de los dos volvió a dirigirse la palabra hasta que estuvieron dentro.
Jacksonville, Florida
«Nico, tal vez deberíamos detenernos.»
—No es necesario.
«Pero si no descansas un poco…»
—He estado descansando durante ocho años, Edmund. Ésta es la llamada —dijo Nico, sentado tan inclinado en el asiento del conductor que su pecho rozaba el volante. Justo detrás de él estaba la chaqueta del ejército que había robado en el Irish Pub. Con el sol del mediodía de Florida brillando con fuerza en el cielo, el invierno parecía haber desaparecido hacía mucho. No necesitaba la chaqueta, ni la sangre de Edmund, que empapaba la pechera.
«¿Me estás diciendo que no estás cansado?»
Nico miró el cuerpo sin vida de Edmund en el asiento del acompañante. Su amigo lo conocía demasiado bien.
«Has estado conduciendo sin parar durante casi diez horas, Nico. No está mal tomarse un descanso; de hecho, es necesario hacerlo. Especialmente si nuestro plan es mantenernos ocultos.»
Nico sabía a qué se refería.
—¿De modo que aún crees que…?
«Escucha, no me importa lo prudente que seas al volante. Si llevas un camión de cuarenta toneladas a través de las elegantes calles de Palm Beach, nadie se quedará indiferente.»
Nico miró las cuentas de madera del rosario que se balanceaba en el espejo retrovisor y reconoció que Edmund tenía razón. Hasta ahora habían tenido suerte, pero si un policía los paraba… si los arrestaban… No, la causa era demasiado grande. Y cuando estaban tan cerca de Wes, de Boyle… de cumplir la voluntad de Dios y conseguir la redención de su madre… No, no era el momento de correr riesgos.
—Dime qué crees que es mejor —dijo, mirando a Edmund.
«Aunque me resulte difícil decirlo, debemos abandonar el camión y conseguir algo que sea un poco menos llamativo.»
—Eso está muy bien, pero ¿cómo lo haremos?
«¿Cómo hacemos cualquier cosa, Nico?»
Cuando el camión cogió un bache en la carretera, la cabeza de Edmund se sacudió adelante y atrás, golpeando el respaldo del asiento y revelando el tajo negro y rojo que le atravesaba el cuello.
«Miras por la ventanilla y buscas una oportunidad.»
Siguiendo la mirada de Edmund a través del parabrisas, Nico buscó en la autopista hasta encontrar finalmente lo que su amigo estaba mirando. En el momento en que lo vio, una amplia sonrisa iluminó sus mejillas.
—¿Crees que debemos…?
«Por supuesto que debemos hacerlo, Nico. Haz caso al Libro. ¿Por qué, si no, iba Dios a ponerlos ahí?»
Asintiendo, Nico pisó el freno y el camión vibró hasta detenerse detrás de un Pontiac rojo oscuro que estaba aparcado en el arcén. En el lado del acompañante, una mujer de pelo negro y corto observaba cómo su novio, vestido con una camiseta sin mangas, intentaba cambiar un neumático del coche.
—Eh, oigan, ¿necesitan ayuda? —preguntó Nico bajando de la cabina del camión.
—¿Es usted de Ayuda en Carretera? —preguntó la mujer.
—No, Nos pareció que necesitaban ayuda, de modo que decidimos parar.
—Creo que ya he terminado —dijo el hombre, ajustando la última tuerca.
—Guau, un auténtico Buen Samaritano —bromeó la mujer.
—Es curioso —contestó Nico, acercándose a ella—. Aunque yo prefiero el término «ángel de la guarda.»
La mujer retrocedió. Pero no fue lo bastante rápida.
Key West, Florida
—Hemos llegado —dijo el conductor cuando detuvo su taxi de color rosa brillante. Llevaba la nariz cubierta con una gruesa capa de protector solar y una andrajosa toalla sobre el respaldo de su asiento—. El 327 de William Street.
—¿Está de broma? Apenas si hemos recorrido tres manzanas —vocifera Lisbeth desde el asiento trasero—. ¿Por qué no nos dijo que podíamos ir andando?
—Ustedes se subieron en el taxi —dice el conductor, sin molestarse en absoluto mientras sube el volumen de la radio para escuchar el programa de «Paul & Young Ron». Típico de Key West: todo es ideal—. Son dos pavos —añade, pulsando un botón del taxímetro.
—No debería pagarle un solo…
—Gracias por la carrera —interrumpo, dejando tres dólares en el asiento delantero. Cuando nuestro helicóptero tornó tierra en otro yate privado en el puerto viejo de Key West, Lisbeth y yo decidimos que el resto del viaje debía ser discreto e imposible de rastrear. El taxista estudia mi rostro a través del espejo retrovisor y me doy cuenta de que nuestros planes se han ido a tomar por saco. Afortunadamente aún nos quedan algunos trucos.
Nos bajamos del coche y vemos cómo desaparece por la lujosa pero estrecha calle residencial. Estamos frente a una modesta construcción de dos plantas en el 327 de William Street, pero cuando el taxi gira al final de la manzana, cruzamos la calle y comprobamos la numeración de la calle hasta llegar a nuestro verdadero destino: la casa pintada de color melocotón con las persianas blancas y la decoración ostentosa en el 324.
Apoyándose en la barandilla de madera, que cede levemente, Lisbeth rodea el deteriorado porche delantero como si estuviese corriendo a casa en busca de un vaso de limonada helada. Pero antes de llegar a la puerta principal, su móvil comienza a sonar.
—Dame un minuto para comprobar quién llama —dice, mientras saca el teléfono del bolso. Le dijo a su amiga que la llamara sólo si se trataba de una cuestión de vida o muerte. Miro por encima de su hombro mientras ambos comprobamos la identidad del que llama. El número corresponde al periódico. Se avecina el desastre.
—¿Eve? —pregunta Lisbeth.
—Oh, gracias a Dios —dice su colega de la sección de jardinería, lo bastante alto como para que yo pueda oírla—. Espera un segundo, la estoy pasando ahora mismo.
—¿Eh? ¿A quién estás pasando?
—Tu llamada telefónica. Sé que me dijiste que no contestase ninguna llamada, pero cuando vi de quién se trataba… ¿Cómo voy a decirle que no a Lenore Manning?
—Espera un momento… ¿qué? ¿La primera dama?
—Preguntó por ti. Dice que quiere hablar contigo sobre tu columna de esta mañana.
Asiento, diciéndole a Lisbeth que no hay problema y, con un clic, Eve anuncia:
—Doctora Manning, le paso con Lisbeth.
—Hola —dice Lenore Manning, siempre la primera en tomar la iniciativa.
—Ho… hola, doctora Manning.
—Oh, querida, parece como si estuviese ocupada —dice la primera dama, interpretando perfectamente la situación como siempre—. Escuche, no pretendo hacerle perder el tiempo, sólo quería agradecerle la generosa mención que hizo de la fibrosis quística. Ha sido realmente muy amable.
Lisbeth se queda sin habla mientras escucha las palabras de la primera dama. Aunque para Lenore Manning es un trámite habitual. Solía hacer lo mismo en la Casa Blanca: cada vez que se hacía mención de algo, ya fuese buena o mala, llamaba al periodista o le enviaba una nota de agradecimiento. No lo hace por gentileza. Es un truco utilizado por casi todos los presidentes. Cuando un periodista sabe que hay una persona al otro lado de la línea, le resulta doblemente difícil criticarte.
—No, me alegra poder echar una mano —dice Lisbeth con sinceridad.
—Pregúntale si Manning ha ido a la oficina —susurro en su oído.
—¿Señora, puedo…?
—Permítame que deje que continúe con su trabajo —dice la primera dama, evadiéndose con tanta elegancia que Lisbeth ni siquiera se da cuenta de que no ha podido acabar su pregunta. Con un clic, la doctora Manning desaparece de la línea.
Lisbeth se vuelve hacia mí y cierra el teléfono.
—Guau, no pierde una, ¿eh?
—Se siente feliz de que hayas dicho que es un icono.
—¿A ella realmente le importa…?
—Permíteme que te diga una cosa: en días como el de hoy, cuando las noticias están saturadas con la fuga de Nico y viejos recortes de periódico salen de la administración Manning, ella lo echa de menos más que nadie.
Lisbeth se apresura por el porche desteñido por el sol, donde un cangrejo de madera pintado en la puerta sostiene un cartel que dice «Malhumorado no sólo los lunes». Aparta la puerta mosquitera e intenta llamar al timbre.
—¡Está abierta! —grita desde el interior una voz ronca y marcada por el tabaco, despertando un montón de viejos recuerdos.
Paso la mano por encima del hombro de Lisbeth y empujo la puerta. Una vez dentro, el olor a productos químicos me asalta la nariz.
—Lo siento, he estado ventilando un poco el cuarto oscuro —dice un hombre rechoncho, con una barba salpicada de canas y una cabeza a juego con el pelo peinado hacia atrás.
Secándose las manos en un delantal, se levanta las mangas de la camisa arrugada y se acerca demasiado a Lisbeth. Ése es el problema con los fotógrafos de la Casa Blanca: siempre traspasan los límites.
—Usted no es Wes —le dice a Lisbeth sin un ápice de ironía.
—Usted debe de ser Kenny —dice ella, estrechando su mano y retrocediendo medio paso—. Lisbeth, de la biblioteca del presidente.
Él ni siquiera le presta atención. Está demasiado concentrado en mí. Nunca aparta los ojos de su objetivo.
—El Rey Niño —dice, desempolvando mi antiguo apodo.
—Popeye el Fotógrafo —digo, desempolvando el suyo.
Se lleva el dedo índice a la pata de gallo del ojo izquierdo. Después de años de mirar a través de una lente, el ojo izquierdo de Kenny siempre está un poco más cerrado que el derecho.
—Ven aquí, Brutus, dame un beso —bromea, estrechándome con la clase de abrazo que recibes de un viejo amigo de campamento, un intenso apretón que viene acompañado de una cascada de recuerdos—. Tienes un aspecto fantástico —dice, creyendo cada palabra.
Durante los viajes en el Air Forcé One, Kenny era el encargado de organizar las partidas de póquer entre los chicos de la prensa. Él ya está buscando alguna señal que me delate, como hacía durante aquellas partidas.