El Loro en el Limonero (12 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: El Loro en el Limonero
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Permaneció desplomado en su butaca con su segundo botellín, semejante a algún extraño organismo que de alguna manera hubiese ido a parar al elemento equivocado —un animal de las profundidades marinas en una sala de bingo, por ejemplo. Nos lo quedamos mirando todos, preguntándonos qué iba a decir a continuación. Pero solo después de haberse bebido tres cervezas le fue posible comunicarse.

—¡Dios santo, qué carretera! Jamás en mi vida he sentido tanto miedo! ¡Y luego ese puente de fabricación casera, como de carrera de obstáculos! Pensé que iba a morirme, os lo juro..., mirarme: aún estoy temblando. ¿Dónde está el cuarto de baño?

Supusimos que los horrores de su experiencia con la carretera y el puente habían tenido un efecto laxante para Ley, por lo que le condujimos a toda prisa hasta el cuarto de baño. Sin embargo el reportero no cerró la puerta y, cuando todos miramos en esa dirección, le vimos pasando revista a los potingues que había en los estantes y los armarios, levantándolos uno por uno, dándoles la vuelta y leyendo sus instrucciones de uso.

—Es un periodista —explicó Andrew—. Eso es lo que hacen, no pueden evitarlo.

—¡Ahora se os meterá en el cajón de la ropa interior! —dijo Eugene con una risita.

Efectivamente, cuando William terminó de hacer lo que tenía que hacer en el cuarto de baño, salió y se metió en el dormitorio.

—Querías ser un escritor famoso —dijo Andrew—. Pues bien, ¡en esto es en lo que consiste!

Yo no estaba totalmente seguro de haber querido ser alguna vez un escritor famoso pero, cuando nos sentamos a comer, William se recuperó de los traumas de su viaje y resultó ser muy agradable. Bebimos algo más de vino de lo conveniente, y después William sacó su bloc de notas y dio comienzo a la entrevista.

Nos hizo todo tipo de preguntas —unas preguntas buenas e incisivas que nos hicieron pensar un poco a Ana y a mí— y poco a poco fue cayéndome simpático, haciéndome empezar a ver nuestra vida como un posible artículo de dominical bastante divertido. Le hablé a William de todo lo que me preguntaba, interrumpiéndome solo una vez cuando Ana me dirigió una mirada de advertencia, con lo cual cambié de tema de buena gana y me puse a soltar todo un tratado sobre las ventajas de la agricultura ecológica frente a la agroindustria, que William escuchó cortésmente. Después, el periodista se volvió hacia mí mientras pasaba la página de su bloc de notas.

—En la contraportada de tu libro dice —anunció— que fuiste uno de los miembros fundadores de Genesis. ¿Es cierto eso?

—Bueno, pues sí —dije un tanto tímidamente—. Pero fue hace una barbaridad de tiempo y duró menos de un año, y para serte sincero no es mucho lo que recuerdo de ello.

—Entonces, dime exactamente lo que recuerdas —insistió William...

De Genesis a la gran carpa

Lo extraño es —me encontré contándole a William— que todo había comenzado con Cliff Richard. A los trece años yo tenía una única gran ambición en la vida: iba a ser Cliff. Esto no quería decir que fuera simplemente a imitar a ese hombre (quien entonces todavía era, debo insistir, un roquero pagano), sino que de hecho iba a ser él mismo. Me parecía que el ser Cliff Richard me daría todo lo que la vida puede dar. Ahora, aproximadamente treinta y cinco años más tarde, me doy cuenta de que tal vez estaba equivocado, pero este razonamiento habría dejado frío a mi yo adolescente, totalmente fascinado con el estrellato. En cualquier caso, quiso la suerte que pronto se impusiera la realidad. Yo no sabía cantar, y evidentemente mis sueños no iban a realizarse. Así pues, me conformé con un futuro consistente en ser el guitarrista de Cliff, Hank Marvin.

Por supuesto, el ser Hank Marvin tampoco era ningún chollo. Dios, en su infinita sabiduría, había interpuesto algunos obstáculos en mi camino disponiendo que naciera sin oído musical y dándome las peores uñas que un guitarrista podía tener. Y no solo eso. Esas uñas eran prolongaciones, no de los finos dedos de un esteta, sino de las torpes manazas de un ayudante de mecánico.

Estos factores podrían haber dado al traste con mi carrera musical en una fase temprana de no haber sido por mi mejor amigo Duncan. Éste era un tipo fabuloso para tenerlo como amigo —animado, alocado y un poco furtivo— que sobresalía entre todos los demás en el internado adonde me habían enviado mis padres. Mientras el resto de nosotros, jóvenes degenerados, nos escapábamos en bicicleta a algún bar para beber y fumar, Duncan se quedaba en el colegio haciendo sus tres horas diarias de práctica de guitarra. Era un prodigio, y en las vacaciones tomaba clases del famoso guitarrista John Williams.

Un verano, mientras experimentábamos juntos los quince años de edad, Duncan y yo conocimos a dos chicas cuya persecución nos mantuvo ocupados durante todas las vacaciones. Una de ellas —una rubia alta y esbelta que podía dejarte sin aliento con una mirada y un movimiento de cabeza para echarse hacia atrás su larga melena— se llamaba realmente Eva. Su amiga era, por contraste, de aspecto poco agraciado, con un lacio flequillo moreno cuyas puntas abiertas se inspeccionaba constantemente. No recuerdo su nombre, aunque sí recuerdo una sonrisa bastante dulce en los raros momentos en que yo miraba en su dirección. Pero mi atención estaba enteramente ocupada en pelearme con Duncan por conseguir el asiento de al lado de Eva, echarle poco a poco de la pista de baile, o devanarme los sesos buscando algún comentario ingenioso que indujera a Eva a mirar en mi dirección.

Continuamos así durante varias semanas agotadoras, consiguiendo una fugaz supremacía unas veces Duncan y otras yo, mientras Eva le sacaba todo el jugo posible a la situación. Pero entonces, una tarde en que los padres de nuestra amiga se habían ido a Londres, Duncan se llevó la guitarra a casa de Eva. Mientras tocaba una serie de melodías astutamente seleccionadas para ganarse el corazón de una chica de quince años, se puso a mirarla intensamente a los ojos y yo ya supe que había perdido.

La amiga de Eva sabía que había llegado el momento de que nos marcháramos ella y yo. Con un gesto humanitario que bien pudo haberme salvado la vida me condujo hasta la parada del autobús, charlando sin parar mientras el sonido de la guitarra de Duncan iba apagándose y, cuando llegó su autobús, me hizo mirarla a los ojos mientras le prometía que regresaría directamente a casa en mi bicicleta. Pedaleé lentamente por las calles de Haywards Heath, pasando por la bolera y el bar Rose and Crown, y, sollozando bajo la llovizna de la noche, insensible a todo, seguí mi camino a casa deseando morir. A los quince años la vida no es nada fácil.

De vuelta al colegio, milagrosamente aún vivo, me dediqué a luchar contra la posibilidad de un futuro de celibato. Le compré a Duncan su vieja guitarra, junto con la promesa de unas cuantas lecciones gratis. La toqué con reverencia —el arma de seducción más potente que podía imaginar— y me puse a tratar de afinarla. Fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía oído musical. Los profesores de música siempre te dicen que no existe la «falta de oído», pero sí que existe y yo era prueba de ello. No solo era incapaz de afinar la condenada guitarra, sino que además no podía decir cuándo estaba totalmente desafinada. Equivocándome cada dos por tres, tocaba alegremente «La casa del sol naciente» sin tener ni idea de por qué los pasillos se vaciaban y las puertas de los estudios se cerraban de un portazo.

Sin embargo seguí perseverando. Un día a la semana Duncan me afinaba la guitarra y yo practicaba hasta que no aguantaba más el dolor de los dedos. Mis progresos eran apenas perceptibles; en tres meses de práctica incesante conseguí lo que la mayor parte de los guitarristas logran en una semana. Pero para el final del trimestre había logrado dominar los acordes de Mi menor y La mayor y las modulaciones entre ellos, lo cual no es mucho. Todavía tenía todo un océano de música por el que navegar, y apenas si había conseguido sacar el barco del puerto. No obstante, me figuraba que esos dos acordes tenían un cierto patetismo seductor y, utilizados de manera inteligente, ¿quién sabe qué no podría conseguir?

El verano siguiente fui a Austria en un viaje del colegio para tratar de aprender alemán. En nuestro grupo había un chico llamado Skinner, un tipejo arrogante y malicioso que era guapo y rico, y capaz de cantar y rasguear (al igual que constantemente lo intentábamos todos) canciones de los Beatles con bastante brillantez. Durante un largo trayecto en tren a Salzburgo, Skinner hizo las delicias de todo el contingente de un colegio de chicas con su actuación, solo para enfriar el efecto cada vez que ponía los ojos en blanco y miraba con desprecio a las que tenían la temeridad de cantar.

Intuyendo que no tenía nada que perder, yo esperaba hasta descubrir por la posición de sus dedos una La o una Mi menor, y entonces le seguía, punteando y rasgueando la guitarra y haciendo que mi vacilante demostración pareciera más timidez musical que incompetencia. Aunque parezca raro, tuvo el efecto deseado. Margie, el premio rutilante del contingente del colegio de chicas, me incitó a lograr unos triunfos cada vez más grandes con mis dos acordes, antes de llegar a la conclusión de que la competencia con el plectro no lo era todo. Durante los tres años siguientes, hasta que me dejó por un guapo poeta de dudosa reputación, Margie eclipsó mi mundo.

En mi internado, Charter house, era obligatorio ser miembro del Cuerpo —la unidad juvenil del ejército—, lo cual suponía pasar dos tardes a la semana, e incluso algún que otro fin de semana, dedicados a la más absoluta estupidez: instrucción en el patio de armas, limpieza del equipo y aprendizaje de unas cosas que no resultaban del menor interés para nadie que no fuera un imbécil homicida. Pero había algunas estratagemas para mejorar tu suerte. La mejor de ellas era hacerse de la banda militar, para lo cual había que tocar algún instrumento metálico (y sacarle brillo), o bien aporrear un tambor —una ocupación para la cual mi talento musical me hacía idóneo.

Me apunté a ella y me dieron un librito de música de tambor, un par de palillos de nogal americano y un tambor con bordón de lo más bonito, con sus cuerdas trenzadas y sus aros de colores. Las deprimentes tardes en que el resto de los alumnos del colegio se mantenían en posición de firmes bajo la lluvia, aguantando las voces y los insultos de un hombre al que conocíamos con el nombre del Marsopo, que se tomaba francamente en serio el asunto de jugar a los soldaditos, los tambores tonteábamos sin profesores en la Sala de Tambores, fumando, bromeando y practicando nuestros paradiddles, redobles, flams y ratamacues.

Una o dos veces al trimestre teníamos que salir a tocar lo que se suponía que habíamos aprendido. Salíamos de nuestra Sala de Tambores como el grupo de muchachos—soldado más vergonzosamente desaliñados que imaginarse pueda, aparte de Osborne, el tambor mayor, que se contoneaba al frente haciendo girar sus bastones y Hopkins, el galés zopenco que aporreaba el gran bombo. Estos personajes tenían todo el aire de pompa y amenaza de una Marcha de la Orden de Orange de dos hombres, pero afortunadamente les superábamos en número. El resto de nosotros arrastrábamos los pies riendo y bromeando mientras el Marsopo se ponía cada vez más furioso. Girábamos a la izquierda cuando hubiéramos debido girar a la derecha; nos deteníamos cuando hubiéramos debido marcar el paso; formábamos a la derecha cuando hubiéramos debido formar a la izquierda; y lo hacíamos todo desternillándonos de risa contenida.

De todos modos, el resultado de todo esto fue que aprendí a tocar el tambor, lo cual se convirtió en una extraña obsesión. Llevabas tus palillos a todas partes, y durante las comidas utilizabas los cuchillos y los tenedores para tamborilear marchas en las mesas del refectorio. Y de esta forma mi carrera militar escolar me condujo a Genesis.

En el curso superior al mío había un chico llamado Gabriel que tocaba la batería en un conjunto de jazz, la League of Gentlemen. Tenía una gran batería anticuada con unas pieles de cuero blando que producían un sonido amortiguado cuando las golpeabas con los palillos. En alguno de sus momentos libres me enseñó, utilizando los pedales, los platillos y un poco de síncopa, la manera de adaptar al jazz mi experiencia como tambor militar.

Me entró bien fuerte lo de tocar batería de jazz— Me quedé inmediatamente enganchado y comencé a rondar a cualquiera que estuviese tocando —había por lo menos media docena de conjuntos en el colegio— y a colocarme en la banqueta en cuanto se iban. Llegué a un estado de agitación tal, que la vista de una batería me hacía sentir mareado. Dejé completamente la guitarra a favor de mi nueva obsesión, y practicaba día y noche.

Entretanto mi mentor Gabriel había comenzado a cantar y a tocar la flauta con su grupo. Al menos para las partes de flauta necesitaba tener las manos libres, por lo que me pidió que me hiciera cargo de la batería. Era una invitación a entrar en el Paraíso, y por supuesto la acepté con entusiasmo. Tocábamos Soul y Rhythm & Blues, que era lo que más le gustaba a Gabriel: «When a man loves a woman», «Knock on wood», «Dancing in the street» —Otis Redding, Percy Sledge, Wilson Pickett. Tocábamos en actos del colegio y en fiestas celebradas en las vacaciones, y de alguna manera adquirimos fama de ser el mejor conjunto del colegio. De vez en cuando tomábamos melodías del himnario, y tal vez fue por eso por lo que más adelante Gabriel nos hizo adoptar el nombre de Genesis.

Y esto habría sido todo, de no ser porque el emprendedor Gabriel no hubiera enviado una cinta a Jonathan King —un espabilado que había estado en nuestro colegio algunos años antes y que había conseguido el número uno en las listas con una horrorosa canción titulada «Everyone's gone to the moon». Dándose cuenta sagazmente de que no era ninguna estrella del pop, King había comenzado a forjarse una reputación como productor musical. Oyó la cinta de Genesis y, por alguna razón que hasta la fecha nadie ha logrado comprender, decidió que había algo de extravagancia adolescente en nuestras canciones que quizá podría conseguir lanzarnos a la lista de éxitos.

King organizó una sesión de grabación en un estudio in— sonorizado a base de cartones de huevos por la zona de Tottenham Court Road, y todos los del grupo nos dirigimos en tropel a Londres en estado de incredulidad para grabar tres o cuatro de nuestros números. No eran los éxitos de pop más evidentes —ni tampoco eran muy buenos, para ser sinceros— pero se sacó a la venta un single de la canción más memorable, «Silent sun», que vendió unas cien copias. Parecía que íbamos a tardar algún tiempo en poder competir con Cliff Richard.

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