El Loro en el Limonero (7 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: El Loro en el Limonero
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Me hubiera apenado que perdiera sus dotes, pero no había motivo de preocupación porque Manolo tenía una relación especial con sus muías y no iba a permitir que perdieran forma; muchas veces, al pasar por la vega las tardes de verano y los fines de semana, le veíamos trabajando con sus bestias.

Entretanto yo intentaba labrarme un nuevo porvenir laboral. Un día, hacia el final de la primera semana de trabajo de Manolo en el cortijo, una vez despachada Chloë en el autobús escolar, me dirigí a la «cámara», me senté ante el escritorio, abrí mi cuaderno de rayas y le doblé hacia atrás el lomo. El ordenador que acababa de desempaquetar se encontraba acusadoramente ante mí, pero traté por todos los medios de ignorarlo mientras cargaba la estilográfica. «On with the job —me dije con determinación—. A la faena...»Sin embargo a los pocos minutos me había puesto a mirar fijamente la máquina de despinochar que había colocado en el rincón. Me imaginaba a mí mismo dándole vueltas a la gran manivela de madera hasta que el gran volante de hierro se ponía a zumbar girando como una peonza, listo para que se le introdujeran unas panochas de maíz. Ya veía el maíz meneándose y saltando a continuación un poco, antes de desaparecer de pronto entre los dientes del interior de la máquina, de cuya boquilla surgía entonces una rociada de granos que caían al cesto repiqueteando. Tenía que haber muy pocas maneras mejores de pasar una hora o dos que dándole vueltas sudando a la manivela mientras se veía cómo iba aumentando la cantidad de grano en el cubo, al mismo tiempo que el montón de farfollas rojizas iba creciendo junto a la máquina con la promesa de una cálida lumbre las heladas noches de invierno, ya que las farfollas son un material maravilloso para encender el fuego de la chimenea.

Tras exhalar un suspiro miré sin entusiasmo el ordenador de plástico barato y me dispuse a garabatear de nuevo en mi cuaderno. En los entresijos de mi cerebro se puso en marcha una ruedecita; desenrosqué la estilográfica y escribí una frase corta. Entonces volví a cargar la pluma y empecé a escuchar los sonidos del cortijo. Oía el ruido del tractor de Manolo trabajando junto al eucalipto, y me puse a pensar amargamente que eso era precisamente lo que yo quería hacer, trabajar ahí fuera con un tractor, en lugar de mirar fijamente una hoja de papel para intentar ganar dinero con que pagar a Manolo para que lo hiciera él. Entonces el ruido del motor se extinguió y empecé a oír el arrullo de las palomas contra el telón de fondo de millones de cigarras.

El aire del interior de la «cámara» se iba haciendo asfixiante a medida que el sol de mediodía calentaba el delgado techo de hormigón. Extendiendo los codos sobre la mesa apoyé la cabeza en la parte blanda de mi antebrazo y me quedé beatíficamente dormido. Más tarde, solo sé que me desperté al oír silbar a alguien fuera e, inmediatamente después, abrirse con gran estrépito la puerta. Y ahí estaba Manolo sonriendo algo desconcertado.

—¿Tos escribiendo?

—Bueno, intentándolo. ¿Y tú, qué estás haciendo ahí abajo?

—He labrao el campo del establo y lo he sembrao de hierba...

—¿Has pasado la grada?

—No, mañana me traeré las muías para hacerlo. Y he regao la alfalfa, las tuberías estaban atascas y he tenío que desmontarlas toas pa' quitarles la mugre, había un tapón que pa' qué. Es ese viento que ha hecho, que ha llenao la acequia de palos, hojarasca y pétalos de adelfa y tó eso ha acabao en las tuberías. ¿Cuándo vas a hacer ese filtro del que siempre estás hablando?

—Lo siento. A ver si puedo ponerme a hacerlo mañana...

—Bueno. Y también he puesto bien el almiar y he arreglao el bebedero de los carneros, y he atao los tomates...

Miré la hoja de papel que tenía ante mí en el escritorio. Manolo iba avanzando poco a poco para intentar echar un fugaz vistazo a mi trabajo de la mañana, y me apresuré a taparlo con el brazo.

Manolo miró detenidamente la habitación.

—Muchos libros —observó.

—Sí, supongo que sí.

—¿Y cómo va tu libro?

Dirigí la mirada al escritorio y pensé en la formidable cantidad de tareas que había conseguido hacer Manolo durante la mañana. En la hoja de papel estaba escrita la frase: «Capítulo I. Llegada a El Valero»; cogí la pluma y le añadí un punto.

—No va mal —mentí—. No va mal.

Hacia las cinco o seis de la tarde el calor empieza a amainar un poco y la jornada agrícola toca a su fin. Manolo había venido a la casa a tomarse una cerveza. Estábamos sentados en el patio, Manolo dándoles por turno afectuosas palmaditas a los perros, acostados fervorosamente a su alrededor, y yo sentado junto a él bebiéndome a sorbos un té de menta mientras discutíamos las cosas que había que hacer en el cortijo.

—Tendrás que comprar abono artificial pa' echarle a la alfalfa —dijo Manolo.

—No, Manolo —repliqué—. Ya sabes que nos estamos inscribiendo como productores ecológicos, por lo que no podemos utilizar productos químicos de ningún tipo, ni abono artificial.

—Pondremos estiércol, entonces...

—Sí, estiércol y mantillo...

—Entonces, ¿abono no? Parece una lástima no echar siquiera un poco de abono.

—Mira, Manolo. Tú sabes que la gente de aquí utiliza demasiados productos químicos, que luego van al río y envenenan los peces. Y los pájaros también. Acuérdate de cómo estaba esto antes, cuando empezaste a venir a limpiar la acequia. Romero tenía este sitio tan saturado de productos químicos venenosos que nunca se oía cantar a los pájaros, y ahora, escucha...

Nos pusimos a escuchar mientras seguíamos sentados. Mezclados con el sordo rugir del río y el sonido de la brisa en el eucalipto nos llegaba el canto de las oropéndolas doradas, los mirlos, las alondras de algún que otro tipo y hasta un ruiseñor tardío.

—En Tíjola no se oye cantar a los pájaros —comentó Manolo—. Y llevas razón, los productos químicos los envenenan. Tós los días me encuentro media docena de pájaros muertos.

—Exactamente, y ésos habrían sido precisamente los pájaros que se habrían comido los insectos que acaban con las cosechas. Hay que lograr un equilibrio entre la naturaleza y la agricultura, y una vez que empiezas a bombardear el campo con productos químicos destruyes ese equilibrio y las plagas se descontrolan. Y además creo que merece la pena recolectar un poquito menos de cada producto simplemente por el placer de escuchar el canto de los pájaros.

—Sí, llevas razón... pero aún así parece una lástima no poner siquiera una mijilla de fertilizante en la alfalfa.

Encargamos a Barcelona una carga de fertilizante ecológico, lo cual apaciguó un poco a Manolo. Se trataba de humus de lombriz o algo semejante: una turba negra y arenosa con unos poderes de retención de agua al parecer extraordinarios, que es justamente lo que hace falta aquí, pues el factor de retención de agua de nuestra tierra es nulo. Se suponía que un kilo de este producto retenía diez litros de agua.

Mis discusiones con Manolo las considero como una especie de cruzada por el planeta. Si logramos convencerle de los beneficios de la agricultura ecológica, bajaremos a predicar al pueblo, y cuando caiga Tíjola no pasará mucho tiempo antes de que Tablones, Las Barreras y hasta Órgiva empiecen a ver las cosas desde un punto de vista diferente.

Un día de junio pareció que al fin se había producido el avance decisivo. Manolo subió con gran estruendo las escaleras y franqueó la cortina de flecos como una exhalación.

—Mira lo que tengo aquí —dijo jadeante. Llevaba en los brazos un melón, enorme y perfecto—. Vaya meloncillo —dijo con entusiasmo—. Y sin una gota de abono —añadió, como si todo hubiera sido idea suya.

(Antes de continuar debo explicar que una de las grandes idiosincrasias del idioma español, y en particular del dialecto andaluz, es el uso constante y excesivo de los diminutivos, utilizando los sufijos —ito o —illo. Pero realmente no se trata tanto de tamaño como de una expresión de entusiasmo por el objeto en cuestión. Especialmente entre la gente del campo, este fenómeno puede a veces estar totalmente fuera de control. Así, «un vinillo» resulta una expresión bastante razonable para referirse a un pequeño vaso de vino, pero ¿«un vasito de agüilla»? Ni que decir tiene que la exclamación «¡vaya pedazo de meloncillo!» apenas contaría como una contradicción en sí misma).

Aquel verano, como para remachar el mensaje ecológico, tuvimos nuestra primera cosecha excepcional de patatas. Mientras intentábamos aprovechar al máximo esta superabundancia vegetal tuvimos que renunciar a la idea de llevar a cabo cualquier otra tarea, lo cual me resultaba un tanto frustrante porque por fin me había espabilado y redactado suficientes páginas en el ordenador para enviar un disquete a mis amigos editores, que ya estaban esperando recibir más. Pero la llamada de las patatas era urgente, y cada tarde dedicábamos más y más tiempo a lavarlas y meterlas en sacos, arrojando a la chumbera las que se encontraban en mal estado. Ana y yo trabajábamos juntos, con la ayuda esporádica de Chloë, y, mientras pasábamos tarde tras tarde inclinados sobre montañas de patatas y unos barreños de agua repugnante, de vez en cuando nos preguntábamos si merecía la pena. Una patata se vende a peseta o poco más y, con un poco de suerte, en una hora apenas llegaríamos a embolsar cien patatas entre los dos. Como bien puede imaginarse, era un trabajo duro y poco gratificante, pero así es la agricultura: patata tras patata tras patata, cada una de ellas lavada sucesivamente en dos barreños y puesta a secar al sol.

Las apilamos en un edificio anexo, oscuro y bastante fresco, y nos pusimos a preparar platos a base de patatas para celebrar nuestra producción propia: patatas al romero, asadas en un horno muy caliente con aceite, una mata entera de romero, ajo y aceitunas; «aligot», un puré ligerísimo a base de patatas cocidas con queso, nata y ajo, batido hasta un punto en que hay que sujetarlo en la sartén para que no se vaya flotando; y hasta probamos una receta para un postre, fundamentalmente puré de patatas con chocolate líquido, que no fue ningún éxito.

Y entonces les dio la roya. Por el suelo junto a los sacos aparecieron unos charcos mugrientos y mefíticos de un líquido negro, y cuando volcamos los sacos retrocedimos horrorizados. Una patata con roya se convierte en un lodo maloliente. Cuando se le hunde un dedo en la piel te encuentras con una sustancia parecida a las aguas residuales, y esto te hace pensar en el sufrimiento que tuvo que suponer la hambruna de la patata en Irlanda: las multitudes de indigentes muertos de hambre asistiendo desesperados a la apertura de los ensilados, solo para encontrarse con un fango blanquecino maloliente; y los miles de personas muriéndose con la boca verde a causa de la hierba que intentaban comer mientras por el Liffey bajaban grandes barcos repletos hasta los topes de cajones de alimentos para exportar a Inglaterra. Las fuerzas del mercado salvarían la situación. Una patata con roya me recuerda a eso...

Como para compensarnos por nuestra mala suerte con las patatas, Manolo aumentó sus obsequios de alimentos y frutas procedentes de su parcela de Tíjola. Tras atravesar el puente, llegaba cargado de bolsas de plástico llenas de queso fresco de oveja, tomates, cebollas, berenjenas y los correosos pimientos verdes locales.

Pensándolo bien, Manolo se había convertido en parte de la familia. Además de su trabajo en el cortijo, también nos ayudaba a llevar y traer a Chloë del colegio. Yo solía encargarme de hacer el viaje de la mañana, que combinaba de vez en cuando con una visita a la oficina de correos para mandar la siguiente entrega del libro, y muchas veces Manolo iba a esperarla al autobús al final de la jornada. Para ello utilizaba una vieja moto de motocross que un amigo había dejado en el cortijo, y la manejaba como si se tratara de un caballo, haciéndola pasar con habilidad entre las rocas y las pozas del río. Mi propia técnica era un poco temeraria, y en más de una ocasión Chloë y yo habíamos acabado en el río. No había lugar a dudas: cuando se trataba de las cosas auténticamente de hombres —aparte de la esquila de sus ovejas y las mías, la única tarea en la que aún me defiendo bien— yo no estaba a la misma altura que Manolo del Molinillo.

Esperando a Juan

Cuando sube hasta la casa a media mañana para hacer una pausa en su trabajo, Manolo tiene la costumbre, unos tres segundos antes de aparecer por entre la cortina de flecos de nuestra cocina, de ponerse a silbar desafinando terriblemente. Se trata de un considerado aviso de su llegada, pero no es suficiente para evitar que me pille en el acto —in flagrante fregantis, como lo llama Ana —, es decir, fregando los platos sumergido hasta los codos. Manolo se detiene, y su cara enrojece de vergüenza al mirar primero a Ana leyendo el periódico en el sofá y luego a mí cubierto de espuma en el fregadero.

—¿Tás fregando? —dice tentativamente.

—Eso —asiento—. Fregando...

Como para indicar esta anomalía, asiente con la cabeza.

Después, a la hora de comer, Manolo suele silbar de nuevo al llegar y generalmente me encuentra junto a la cocina.

—¿Tás cocinando?

—Eso, cocinando —le respondo.

Ahora bien, a mí me encanta cocinar. Lo considero uno de los grandes placeres de la vida que solo puede ser mejorado mediante su práctica constante, y no me importa demasiado fregar después unos cuantos platos y cacharros. Sucede que Ana detesta ambas tareas pero demuestra una peculiar tolerancia, que yo exploto al máximo, hacia la limpieza, la compra y el lavado de la ropa. Y así nos repartimos las tareas cotidianas de un modo razonablemente equitativo.

Sin embargo esto no es lo normal entre los hombres alpujarreños. Cuando trabajan, lo hacen como muías durante todo el día, pero cuando terminan, se acabó: descansan, echan un trago y extienden sus extremidades doloridas mientras sus mujeres les sirven, descansadas tras toda una ronda de quehaceres domésticos y trabajo en el huerto y en los campos. Por supuesto que hay algunos hombres que a veces ayudan en el huerto, con el cuidado de los niños o que hasta ponen en práctica algunas ideas culinarias —véase la confección de mermelada de Domingo. Pero se trata de algo bastante inusual. Tendría que ser muy valiente el hombre que interrumpiera una charla sobre temas de caza o derechos de agua en un bar del pueblo con una nueva receta de soufflé de castañas.

A decir verdad, una parte de mí se encoge cada vez que Manolo me descubre en la cocina. Su «Tás fregando» tiene un cierto tono que me hace cuestionarme a mí mismo y preguntarme si todo está como es debido con el tema de la hombría. No es que Manolo diga nada en particular, la verdad, pero su tono y su mirada levemente avergonzada tienen un efecto peculiarmente turbador. Me recuerda, me temo, a mis propias reacciones ante Eduardo, un frugívoro fundamentalista okupa de una casa a medio construir en la vega de Tíjola. Eduardo es un fundamentalista en cuanto que no solo se alimenta exclusivamente de fruta, sino que solo come la fruta caída; «el árbol debe dar sus frutas sin que se le coaccione arrancándolas», explica. Como puede uno imaginar, ésta no es una dieta muy fortalecedora y, cuando los árboles resultan más generosos de lo normal, tiene que acarrear su recolecta a casa en pequeños sacos, como si fuera una hormiga transportando los pedacitos de una hoja.

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