El Loro en el Limonero (6 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: El Loro en el Limonero
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Pero entonces Ana propuso una solución. Podría emplear el anticipo que me habían pagado para contratar a alguien que me echara una mano en el cortijo. Resultaba absurdo que yo tratara de dar de sí tanto y, en cualquier caso, ¿acaso no era ése el objeto de un anticipo, el que me quedara un poco más de tiempo para escribir? Se trataba de una idea perfecta que solo tenía un defecto: no conocíamos a nadie a quien preguntar. Los buenos trabajadores agrícolas escasean hoy en día en Las Alpujarras, y El Valero, situado como estaba en el lado más inaccesible del río, no era el lugar más solicitado ni más cómodo donde trabajar.

—Debías preguntarle a Manolo, es un buen trabajador —dijo Domingo cuando fui a pedirle consejo.

—¿Manolo del Molinillo, dices?

—Sí, no hay nadie mejor que él, pero eso ya lo sabes tú de cuando te ayudó a limpiar la acequia con su padre hace un par de años. Y además es bueno con las ovejas.

—Conozco bien a Manolo —dije con aire abatido— y ya sé que es verdad lo que dices. Pero es una persona a la que no puedo contratar...

—¿Por qué no?

—Bueno... —comencé. En realidad no había querido mencionar esto—. Manolo todavía no me ha pagado por haberle esquilado las ovejas el año pasado.

—No me puedo creer eso de Manolo. Es más honrao que nadie...

—Eso era lo que pensaba yo —dije—. Pero en cualquier caso, cuando te debe dinero una persona es un poco difícil pedirle que trabaje para ti...

—Sí, pero más difícil sería si fueras tú el que le debe dinero a él —respondió Domingo dándose la vuelta para marcharse. Tenía un trabajo que quería terminar en su estudio.

Manolo del Molinillo

Paco de la Charca vive entre El Valero y Órgiva, en un cortijo que, como su nombre indica, está situado en un cenagal. Comparte este terreno poco envidiable con trescientas o cuatrocientas ovejas que deambulan por allí hozando y comiendo grandes cantidades de menta de agua, juncos y otras plantas propias de zonas pantanosas, así como abundantes mimbres. Llevo muchos años esquilando las ovejas de Paco y he llegado a conocerle bastante bien. No es un auténtico alpujarreño pues procede de Iznalloz, un pueblo al pie de las sierras del norte de Granada, aunque al oírle hablar nunca se sospecharía ya que, al menos cuando estoy yo delante, se limita a arremeter contra la gente de cualquier lugar situado más allá de los confines de Órgiva, en especial los extranjeros.

—¡Venís aquí a invadir nuestra tierra, a cargaros nuestro idioma! ¡La hostia! ¡Y no os entiendo ni jota! ¡No servís pa' ná como no sea esquilar ovejas, y ni siquiera eso lo hacéis bien! ¡Mira esa oveja! ¿A eso lo llamas tú esquilar? ¡Y, encima, seguro que no me vas a cobrar menos por esquilarla! ¡Tos los extranjeros sois unos ladrones del carajo, que nos dejáis con lo puesto a los de aquí!

Todos estos disparates los suelta refunfuñando a gritos con una voz áspera y quebrada y, a medida que va entusiasmándose con el tema, grita más fuerte y con voz cada vez más áspera, apretando un cigarrillo en la comisura de la boca y clavando en ti sus ojos astutos. Yo antes pensaba que hablaba en serio, y la primera vez que le esquilé las ovejas estuve por largarme dejando el trabajo a medio hacer, pero Domingo, que estaba trabajando conmigo, me dijo que Paco le hablaba así a todo el mundo y que lo hacía sin mala intención. Y parece que así es. Ahora le adivino un atisbo de sonrisa bailándole en los ojos mientras suelta los peores insultos. Pero en cualquier caso soy consciente de que para tomarle gusto hace falta que pase tiempo.

Paco es solo un par de años mayor que yo, pero cuando le conocí calculé que tendría por lo menos sesenta y cinco: el efecto del sol y del viento y del tabaco y de las emanaciones de la ciénaga y de la dieta implacable a base de productos del cerdo... y de dar muchas voces. De hecho, hace un año sufrió un pequeño infarto que le dejó muy debilitado y hasta un tanto apagado.

Poco después de este episodio me lo encontré un día en el bar Paraíso, desde donde me llamó con el tono de voz que una persona normal utilizaría para llamar de lejos a un taxi pero que probablemente tenía un par de decibelios menos que su saludo habitual.

—¡Cristóbal! Ven pa'cá, que no me queda más que un hilo de voz. Tengo que contarte una cosa. He vendió las ovejas.

—¿Y qué diantres vas a hacer sin las ovejas, Paco? Te vas a volver loco.

—No valgo pa'ná. Ya no le sirvo a nadie —prosiguió con cara de resuelto estoicismo—. Ahora voy a dedicarme más a empinar el codo. Pero, mira que te diga, le he vendió las ovejas a Manolo.

—¿Manolo el del Molinillo?

—Sí, a ese mismo muchacho, y al cabrón de su amigo Miguel. Me las han comprao a un precio muy bueno, y a estas horas estarán con ellas en el cenagal. Quiero que las esquiles.

—De acuerdo, por qué no. Conozco bastante bien a Manolo, pues ha trabajado para mí algunas veces. Es un muchacho simpático y bueno con las muías; pero la verdad es que no le veo como pastor.

—No, yo tampoco. Y Miguel es demasiao vago, no podrá contar mucho con él para ayudarle. Va a ser un desastre. Pero eran ellos los que querían comprarlas.

Una mañana de la semana siguiente fui temprano en coche por el cauce del río hasta La Charca y coloqué mis trastos a la sombra irrisoria de un olivo medio seco que crecía en el corral de Paco. Pronto llegó Manolo, vestido con su mono azul, sonriendo con orgullo a la cabeza de su rebaño.

Me puse manos a la obra y comencé a esquilar las ovejas, a medida que Manolo las iba cogiendo y poniendo de golpe y sin esfuerzo a mi lado en una tabla. De vez en cuando se detenía y buscaba con la mirada a Miguel, que había prometido venir a ayudarle. Sin embargo Miguel no se presentó, y Manolo se pasó el día buscando pretextos sin perder el buen humor.

Hicieron falta dos días de duro trabajo para terminar con lodo el rebaño. Finalmente, mientras recogía mi maquinaria y la guardaba en el coche, Manolo me confió:

—En este momento toavía no tenemos el dinero, Cristóbal... ¿podemos pagarte la semana que viene?

—Claro que sí, Manolo —accedí—. No te preocupes en absoluto, págame cuando puedas.

En doce años que llevaba esquilando ovejas en España había trabajado para algunos tipos terribles, pero nunca había tenido el menor problema a la hora del pago, aparte de algún que otro maquillaje de cuentas. Además yo conocía bien a Manolo y era honrado como él solo.

Un mes más tarde me encontré de nuevo con Paco. Estaba mucho mejor y había abandonado el asunto de hablar en susurros.

—¡Eh, Cristóbal! —comenzó—. ¿Has cobrao ya por esquilar las ovejas?

—No, todavía no, pero solo es cuestión de un par de semanas...

—¡No te van a pagar ná! —anunció Paco adoptando con deleite el papel de buscapleitos.

—¿Qué me dices?

—Pues que la cagaron del tó, como te dije que harían, y ahora les he comprao otra vez las ovejas. Van a pagar las deudas que puedan —pienso, pastos, trabajo y tó eso— pero le han dicho a Manolo que al extranjero no le pague.

Me quedé absolutamente estupefacto pero me recobré lo mejor que pude.

—Entonces, Paco —refunfuñé—, si las ovejas eran tuyas antes y ahora otra vez son tuyas y yo las he esquilado, quien me debe dinero eres tú, porque tú eres el que se beneficiará de que estén esquiladas, ¿no?

—Bueno —dijo sonriendo Paco mientras desdoblaba un mugriento trozo de papel que se había sacado del bolsillo—. En otras circunstancias, a lo mejor. Pero este papel dice que las deudas contraídas mientras las ovejas eran de ellos son responsabilidad suya. Por eso son ellos los que tienen que pagarte... y no me parece que lo vayan a hacer.

Trescientas ovejas a 150 pesetas la oveja —un total de 45.000 pesetas— equivalían más o menos a doscientas libras esterlinas. Ése era un dinero que necesitábamos, pero lo que empeoraba todavía más las cosas era el principio: iba a resultar humillante ser engañado de esa manera. Así pues, aquella tarde telefoneé a Manolo, solo para que su madre me dijera que no estaba en casa; y lo mismo ocurrió la noche siguiente y la de después. Pronto me cansé de llamar y me hundí en la tristeza por haber juzgado tan mal las cosas.

Como una semana después de mi conversación con Domingo, Ana me llamó para que saliera a la terraza. Había observado a un hombre a caballo avanzando por el cauce del río hacia nuestro cortijo. Con los ojos entrecerrados a causa de la luz del sol, nos pusimos ambos a mirar la figura que aparecía y desaparecía entre los peñascos.

—Es Manolo del Molinillo —murmuró Ana sorprendida. Mi mujer tiene mucha mejor vista que yo, pero inmediatamente pude comprobar que estaba en lo cierto. Manolo es más alto que la mayoría de los hombres de aquí y más corpulento, y además monta a caballo de una manera tan relajada y natural que es difícil confundirle con otra persona.

Efectivamente, diez minutos más tarde estaba Manolo atando su caballo a un poste de la cerca justo debajo de la casa. Bajé a verle adoptando una expresión fría y neutral que parecía totalmente inadecuada para saludar a un tipo tan simpático como Manolo.

También él parecía sentirse violento y miraba inquieto hacia el suelo en lugar de saludarme con su amplia sonrisa habitual.

—Mmm... Te he traío una cosa, Cristóbal.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que me has traído?

Me entregó un gran fajo de billetes.

—Es solo la mitad del dinero que te debo y siento haber lardado tanto, pero han sío unos tiempos difíciles. Perdimos una pila de dinero con las ovejas de Paco y he tenío que trabajar yo solo para pagar lo que debíamos. He estao trabajando toas las horas que he podio para sacar dinero con que pagar nuestras deudas, y ha sío mucho dinero. Te traeré la otra mitad en cuanto gane más, pero ahora no hay mucho trabajo.

Me puse loco de contento. Yo había sabido desde el principio que no había maldad ninguna en Manolo, pero ahora las dudas se habían disipado. Me dirigí a él como a un amigo a quien hubiera perdido tiempo atrás:

—Manolo, ya sabía yo que no me fallarías. Mira, si necesitas más dinero siempre puedes venir a trabajar para mí... bueno, de hecho no me vendría mal algo de ayuda.

Manolo se mostró encantado con la oferta, y con un par de cervezas sellamos el trato. También me contó lo terriblemente mal que lo había pasado durante las semanas de pastoreo en que había intentado mantener el rebaño él solo, para luego descubrir que estaba siendo acosado por las deudas. El recuerdo de esto le hizo estremecerse, pero después me dedicó una sonrisa aún más amplia que antes. Iba a instalarse a trabajar regularmente en El Valero, mientras yo... ¿qué era lo que yo iba a hacer? Ah, sí... iba a sentarme ahí en la «cámara» a escribir un libro.

Manolo comenzó a trabajar al día siguiente de nuestra reconciliación y juntos bajamos al establo para decidir cuáles eran las tareas más urgentes. Cuando vio nuestro tractor se detuvo en seco.

—Vaya, tienes un tractor —dijo sin apenas poder contener su entusiasmo.

—Sí —dije—. Un tractor.

Lo que teníamos delante era un Massey Ferguson 135 de cincuenta años aparcado bajo un naranjo: una magnífica y práctica máquina en que podían verse algunas pequeñas manchas de pintura roja asomando entre el polvo y la herrumbre. La habíamos comprado con un dinero que nos había dejado Grum, que era como llamábamos a la abuela de Ana. A la buena señora, con ciento cuatro años, creo que no le había hecho demasiado infeliz marcharse al otro barrio, aunque quizá habría preferido dejarnos en recuerdo un objeto algo más refinado.

Por mi parte, trataba el tractor con una cierta veneración y veía en él un nuevo comienzo agrícola para El Valero. El único problema era que encontraba difícil armarme del valor suficiente para ponerme al volante. Tal vez se debía al hecho de ser padre, o quizás a las pendientes tan acusadas de nuestro terreno y a todos los accidentes de tractor que tanto gustaba a la gente relatarme. Cualquiera que fuese la razón, sentado en lo alto de aquel exoesqueleto de acero de sobrecogedora fuerza hidráulica me sentía extremadamente vulnerable, un blando y frágil objeto de carne y hueso.

Manolo, por el contrario, no tenía tales reservas y, embelesado, subió de un salto al asiento para empezar a buscar impacientemente la manera de poner en marcha el motor.

—Hay un mando negro —expliqué—. Presiónalo primero y luego dale vuelta a la llave.

Esa fue la primera y la última vez que tuve la supremacía en conocimientos sobre tractores. A partir de entonces Manolo y la máquina se hicieron inseparables, y ya no hubo trabajo con tractor que le arredrara. El tractor tenía un cargador delantero, con el que Manolo comenzó a transformar el paisaje de nuestro cortijo. Allanó las profundas rodadas del camino que conducía a la casa hasta dejar una lisa superficie de suaves contornos; apartó del lugar donde habían dificultado el cultivo unas rocas que hasta entonces habían sido imposibles de quitar; y con la cultivadora labró la tierra de unos bancales tan estrechos que no se habían tocado desde hacía años.

Durante todo aquel proceso Manolo trabajó con un placer que daba alegría contemplar, hasta que un día el tractor decidió escacharrarse en mitad de un campo. Manolo se quedó desconsolado.

Fuimos a consultarle a Domingo, quien dijo que era el perno de seguridad de la caja de embrague. Con el corazón en la boca, Manolo y yo le contemplamos mientras sustituía hábilmente el perno roto por el nuevo.

—Tienes que tener más cuidao, Manolo —advirtió—. Como no vayas más tranquilo, el que se te rompa el perno de seguridad va a ser el menor de tus problemas.

Ambos nos quedamos algo preocupados por aquello y le insistimos a Domingo para que nos diera más consejos.

—Menos forzarlo y hacerlo rechinar con el acelerador pisao a fondo —advirtió—. Hay que tratarlo como a una mujer.

—Vale. Como a una mujer —musitó Manolo sonriendo no del todo seguro.

Puede que fuera coincidencia, pero a partir de entonces empecé a notar que Manolo prestaba pequeñas atenciones al tractor. Con un trapo suave le frotaba las pocas partes que aún tenían posibilidades de relucir, y a intervalos regulares le engrasaba el motor con aceite. Compró un llavero de plata con una imagen de San Isidro, patrón de los agricultores, y una mañana se presentó con un cojín de lana de colores para el asiento. Siempre que podía encontraba una excusa para llevarse el tractor a casa por las noches y lucirse paseándose en él por la pista de Tíjola.

Durante un tiempo me preocupó que el tractor se hubiera convertido en una obsesión que fuera a reemplazar sus dotes tradicionales de mulero. Manolo tiene dos muías así como una hermosa yegua baya joven, y cuando alguna persona del valle necesita subir una carga pesada a algún lugar imposible, o labrar un campo en una ladera casi vertical, es a él a quien se lo pide. Con sus bestias puede llevar a cabo tareas delicadas que están más allá de la capacidad de cualquier tipo de maquinaria agrícola.

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