Read El Loro en el Limonero Online
Authors: Chris Stewart
Y entonces lo oí. Era el grito de un zorro en el valle, ese aullido de añoranza salvaje, la síntesis de toda la violencia, la ferocidad y el horror de la noche, una llamada que te estremece la sangre, y que vuelve chiflados a los perros. Es la llamada de la selva, y hace que los perros se sientan culpables de su ruina moral mientras dormitan en la alfombra junto al fuego. Les recuerda la manera como deberían ser —no unos seres que confraternizan con gatos, que desayunan zampándose su comida para perros con galletas y que caminan obedientes al extremo de una correa. «Venid conmigo —les dice la llamada del zorro—, así es como hay que vivir la vida, corriendo por los bosques las noches estrelladas, masacrando corrales enteros de gallinas obesas, deleitándose con sus gritos de terror. Vamos, comodones y mimados gandules, venid a por ello.» ¿Cómo no va a sacar de quicio a los perros este grito?
Me volví a la cama, casi apesadumbrado por la falta de acción. Me resultaba difícil conciliar el sueño, ya que la noche era sencillamente demasiado emocionante y, además, si Juan lograba clavarme su cuchillo, bien podría ésta ser la última noche de mi vida. Me parecía, pues, una lástima desperdiciarla durmiendo.
La luna siguió bajando hasta esconderse detrás del Cerro Negro, y el cielo se llenó de estrellas. Dirigí la vista hacia la Vía Láctea y recordé cuando de niño me quedaba despierto en la cama escuchando los horrores de la noche, los movimientos y crujidos causados por la vieja casa de mis padres o, lo que era más probable, por los aterradores diablos y seres demasiado horrorosos de nombrar al salir lentamente de debajo de la cama. Siempre me sorprendía un poco ver el sol por detrás de las cortinas al despertarme y descubrir que había conseguido pasar otra noche más. Pero con el transcurso de los años me acostumbré a superar mis temores, y ésta era la primera noche que me había sentido inseguro desde hacía mucho tiempo.
Mientras pensaba en las estrellas durante esas horas oscuras que preceden al amanecer, comencé a sentirme más seguro de poder llegar hasta la mañana. Pero entonces le oí —claro que tenía que elegir la hora más oscura. Se movía sigilosamente por entre los matorrales en el cerro justo por encima de mí. Desde ahí podía verme antes de que yo le viera. Me quedé helado de miedo, tanteé de nuevo el suelo buscando mis gafas y me puse a esperar tiritando junto a la cama, azada en ristre. Estaba tan cerca que se oía su respiración. Entonces oí una cautelosa pisada y el ruido que hacía un matorral al romperse. Agarré fuerte la azada. A continuación le oí toser, y después el sonido de un gigantesco pedo. Ningún hombre podía ventosear tan fuerte, ni siquiera el temible Juan. Era Lola, la yegua, y ahora podía oírla masticando tranquilamente entre las matas de romero.
Un gallo cantó a lo lejos y después otro, y el mochuelo cesó de ulular. La luz del sol fue aumentando poco a poco, se me posó una mosca en la nariz y supe que había llegado la mañana. Juan ya no vendría. Tampoco vino a la noche siguiente.
Cuando le conté a Manolo este asunto me miró con gravedad.
—¿Juan? —dijo—. ¡No te metas con Juan! Está loco. Juan mata pa' divertirse! Ya sabes que mató al Pepe Díaz, ¿no? Tiene fama de peleón, hasta la Guardia Civil le tiene miedo; bueno, ésos le tienen miedo a tó el mundo, pero sobre todo a Juan. Lleva siempre un navajón metió en la bota. Es un tipo de cuidao. Cristóbal, ahora sí que te has metió en una buena.
—Gracias —le repliqué—. Eso me tranquiliza mucho. ¿Pero cómo sabes tú todo eso?
Manolo puso los ojos en blanco.
—Trabajé pa' Juan el año pasao, sacando el estiércol del establo de sus ovejas. Ese cabrón tiene muchas fuerzas. Es capaz de levantar una muía con una mano. Y tiene un genio de mil demonios... antes me metería con un jabalí que con Juan.
—Por lo menos —repliqué manteniendo una fachada de optimismo— no vino a pillarme anoche ni anteanoche. Ya no creo que vaya a molestarse en venir a matarme. A lo mejor me he escapado...
—Pues yo no contaría con eso. Seguramente te agarrará en la Feria, que es cuando se hacen esas cosas aquí. Estará borracho y con ganas de pelea, y furioso por haber perdió a su rubia. Sí, será en la Feria cuando te pille.
Manolo me sonrió feliz.
La Feria de Órgiva era a la semana siguiente. El asunto de Juan podría hacerla algo más interesante que de costumbre. La Feria supone unos días de increíble cacofonía en los que la gente del pueblo se vuelve loca entregándose a su pasión por el ruido. En la Feria todas y cada una de las atracciones tienen su propio sistema de sonido, a cual más ensordecedor. Por las calles se alinean puestos de dulces vivamente iluminados y tómbolas donde puedes ganar peluches fosforescentes de poliéster, los cuales a su vez tienen su propia música emitida a aproximadamente diez veces el nivel de decibelios necesario para dejarte sordo como una tapia. Mientras tanto, los bares de la plaza tienen unos sistemas de sonido del tamaño de pequeñas casas que retumban y golpetean día y noche, haciendo imposible el mantener el menor asomo de conversación. Sin embargo los lugareños se quedan ahí sentados charlando como si tal cosa. Creo firmemente que los españoles tienen unos oídos más evolucionados que el resto de nosotros.
Por si fuera poco el ruido, la Feria es también la época del año en que se levanta el viento. Llega poco a poco desde lo alto de la Contraviesa, ganando velocidad a medida que se precipita por los barrancos y gargantas, y rugiendo luego al subir desde el puente de los Siete Ojos hasta entrar a ráfagas huracanadas en el pueblo llevando por delante bolsas de plástico y latas de cerveza. Gime y aúlla al dar la vuelta a las esquinas, lleno de tierra y gravilla que se te mete por los ojos y la nariz y te produce dentera cuando estás en la plaza comiéndote la paella comunal.
Lo único que salva a la Feria de Órgiva es el puesto de los pinchitos, donde puedes pasar hora tras hora apoyado en la barra de chapa zampándote unas bien sazonadas brochetas de cerdo y bebiendo jerez seco caliente en un vaso de papel. Es el recuerdo de esto —junto con el hecho de que a Chloë le gusta pasearse por la Feria con sus amigas del colegio— lo que me hace volver cada año. Pero, además, en esta Feria tenía que dejarme ver. No iba a permitir que un pastor homicida me intimidara y me hiciera perderme los placeres de las fiestas... aun cuando fuera capaz de levantar una muía con una mano y aun cuando llevara un navajón de diez pulgadas.
Casi tan pronto como llegamos al pueblo Ana, Chloë y yo, descubrí a Juan charlando con un par de amigos en la calle. Estuve a punto de acercarme a él en seguida para airear mi masculinidad, pero Ana me lo imposibilitó yéndose y dejándome solo con Chloë. Una jugada inteligente, pues ella sabía que yo no consideraría una pelea el más edificante de los espectáculos para mi hija de seis años.
Después que se hubo ido Chloë con sus amigas, me instalé un rato en el puesto de los pinchitos y me puse a esperar a encontrarme con Juan. Manolo y Domingo estaban en el bar, y para consolarme Domingo me aseguró que Juan pensaba que yo había sido amante de Petra —¿por qué otra razón iba a intervenir?— y que su ira no se había apaciguado.
Pero Juan no volvió a aparecer.
Algunas semanas después de la Feria me encontré con Petra en el pueblo por primera vez desde la noche de la violencia. Me dio un caluroso abrazo.
—¡Por el amor de Dios, Petra, déjame! —dije echándome hacia atrás—. ¿Acaso quieres hacer otra vez que me maten?
—No, no te preocupes, Chris. Solo quería darte las gracias por haber estado tan fenomenal aquella noche.
—Bien está decir «no te preocupes», pero hay por ahí un loco peligroso con un cuchillo bien grande y, si ve a su rubia echándoseme encima en la calle principal, me hace picadillo.
—Oh, Juan no es malo. No es para nada un loco peligroso. De hecho, tengo que darme prisa porque ahora voy a recogerle para llevarle al hospital...
—¿¡Que vas a hacer qué!?
—Tiene piedras en el riñón y el dolor le vuelve loco. Por eso en parte se mostraba tan agresivo aquella noche; estaba loco de dolor y yo me había negado a llevarle al hospital.
—Petra, ¿por qué diantres no me dijiste nada de eso entonces? —pregunté consternado.
—Tal vez yo estaba equivocada aquella noche. Juan es normalmente tan manso como un corderito. Pero tengo que irme corriendo. ¡Hasta luego!
Le conté a Manolo lo que me había dicho Petra.
—Ah, Juan no es malo —dijo—. No es capaz de matar una mosca. En realidá tampoco mató a Pepe Díaz, fue un infarto. No, estoy completamente seguro, Juan no te habría hecho daño.
Le miré de reojo.
—¿Y entonces el navajón que lleva en las botas?
—Yo de eso no sé ná —respondió con una sonrisa—. Nunca he tenío que mirárselas por dentro.
Hasta ahora en El Valero nos hemos resistido al reclamo del teléfono móvil. Es cierto que su atractivo es limitado en cuanto que un móvil no funcionaría en el lugar donde vivimos, ya que estamos rodeados de montañas. Pero en cualquier caso me siento un poco incómodo con la tecnología telefónica; una vez perdí toda una mañana en casa de unos amigos tratando de hacer una llamada con el mando a distancia del televisor. También Ana es un poco ludita y, por ejemplo, no quiere saber nada de ordenadores. No hace mucho tiempo alguien le regaló una vieja máquina de escribir a bola IBM que es tan grande y tan pesada como una pequeña locomotora de tracción. Se quedó encantada con ella, a pesar de que salpica con pegotes de aceite de máquina de coser cualquier papel que se le ponga. «Éste es el futuro», anunció mientras metía trabajosamente el armatoste por la puerta.
Durante muchos años no tuvimos ningún tipo de teléfono en El Valero. Escribíamos cartas a nuestros amigos y recibíamos cartas de ellos y, en las raras ocasiones en que había algo urgente, íbamos al locutorio de Tíjola. Una emprendedora familia del pueblo había invertido en un contador de llamadas. Esto les permitía ofrecer un servicio público y, con una multiplicación astronómica del precio ya de por sí ruinoso de Telefónica, obtener unos buenos beneficios. Sin embargo, por mucho que cobraran, el locutorio no era el lugar más indicado para hacer una llamada relajada. El teléfono y el contador estaban montados en la pared de la sala de estar familiar, entre un cuadro del Sagrado Corazón y un ramo de flores de plástico desteñidas. Estaba claro que cuando alguien venía a hacer una llamada estaba invadiendo la intimidad familiar.
El modo más rápido de llegar al locutorio por aquel entonces era mediante una caminata río abajo por un camino particularmente malo, y de este modo una llamada telefónica se convertía en toda una operación. Primero estaba el tonificante paseo de una hora, que incluía una estrepitosa travesía de los cañaverales y un chapotear hasta el muslo en la fuerte corriente. Y después estaba el problema de introducirse en el hogar de un extraño tratando de no llenar de agua del río el suelo recién fregado.
El método habitual era anunciar tu llegada dando una voz —o al menos eso era lo que hacían los lugareños. Yo solía mostrarme un poco vacilante, preguntando en un lenguaje excesivamente formal «si sería tal vez posible utilizar el teléfono durante unos breves momentos». La mujer del teléfono me miraba entonces de arriba abajo con desaprobación, clavando los ojos con especial disgusto en mis zapatos empapados, antes de indicar con gesto imperioso que debía seguirla al otro lado de la cortina de flecos. Una vez dentro de la oscura sala de estar, ponía el contador a cero y se quedaba de pie junto a él con los brazos cruzados mirándome iracunda. Los días verdaderamente malos, otros miembros de la familia se congregaban y también me miraban iracundos.
Mientras marcaba el exótico número extranjero, me quedaba pegado a la pared sonriendo con vacuidad a los espectadores mientras el teléfono sonaba al otro extremo de la línea. Sonaba una y otra vez —Telefónica te da un minuto— hasta que finalmente se paraba. Durante todo ese minuto todos me miraban fijamente.
—No contestan —le decía a la mujer del teléfono.
—No le han contestao —traducía ella en atención a los otros, quienes recibían la noticia con un gruñido y se alejaban arrastrando los pies.
Y entonces yo regresaba río arriba, trotando y saltando entre las rocas para intentar llegar a casa antes de que se hiciera de noche.
Ana y yo nos las arreglamos con cartas y con el locutorio de Tíjola durante nuestros primeros seis años en España, incluido el momento del nacimiento de Chloë, lo cual en retrospectiva quizá fuera un poco imprudente. Pero estábamos satisfechos con la situación y coincidíamos en que probablemente la vida era mejor sin teléfono —incluso si hubiéramos podido tener uno, lo cual no era el caso. Porque Telefónica, una entidad con poco entusiasmo por la filantropía, no iba a tender una línea hasta el valle, a lo largo de toda esa distancia, y pasarla luego al otro lado del río solo para nosotros.
Pero un día de principios de verano pasamos por delante de una tienda en Granada que anunciaba un nuevo tipo de radioteléfono. Entramos a echarle un vistazo y, como una pareja de palurdos, antes de que nos diéramos cuenta estábamos firmando el contrato. Casi parecía demasiado bueno para ser verdad. Podíamos comprar un flamante auricular junto con su base a un precio especial, subvencionado cuando las viviendas se encontraban en zonas rurales alejadas, y en el plazo de una semana vendría un técnico a encargarse de su instalación.
Y así sucedió, llegando poco después nuestro técnico, sudoroso y sofocado por la caminata desde el puente y quejándose de que la pila de su receptor estaba descargada. Se pasó otra media hora deambulando por los alrededores y rezongando, haciendo todo lo posible por que nos sintiéramos culpables de la molestia que le estábamos causando con nuestra decisión de instalar un teléfono en un remoto cortijo. Su mal humor parecía aumentar por momentos, hasta que finalmente declaró, como si de una terrible sentencia se tratase:
—No, no va a funcionar. No hay señal en ningún lugar de la casa. Están demasiado lejos de todas partes.
—Pero acaba de decir que la pila estaba descargada —le indiqué.
—Claro, pero eso no tiene nada que ver —respondió con un gruñido—. Espere, en ese sitio de ahí hay una ligera señal; es casi demasiado débil para poder oír, pero es lo mejor que van a poder conseguir en este lugar de mala muerte. Ahí mismo es donde tienen que poner el teléfono.
Y nos dirigió una mirada triunfal.