Pero ¿cómo podía ser?
Comparé las firmas en el visor durante un buen rato, cambiando yo mismo los rollos una y otra vez. Las observé sin atreverme más que a asentir con la cabeza, para que ninguno de los transeúntes del pasillo pudiera entender de qué estábamos tratando el viejo agustino y yo. Y sin embargo, al cabo de ese tiempo, lejos de disiparse mis dudas, la sorpresa y el asombro habían dejado hueco a dos sentimientos más dolorosos aún: la duda… y el temor.
—Muy bien —zanjó la sesión de «tipi» el padre Juan Luis, devolviendo aquellos rollos a sus cajas y dejándolas sin mayor precaución junto al proyector—. Bajemos a la basílica, ¿te parece? En la casa de Dios estaremos más tranquilos y podremos hablar.
«Estupendo.»
No se imagina el lector hasta qué punto aquella charla iba a cambiarlo todo.
El padre Juan Luis Castresana y yo nos acomodamos en un discreto banco al final de la gran iglesia del monasterio. Permanecimos allí durante casi dos horas. Al principio divagamos entre susurros sobre qué diablos podía significar todo aquello. Imaginamos errores, bromas y complots que nos condujeron a ninguna parte. Todo resultaba muy frustrante y durante un buen rato sólo coincidimos en una impresión: que él por un lado y yo por otro, como empujados por la providencia, habíamos tropezado con algo que nos sobrepasaba. Algo ajeno a toda lógica. Fue entonces, casi sin querer, mientras tanteábamos hasta qué punto debíamos descubrir nuestras cartas ante el otro, cuando opté por dar un paso adelante. Necesitaba confiar en alguien. Y hablé. Hablé y hablé hasta contárselo todo.
Aquello fue lo más parecido a una confesión que recuerdo haber hecho jamás. Le conté al padre Juan Luis cuanto sabía entonces de Fovel. Todo lo que he escrito en las páginas precedentes se lo desgrané con paciencia y meticulosidad. Incluso le participé algunas de las explicaciones que el maestro me había dado sobre la influencia del
Apocalypsis Nova
en artistas italianos y españoles. En cualquier caso, puse especial énfasis en su última lección, la que me ilustró sobre el Bosco, Brueghel, el Greco, los adamitas y la
Familia Charitatis
de Niclaes. Y hasta le comenté, no sin cierto pudor, y aun a riesgo de que me tachara de fantasioso, que según el doctor Fovel uno de los miembros principales de aquellas cofradías fue el primer bibliotecario de El Escorial, Benito Arias Montano.
—¿Significa eso algo para usted?
El agustino ni se inmutó.
Nada de aquello le pareció que explicara la antinatural secuencia de solicitudes del
Apocalypsis
por parte de Luis Fovel primero, y de Julián de Prada en menor medida. Y el viejo fraile, sabiéndose al final de un callejón sin salida, calló durante un rato. Cuando volvió a tomar la palabra, sólo me preguntó por mi interpretación personal de aquel asunto. «Y no me digas que son espíritus. Los fantasmas, hijo mío, no piden libros prestados», advirtió.
No estuve a la altura de su pregunta. ¿Cómo iba a estarlo? De hecho, no supe qué responderle. Y en ese momento en el que todo parecía haber terminado para este joven aprendiz de periodista, el anciano se sacó un as de la manga.
—Hay una cosa de la que no hemos hablado aún —dijo cruzando las manos en el regazo y perdiendo la mirada en el solemne retablo que presidía la basílica.
—¿Ah, sí? —resoplé con displicencia. Me había vaciado con aquel hombre y no estaba seguro de tener la energía mental suficiente como para procesar un dato más.
—¿Recuerdas cuando te dije que había buscado en los archivos digitales todas las peticiones bibliográficas de Luis Fovel? —Alcé entonces la mirada hacia el rostro ajado del padre, dejando que continuara—. Pues bien: cuando accedí al histórico de sus fichas y a las de Julián de Prada, vi que ambos no sólo pidieron ver el
Apocalypsis Nova
. También solicitaron otra clase de documentos. Siempre los mismos. Una y otra vez.
Parpadeé incrédulo.
—Se trata de textos algo heterogéneos, hijo —prosiguió, adelantándose a la inevitable pregunta—. Desde el
Prognosticon
de Matías Haco Sumbergense, que contiene la carta astral de Felipe II y varias predicciones para su reinado, hasta tratados de alquimia, libros de magia natural o apuntes de Arias Montano, pero también textos de épocas posteriores, de los siglos XVII y XVIII… En fin, ante esas referencias da la impresión de que esos hombres han estado siguiéndole la pista a algo. Dando vueltas en círculo en torno a una misma serie de temas. Y te diré más: estoy casi seguro de que ambos se hallan enfrascados en alguna clase de carrera… Y creo saber de qué clase.
—¿En serio?
—Te has sincerado conmigo, hijo, y ahora me toca a mí —suspiré con alivio al oír aquello—. Arriba en mi despacho tengo apartados todos esos documentos. Y, sin excepción, tienen un común denominador. Fueron pedidos a intervalos cortos. Primero por Fovel, luego por Prada, y viceversa. Lo hicieron invariablemente en un mismo orden, empezando y terminando en el
Apocalypsis Nova
. Lo primero que sospeché al hojearlos fue que estaba ante un par de locos de la alquimia, unos buscadores de la piedra filosofal que tal vez habían logrado destilar alguna clase de elixir para prolongar la vida.
—¿Y… ya no lo cree?
—No, no es eso. Que lo que les interesaba era la alquimia es un hecho. Pero a juzgar por los escritos, da la impresión de que también han buscado desarrollar ciertas visiones metafísicas con las que acometer sus experimentos. Lo entendí en cuanto encontré entre sus peticiones los libros de nuestro
doctor illuminatus
, Raimundo Lulio, el alquimista y médico más genial del siglo XIII. Lulio desarrolló sus fórmulas a partir de esa clase de visiones y las dejó por escrito en documentos que sólo se conservan entre estos muros. Mi sospecha es que, como él, Fovel y Prada han estado buscando su propia fórmula para traspasar el umbral entre este mundo y el otro. ¿Y sabes qué creo? Que al menos uno lo ha logrado, Fovel, mientras que el otro ha estado acechándolo para arrebatarle ese «acceso». Esa «llave».
Medité aquella idea sin fuerzas para rebatirla.
—Entonces, padre, ¿qué papel tendrían en esa carrera los cuadros? —fue cuanto logré argumentar—. ¿Por qué cree que les prestan tanta atención?
—Oh… Eso. El
Apocalypsis Nova
lo explica muy bien, hijo mío. De hecho, ya te lo dije cuando nos conocimos. El beato Amadeo dejó por escrito que cuando llegaran tiempos de tribulación ciertas pinturas serían capaces de obrar milagros, actuando como puertas entre el más allá y el más acá. Y si los viejos libros de la tradición hermética están en lo cierto, quienes consiguen acceder a la
Gran Obra
de los alquimistas no sólo poseen el elixir de la vida, sino que también gozan del arte de la invisibilidad, nunca permanecen en el mismo lugar durante demasiado tiempo y aprenden a comunicarse con el «otro mundo».
—Pero…
—No importa que tú y yo creamos o no en esa clase de cosas —me atajó adelantándose de nuevo a mis palabras—. Lo que cuenta es que ellos sí lo hacen.
—De acuerdo, padre —acepté—. Pero ese planteamiento deja otra pregunta importante sin responder. ¿Por qué si Fovel guarda para sí un secreto de esa naturaleza ha estado estas semanas aleccionándome en el Museo del Prado y mostrándome esas pinturas especiales? ¿Por qué a mí? ¿Por qué iba a situarme en un camino que podía poner en peligro su anonimato?
El viejo agustino se removió en el banco de madera, acariciándose el mentón. Entonces su rostro se iluminó.
—Para comprender eso, sólo puedo recurrir al «factor rosacruz».
Torcí el gesto.
—Los rosacruces —aclaró— fueron una sociedad iniciática que emergió en el siglo XVII y que atrajo a intelectuales y librepensadores de todo signo. Hoy se les da por extintos, y los que aún se presentan como tales tienen la misma legitimidad que los neotemplarios o los neocátaros. Esto es, ninguna. Lo interesante es que al comienzo sus miembros hablaban de que la fraternidad había sido impulsada por un grupo de «maestros» o «superiores desconocidos», encabezados por cierto Christian Rosenkreutz. Ese hombre logró alcanzar una longevidad extraordinaria para su tiempo, pero no la inmortalidad al estilo de la que mencionan los taoístas, los yoguis del Himalaya, ese imán oculto desde el siglo XII en Irak que los chiitas creen que reaparecerá ahora para combatir al Anticristo o los clásicos héroes del Grial. No. Rosenkreutz, o comoquiera que se llamase de verdad, vivió más de cien años y custodió con todo cuidado la «ciencia total» o «medicina suprema» que le hizo romper todas las barreras biológicas conocidas. Parece que cuando ese hombre superó el siglo de vida se dedicó a formar discípulos que, con el tiempo, transmitirían de generación en generación su fórmula de la prolongación de la vida. Ésos son los verdaderos rosacruces. Y probablemente Fovel y De Prada sean dos de ellos. A los hombres de su clase los aficionados a la alquimia siempre los llamaron «los invisibles». Y de ellos se ha dicho que entre sus objetivos estuvo también el de empujar a Occidente a una revolución científica y social que hiciera aceptable ese elixir sin provocar el caos.
—Pero ¿de veras cree usted que…?
El padre Juan Luis no dejó que le interrumpiera.
—Lo curioso, hijo, es que esta clase de «maestros» emergen al parecer cada cien o ciento veinte años, siembran su semilla intelectual en algunos elegidos con la esperanza de que ayuden a evolucionar al mundo, y se desvanecen después hasta el próximo ciclo histórico. Siguiendo sus intervenciones, es posible descubrir su influencia entre los primeros cristianos gnósticos, los herejes arrianos, los cátaros o la Familia del Amor. Así pues, ¿por qué no pensar que tu doctor del Prado, tan ducho en esas viejas sectas, es uno de esos maestros desconocidos que ha emergido de las sombras para seguir cosechando custodios de su secreto?
—No sé…
—Soy ya un hombre anciano, hijo mío. He leído mucho sobre este particular en los libros de esta santa casa y creo que resulta obvio lo que está pasando aquí —añadió—: uno de esos maestros desconocidos te ha elegido como depositario de sus conocimientos. O al menos como candidato a ello. Como buen guía, no te lo está mostrando todo; sólo te enseña a mirar, te provee de las pautas para que descifres los mensajes de otros «superiores desconocidos», en este caso en el arte pictórico, y, cuando considere que esa capacidad ya obra en tu poder, se esfumará para que completes tu formación con tu propio esfuerzo durante un periodo de tiempo que suele ser largo. Luego, en algún momento, regresará para revelarte tu cometido y hacerte saber que ya formas parte de su correa de transmisión. Los de su estirpe lo hacen así desde hace siglos. Desaparecen siempre antes de que sus pupilos averigüen quiénes son en realidad. Se trata de hombres de apariencia normal, que a veces hacen predicciones, que saben lo que otros dicen de ellos, que se esfuman sin avisar y que, como te he contado, nunca permanecen demasiado tiempo en el mismo sitio.
—Pero ¡eso es absurdo! —objeté, aun reconociendo muchos de esos rasgos en el maestro Fovel—. ¿Por qué iba alguien así a elegirme a mí? No soy un experto en pintura, padre. Ni siquiera estoy familiarizado con el Prado o con su ambiente. Si Luis Fovel es lo que usted insinúa, se ha equivocado conmigo. Se ha confundido al elegir su pupilo.
El agustino sacudió la cabeza.
—A ver, hijo: ¿cuántas veces te has encontrado ya con él? ¿Tres? ¿Cuatro?
—Cinco, padre.
—Entonces, créeme, no tenemos tiempo que perder —dijo con un extraño brillo de impaciencia en la mirada—. Estos maestros se manifiestan muy de tarde en tarde. Si queremos confirmar su verdadera identidad, debes ir a buscarlo cuanto antes, abordarlo de frente y exigirle que te desvele quién es y a quién o a qué sirve. Si lo acorralas, te lo contará.
—¿Exigirle? ¿Acorralarlo? —Una sensación de angustia contagió mi voz—. Pero ¿cómo?
—Dile que has encontrado esto.
Vi cómo el padre Castresana sacaba entonces de sus hábitos una hoja plegada de un finísimo papel descolorido y me la tendía.
—¿Qué es, padre?
—Un acertijo. Una pista escrita de puño y letra de tu maestro.
Desdoblé el documento con cautela. Estaba escrito con la misma caligrafía pulcra y estilizada que había visto en las microfichas del «tipi», sobre una cuartilla de papel biblia que olía a viejo.
—¿Có… cómo ha llegado a usted?
—Fovel y Prada utilizaron los libros de esta biblioteca como buzones para intercambiarse mensajes. Eso explica por qué sus solicitudes de lectura se redujeron siempre a un pequeño número de volúmenes. El caso es que, por alguna razón, este texto nunca llegó a su destinatario y quedó olvidado entre las páginas de un tratado de astrología. Lo encontré esta mañana, por casualidad, mientras revisaba hoja por hoja los títulos que consultaron.
Miré el escrito sin saber qué decir.
—Ha sido una verdadera suerte —sonrió.
—¿Y no hay más?
—No, de momento. ¿Por qué crees que he mandado llevar todas las referencias que consultaron a mi despacho? Ese papel estaba en un libro que Luis Fovel solicitó en 1970 y que Julián de Prada no llegó a pedir. A mí me parece una advertencia. Como si tu maestro quisiera pararle los pies a su competidor, desafiándolo al mismo tiempo para que descubriera su identidad.
El padre Juan Luis se agarró entonces a mis brazos y con voz exultante añadió:
—Cuando vea que tú has recogido este mensaje y que has sido capaz de interceptar su juego, estarás en posición de pedirle las explicaciones que necesitamos.
—Pero ¿cree que me las dará?
—Por supuesto. Léelo con calma y te convencerás tanto como yo. Estoy seguro de que, si te presentas ante él con esto y le haces ver que estás a punto de averiguar su verdadera naturaleza, se sincerará contigo. En ese momento preferirá darte su versión.
—Es usted muy optimista, padre.
—Soy cabal, hijo, no optimista. Yo en su lugar actuaría así. ¿Sabes? Ningún profano, en siglos, ha llegado tan cerca como tú al secreto de los rosacruces.
Éstas son, muy a mi pesar, las últimas líneas de este diario del Prado.
Tras aquella visita al monasterio de El Escorial y mi encuentro con el padre Castresana, me faltó tiempo para retornar al museo en busca del maestro Fovel e intentar ponerlo frente al papel del agustino. ¿Era posible que el «fantasma» Fovel fuera un rosacruz? ¿Un inmortal? ¿O quizá iba a encontrar una respuesta que ni una imaginación encendida como la mía era capaz de intuir? Estaba a sólo un paso de resolver el enredo del maestro del Prado. O eso creía. De hecho, cuando pisé otra vez sus salas me había aprendido de memoria el dichoso texto. Estaba formado por un puñado de versos simples, de significado ambiguo, que yo, sin querer y a fuerza de leerlos, había transformado en una cancioncilla machacona que me repetía con la esperanza de exprimirle algún arcano importante para poder utilizar contra el hombre del abrigo negro.