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Authors: Javier Sierra

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El maestro del Prado (29 page)

BOOK: El maestro del Prado
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—¿Alguien más? ¿Qué quieres decir?

Hubo un segundo de silencio incómodo. Justo el que empleé en valorar si sería prudente introducir en nuestra conversación un apunte más. Uno que parecía muy lejano al «plan didáctico» de Fovel. Pero arriesgué.

—Hablo de los antiguos egipcios, doctor —dije al fin.

—¿Egipcios?

—Me interesa mucho el antiguo Egipto. Y también conozco el cuadro al que se refiere. Debe de ser uno de los más famosos del Greco. El caso es que veo algo común: ese concepto del monstruo que devora a los pecadores a espaldas del rey aparece a menudo en textos religiosos de los faraones… ¡desde hace al menos treinta siglos!

Fovel me regaló una mirada expectante. No me desdijo. Ni me mandó callar. Al contrario: mostró curiosidad. Después de un buen rato recibiendo sus lecciones, percibir su sorpresa fue como un pequeño triunfo para mí. No se esperaba —porque en nuestras conversaciones nunca había salido el tema— que una de mis pasiones fuera la vieja cultura de las pirámides.
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—No ponga esa cara, doctor —sonreí—. En el
Libro de los muertos
, que tiene no menos de 3.500 años, se muestra una escena que prefigura exactamente ese monstruo. Se dibujaban en rollos de pergamino que solían colocarse bajo la cabeza de los difuntos, a modo de «mapa del más allá». No existen dos exactamente iguales. Pero ¿sabe qué? Una de las escenas que se repiten siempre en esos textos para los muertos es la del Leviatán. No falta nunca.

—Ahora que lo dices —se mesó la barbilla—, ese monstruo no parece bíblico…

—No lo es. Pero me llama mucho la atención que incluso en ese cuadro del siglo XVI esté asociado a la idea de un juicio final de los muertos. Los egipcios «inventaron» la idea de ese tribunal de almas mucho antes de que judíos o cristianos empezaran a hablar de ello. En Egipto pintaban a ese monstruo en medio de las pruebas que debía afrontar el faraón al cruzar el camino que va de la vida terrenal a la vida eterna. Era testigo de cómo el dios con cabeza de chacal, Anubis, colocaba en una balanza el alma del faraón y decidía si albergaba o no pecado. Si su veredicto era afirmativo, entonces sus enormes fauces se abrían y lo engullían, privándole de la vida eterna. Para los egipcios no había nada más temible en el universo que Ammit, el devorador de almas.

Fovel parecía encantado con mi discurso. Tanto que no dudó en pedirme detalles.

—¿Y cómo es que entre los egipcios y el Greco nadie pintó a ese Ammit?

—Eso no es exactamente así, doctor. Los constructores de catedrales góticas incluyeron la escena del «pesaje del alma» en muchas de sus fachadas. A un lado de la balanza colocaban a los salvados, y al otro a los condenados. De hecho, si recuerda
La Gloria del Greco
, los bienaventurados están a la izquierda del monstruo, entrando en una especie de umbral divino. Así pues, la única diferencia notable entre los egipcios y los constructores góticos fue que éstos sustituyeron al dios Anubis por un ángel.

—Lógico —sonrió—. Y me alegra que seas capaz de relacionar conceptos gráficos dispares y preguntarte por el origen de lo que ves.

—¿Sabe una cosa, maestro? Cada vez que hablo de estas huellas egipcias en la cultura occidental, me pregunto cómo pudieron transmitirse ciertos iconos trascendentales de civilización en civilización, de religión en religión, a través de los tiempos…

—¡Eso sí es un gran misterio! —refrenda Fovel sin bajar la mirada de
La Encarnación
, que ahora tenemos delante—. Ese ímpetu por llegar a las fuentes del arte me recuerda a los debates en los que se intentaban desvelar las tradiciones de las que bebieron tanto los Hermanos del Espíritu Libre como los familistas. Yo participé en muchos de ellos y llegué a mis propias conclusiones.

—¿Descubrió la fuente común de esas herejías? ¿En serio?

—Analiza la
Familia Charitatis
que tanto impactó a Arias Montano y más tarde al Greco —dijo llevándose el índice izquierdo a la sien—. Sus miembros se sintieron parte de una fe minoritaria que creía haber superado a todas las demás religiones. A diferencia de cristianos o judíos, por ejemplo, la suya promulgaba el contacto directo con Dios. Para ellos, el Creador anida dentro de cada uno de nosotros, y basta con recurrir a ese brillo divino para invocar su presencia. Lo curioso es que todo eso lo encontramos dos siglos antes en la fe cátara, e incluso antes, en los albores del cristianismo, entre los gnósticos. Hoy sabemos que los familistas a los que estuvo vinculado Brueghel fueron, de algún modo, uno de los últimos destellos de la fe cátara en la Historia.
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No en vano los unos se hicieron llamar la Familia del Amor porque los otros se habían autoproclamado la Iglesia del Amor, en oposición a la de Roma («amor» escrito al revés, por cierto).

—¿Entonces los cátaros son «la fuente»? —salto asombrado—. ¿Los herejes más perseguidos de la Edad Media?

—Los hombres puros o
bonhommes
, sí. Antes de ser masacrados en el sur de Francia por tropas leales al papa en 1244, extendieron por toda Europa la idea de que la naturaleza había sido creada por fuerzas oscuras. Para ellos la materia, lo corpóreo, no era más que una prisión para el espíritu. No creían, por tanto, en un solo dios creador, bueno, sino también en un gran demiurgo malvado. Argumentaban que algo tan frágil y degenerado como el universo tangible no podía atribuirse a un supremo y perfecto hacedor. Y lo cierto es que muchos los siguieron. Incluso insistieron hasta la saciedad en que la Biblia debía traducirse del latín a las lenguas vernáculas, en un empeño que no tomaría cuerpo hasta las Biblias políglotas del cardenal Cisneros o de Arias Montano. Sin embargo, hijo, lo que los hizo acreedores de la peor persecución de cristianos contra cristianos que se haya visto jamás, la misma que ayudó a instituir la Inquisición y sus temibles prácticas, fue su fe en que dentro de la materia humana todos escondemos esa porción del espíritu divino que puede ser empleada para comunicarnos con Dios. Directamente. Sin necesidad de intermediarios. Ni de la Iglesia, claro. De ahí la insistencia de estos pintores en elaborar escenas en las que místicos, reyes o personajes bíblicos vislumbran el mundo intangible, que es el puro. El creado por el Dios bueno.

—Pero… —dudo— ¿eso es intuición suya o se ha estudiado en serio?

Fovel sonríe.

—Ay, Javier. Naturalmente que se ha estudiado. Lo malo, como podrás imaginar, es que estos debates no han trascendido demasiado. No son muchas las universidades donde se estudian. Recuerdo el controvertido ensayo de una profesora de arte de la London University, Lynda Harris, que propuso la idea de que los adamitas que contrataron
El jardín de las delicias
surgieron a partir de un grupo de supervivientes cátaros.
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Según ella, el arte de los siglos posteriores al genocidio cátaro en Europa fue el último reducto que tuvieron para escapar de la oscuridad del mundo material en la que se sentían atrapados. Para esos adeptos, meditar ante un cuadro apropiado les hacía recordar que no todo lo que existe puede tocarse o medirse. Que el ser humano dispone de una dimensión espiritual que debe cultivarse para alcanzar lo que los griegos llamaron
Theoretikos
: el principio de la visión de lo que trasciende.

—¿Y cree usted que el Greco comulgó con ese principio? —pregunto, volviendo la vista a los cuadros que nos rodean.

—Si lo aceptó o no también es objeto de una ácida polémica entre especialistas. Lo que parece indiscutible es que su obra rezuma una sobrenaturalidad muy del gusto de los familistas. Grandes biógrafos suyos como Paul Lefort o Manuel Cossío, ajenos a la teoría familista, aceptan sin problema que el Greco buscó la unión mística con Dios a través de su oficio. Y, de hecho, estoy convencido de que algunas de estas obras maestras beben directamente de experiencias visionarias.

—¿Entonces el Greco fue un místico?

Fovel sonrió de oreja a oreja:

—En puridad sólo él podría responderte a eso, hijo. Pero te advierto que el místico verdadero guarda para sí sus visiones. Por eso, si lo fue, se cuidó mucho de hacerlo público. Ahora bien: de lo que no cabe ninguna duda es de que utilizó escritos de otros médiums y visionarios para ejecutar sus mejores obras.

—Hummm… —rumio—. ¿Como quién, doctor?

—¿Quieres un nombre?

—Claro.

—Muy bien. Como Alonso de Orozco, por ejemplo.

Me encojo de hombros.

Por un instante pensé que el maestro iba a establecer otra de sus ingeniosas conexiones relacionándome al Greco con santa Teresa de Ávila.

—No sabes quién fue, ¿verdad?

A mi pesar, asiento.

—No te preocupes —dijo quitándole hierro a mi ignorancia—. Casi nadie se acuerda hoy de ese agustino, pero créeme si te digo que fue uno de los religiosos más populares del siglo XVI. De hecho, a su muerte fue propuesto para patrón de Madrid en sustitución de san Isidro.

—¿Es santo?

—Beato.
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Fue predicador de Carlos V y de Felipe II, amén de confesor y amigo de Gaspar de Quiroga, el todopoderoso arzobispo de Toledo.

—¿Y qué relación tuvo con el Greco?

—Bueno… A Orozco le debemos el encargo de un número indeterminado de pinturas para el retablo que adornó el seminario de la Encarnación de Madrid.

—¿Y eso por dónde queda?

—Se levantó cerca del Palacio Real, pero las tropas francesas lo destruyeron en la guerra de la Independencia. Las pinturas del Greco se dispersaron, perdimos la noción de cómo fue ese retablo exactamente, y sobre el solar se edificó el actual edificio del Senado. Pero lo importante de este asunto es que, cuando se le pidió a Doménikos que decorara ese seminario, Alonso de Orozco era ya muy conocido en Madrid por sus éxtasis y sus visiones sobrenaturales.

—Ya veo. Otro profeta… —barrunté.

—En realidad fue más teólogo que profeta, hijo. Aunque su vida pareció predestinada a lo místico. Fíjate. Orozco contaba que cuando su madre estuvo embarazada de él se le manifestó en sueños «una voz muy suave, como de mujer»
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que no sólo le dijo que iba a tener un hijo varón, sino que le pidió que lo llamase Alonso. Años más tarde, siendo ya prior del monasterio de los agustinos de Sevilla, le ocurrió algo muy parecido a él mismo. En medio de un sueño se le manifestó la Virgen y le dio una orden explícita: «Escribe.» Y Orozco, claro, la cumpliría con devoción durante el resto de su vida, dejando treinta y cinco libros publicados y amistad con escritores notables como Lope de Vega o Quevedo, iniciando así ese camino tan estrecho que separa fe de razón.

—¿Qué quiere decir, doctor?

—Pues que siendo un hombre muy respetable, un intelectual, pronto adquirió fama de que sus sermones eran milagrosos y podían curar enfermedades y hasta resucitar a los muertos. Pero, que se sepa, sólo demostró dones de videncia en dos ocasiones. La primera, la noche en la que la Armada Invencible fue hundida en el canal de la Mancha. El beato la pasó orando y suspirando «¡Ah, Señor, este Canal…!». Y la segunda, tiempo antes de morir, cuando predijo que entregaría su alma a Dios el 19 de septiembre de 1591 a mediodía, como así ocurrió.

—Con esos antecedentes, no me extraña que el Greco quisiera pintar sus visiones…

—En realidad no lo convenció él para que lo hiciera, sino María de Aragón, dama de compañía de la última esposa de Felipe II y entusiasta protectora del beato. Alonso de Orozco murió cinco años antes de que el Greco comenzara a trabajar en el Seminario de la Encarnación que él y María habían fundado, pero siempre con arreglo a un plan de trabajo sugerido por las visiones del primero.

—Entonces, fue ella quien dirigió al pintor, ¿no?

—Exacto. De ese retablo perdido proceden al menos dos pinturas de esta sala:
La Encarnación
y
La Crucifixión
. Fíjate en ellas, Javier. Tienen las mismas medidas. Y seguramente estuvieron acompañadas por otras dos de menor tamaño,
La Adoración
y
El Bautismo
, que por desgracia no se encuentran en este museo. Lo que tienen en común estas cuatro tablas es la presencia de ángeles en todas las escenas. El detalle no es baladí, ya que Orozco consideraba que los sacerdotes debían ser imitadores de los ángeles. A fin de cuentas, era a ellos y no a fieles cualesquiera a quienes estaba destinado ese retablo para la gran iglesia del seminario. Por esa misma razón, la ausencia de ángeles en
La Resurrección
y en
Pentecostés
descarta que esas dos pinturas pertenezcan al retablo de María de Aragón…

—Pues es eso lo que se dice en esta cartela —preciso al leer bajo estas dos últimas obras su adscripción al referido retablo.

—Da igual lo que diga ese letrero. Yo soy más de la opinión del doctor Richard Mann,
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un historiador que acaba de hacer pública su tesis de que tras los cuadros del seminario de los agustinos de Madrid se oculta un programa místico que se ajusta como un guante a las visiones del beato. Él fue quien se dio cuenta de ese detalle angélico. Pero mira, fíjate otra vez en
La Encarnación
. ¿Ves cómo el pintor ha eliminado casi toda referencia física de la habitación en la que está María? Alonso de Orozco escribió mucho al respecto de este episodio y aseguró que, en el momento en el que el arcángel Gabriel plantó la semilla divina en su vientre, todo el mobiliario de la estancia se desvaneció. Y en ese instante Gabriel cruzó los brazos sobre su pecho, maravillado ante la docilidad de María. ¡Eso es justo lo que vemos aquí!

Eché un vistazo al cuadro. Había que tomar una cierta distancia para admirarlo en todo su esplendor y, aun así, producía cierta desazón posar la mirada en una jovencísima María entregada a la voluntad de su visitante. La obra tenía algo de alucinatorio. Los colores, las columnas de querubines rasgando el cielo plomizo de la escena y hasta la torsión del ángel resultaban irreales. Casi como si se estuvieran derritiendo ante nuestros ojos. Fovel se apresuró entonces a quejarse de cómo en los últimos años los conservadores del museo habían bautizado a esa
Encarnación
como
Anunciación
. «¡Y no es lo mismo!» Me explicó entonces la sutil diferencia que existe entre ambas definiciones. Mientras que en la primera María ya está embarazada del Hijo de Dios, en la segunda —sucedida apenas un instante antes— acaba de recibir la noticia de que va a quedarse encinta. Orozco siempre se interesó más por la primera, ya que, según él, servía para meditar mejor sobre dos aspectos esenciales de la vida sacerdotal: el voto de castidad y la transubstanciación, esto es, la conversión literal de la hostia en cuerpo y sangre de Jesús durante la misa, de modo similar a como el Verbo toma cuerpo en el vientre de la Virgen.

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