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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

El maestro del Prado (25 page)

BOOK: El maestro del Prado
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Grabado del Bosco realizado por Domenicus Lampsonius en 1572.

Fovel se detiene y deja que aquellas palabras calen en mí. No tardo mucho en reaccionar.

—Entonces… —busco las mejores palabras—, ¿usted sabe cómo abrir esta puerta? ¿Sabría
meterse
en el cuadro? ¿En la herramienta?

—Me temo que no —suspira por segunda vez—. Ni siquiera Fraenger lo consiguió. Cuando los bombardeos aliados de Berlín destruyeron su apartamento y sus notas, se pasó años tratando de atravesar ese umbral, sin éxito. De sus intentos sólo ha llegado la sugerencia de que el viaje se iniciaba cuando el adepto detenía la mirada en la base de la «fuente de la vida» del panel derecho, en el agujero ocupado por la lechuza, y se dejaba llevar a través de él. Yo lo he intentado. De veras. De hecho, llama mucho la atención que haya varias de estas aves repartidas por toda la composición, como si fueran cerraduras para una misma puerta. Y aunque su significado me resulta clarísimo, no es fácil hacerlas «funcionar».

—¿Ah, sí? ¿Qué significan las lechuzas según usted?

—Son aves capaces de ver en las tinieblas, hijo. Desde tiempos remotos encarnan el ideal de conocimiento supremo, de aquel que penetra en lo invisible. Sólo ellas se mueven con total precisión en lo oscuro. Y eso quería decir, a ojos de los antiguos, que podían atravesar los territorios de la muerte. Del más allá. Eran seres psicopompos. Conductores de almas.

—Luego estamos ante otro cuadro mediúmnico…

  
  

Lechuzas en
El jardín de las delicias
. Tablas I y II (detalles).

—En cierto modo, sí. Pero nos queda por determinar qué clase de medio es el que propone el artista para llegar al «otro lado», a Dios. ¿Simple meditación? ¿Drogas? ¿Tal vez la
Claviceps purpurea
, el hongo del centeno, tan popular en las bebidas de los Países Bajos? Fraenger no es nada claro al respecto, pero apostaría a que cuando la obra llegó a manos de Felipe II, a finales del siglo XVI, él y sus sabios de confianza sabían ya de su fortísima carga visionaria…

—¿Y por qué está tan seguro?

—Bueno —sonríe—, no es ningún secreto que Felipe II fue un hombre de convicciones contradictorias. Por un lado estuvo empeñado en defender a ultranza la fe católica, en extender los tribunales de la Inquisición por todas sus posesiones y en mantener a raya a protestantes y herejes como fuera. Pero por otro patrocinó experimentos alquímicos a su arquitecto Juan de Herrera, fue un ávido coleccionista de textos herméticos, mágicos y astrológicos, y hasta custodiaba junto a sus reliquias, en su guardajoyas personal, no menos de seis cuernos de unicornio.
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Fue un hombre en el que ortodoxia y heterodoxia, fe y paganismo, se dieron continuamente la mano. Apuesto a que oyó decir algo de las propiedades visionarias del cuadro y por eso se empeñó en tenerlo cerca durante su agonía.

—¿Y eso no fue polémico? ¿Nadie cuestionó que el rey se preocupara de un cuadro tan raro? ¿Nadie desconfió de ese artista en la corte más católica del mundo?

—¡Y tanto que sí! —exclama—. Al Bosco lo llamaron de todo. «Pintor de diablos» fue lo más suave que le dijeron. La mayoría de quienes vieron sus tablas nunca pudieron explicarse la obsesión del rey por ellas. Por suerte, no fue un artista demasiado prolijo. Sus obras son escasas: no llegan a cuarenta. Sin embargo, sabemos que Felipe II se convirtió en su mayor coleccionista. Cuando murió tenía en su poder nada menos que veintiséis cuadros pintados por él. Y la mayoría mandó colgarlos en las paredes de El Escorial. Quizá lo hizo porque el padre Sigüenza medio convenció a sus críticos de que sólo se trataba de obras satíricas. Pinturas que invitaban a meditar sobre las perversiones que acechaban al buen cristiano, y a no caer en los errores representados allí. Lo llamativo es que esa interpretación fue aceptada de modo casi unánime, sin el más mínimo sentido crítico, hasta bien entrado el siglo siguiente.

—Entonces, volviendo a la muerte del rey, doctor, ¿por qué cree que querría tener este tríptico a la vista?

El doctor Luis Fovel me observa entonces con un gesto de picardía dibujado en el rostro. Se atusa el abrigo levantándose las solapas y, mientras da media vuelta quedando de espaldas al tríptico, me estampa:

—¿Y tú? ¿Por qué crees que lo haría?

14. La família secreta de Brueghel el Viejo

Antes de que la tarde vuele, el maestro Fovel me acompaña a otro rincón de la 56a. Por increíble que parezca, todavía no ha pasado ni un alma cerca de nosotros. Son casi las cinco de la tarde y seguimos a solas. Por prudencia, no digo nada. Él tampoco. Entonces ni se me ocurrió pensar que ya habíamos experimentado antes una circunstancia parecida. Que ambos habíamos sido los dos únicos visitantes en un museo que recibe más de dos millones de personas al año.
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Si en ese momento hubiera tenido el tino de calcular las probabilidades que teníamos de vivir dos instantes como aquél en poco menos de un mes, me habría dado cuenta de la magnitud de lo que estaba pasando. Sin embargo, torpe de mí, iba a tardar mucho en atar semejantes cabos…

—No puedes irte sin ver esto —me dice ajeno al nudo que apelmaza mi estómago y que entonces no supe explicar. La escena a la que me conduce el doctor Fovel no mejora mi ánimo.

Apostado en el flanco izquierdo de nuestro campo visual, sobre una tabla primorosamente enmarcada de poco más de metro y medio de largo, un ejército de esqueletos parece dispuesto a entrar en combate contra unos pocos humanos que se resisten a morir. La imagen ante la que el maestro del Prado se ha detenido es en verdad extraordinaria. Las huestes de la parca han tomado posiciones y no van a replegarse. Pasean por la plaza principal con un carro rebosante de cráneos; una máquina de guerra liderada por un encapuchado siniestro que lanza llamas desde su interior avanza posiciones; cerca se adivinan esqueletos que, espada en mano, aniquilan sin piedad a hombres y mujeres; unos cuelgan a los condenados, otros les abren la garganta con cuchillos y otros los arrojan al río, donde sus cuerpos desnudos se hinchan como globos. Mudo de asombro, contemplo también una plaza fortificada que se asoma al mar. Está a rebosar de calaveras exultantes de alegría. Extramuros, el panorama tampoco deja hueco a la esperanza. Los campos de la retaguardia lucen esquilmados. Hay restos putrefactos de ganado por doquier, y el humo de varios barcos y edificios costeros no hace sino amplificar la sensación de que ésta es una escena terminal. Sin expectativas. Y lo peor: en el horizonte se adivinan nuevos ejércitos de descarnados abriéndose paso, implacables, hacia las ruinas de la civilización. Me basta un segundo para comprender que nadie va a resistir al empuje de los caídos.

El triunfo de la muerte
resulta desolador. Fue pintado hacia 1562 por Pieter Brueghel el Viejo cuando nadie se había imaginado aún un «apocalipsis zombi». Faltan algo más de dos siglos para la llegada de Goya, el genio de la desazón, aunque lo que Brueghel pinta nada tiene que envidiarle. Ambos artistas fueron víctimas de su tiempo. Al flamenco, sin ir más lejos, le tocó vivir seis guerras casi ininterrumpidas entre los Habsburgo y los Valois. Y a esas luchas territoriales, iniciadas en 1515, pronto se les sumó el horror de las epidemias de peste que diezmarían a la población, sin distingo de ricos, religiosos, niños o pobres. Brueghel tenía alrededor de treinta y cinco años cuando pergeñó su pesadilla. Y esa tabla —qué ironía— no iba a tardar en resultarle profética: «el Viejo» no cumplirá los cuarenta. Como si sus pinceles hubieran intuido su destino, la peste se lo llevó dejándonos huérfanos de su talento.

El triunfo de la muerte
. Brueghel el Viejo (1562). Museo del Prado, Madrid.

Creo entender enseguida por qué mi interlocutor insiste en pararse frente a este paisaje. La tabla de Brueghel —al igual que sucede con el tríptico
El jardín de las delicias
— fue pintada para invitar a la reflexión. Incluso, de algún modo, podrían considerarse complementarias. Es decir: mientras que la obra del Bosco se inspira en el primer libro de la Biblia y en una lectura superficial narra el origen de nuestra especie, la de Brueghel se lee como su perfecta antítesis. Bebe del último libro de las Escrituras, el Apocalipsis de san Juan, y parece una extensión extrema del infierno del Bosco. Aquí, los grotescos horrores del
Jardín
nos muestran su verdadera cara, exhibiéndose en toda su crudeza.

Ensimismado, recuerdo que estoy ante una versión mejorada de las
Totentanz
, las «Danzas de la Muerte», un género pictórico muy popular en la Centroeuropa del «viejo» pintor. Pero justo cuando me dispongo a abrir la boca para expresar esa idea al maestro Fovel, el doctor me cambia el paso:

—Quiero plantearte un enigma, hijo —dice muy serio—. ¿Estás preparado?

Sus palabras me arrancan de la imagen. Lo miro algo desconcertado, pero me dejo hacer.

—¿Qué clase de enigma, doctor?

—Tiene que ver con algo de lo que no hemos hablado aún. Se llama el arte de la memoria y es una disciplina de la que espero sacarás gran provecho cuando, en adelante, entres en un museo de pintura.

—Estoy listo —asiento intrigado.

—Lo primero que debes saber es que ese arte fue privilegio de intelectuales, nobles y artistas hasta la llegada de la imprenta en el Renacimiento. En consecuencia, muy poca gente ha oído hablar de él. Después, con la popularización de los tipos móviles y el acceso de una gran parte de la población a la letra impresa, se olvidó. Y con ello se perdió la capacidad que un día tuvimos de leer en imágenes.

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