—¿Cómo?
—Podías haber elegido el otro portón y abrir primero la escena del infierno. En ese caso habrías elegido el sendero de la profecía. Según el lado por el que empieces a analizar, esta obra te dará un mensaje u otro.
—No… No lo entiendo.
—No te preocupes —sonríe—. Yo te lo explicaré. Verás: Joaquín de Fiore, el lejano inspirador de esta tabla según algunos expertos, tenía una curiosa manera de entender la Historia, y parece que el Bosco comulgaba con ella. Creía que ésta podía interpretarse de dos formas diferentes, según si su estudio arranca en la creación y nos dirige hacia el nacimiento de Jesús o si parte de ese acontecimiento y nos lleva hacia su segunda venida. Para De Fiore ambos periodos son paralelos, duran lo mismo y se comportan como un espejo: el uno se refleja en el otro. Por eso, estudiando el primero puede anticiparse lo que está por venir en el segundo. Y el primero es el camino de la advertencia. El que has elegido. Al «leer» este tríptico desde la izquierda, primero verás el paraíso y la creación del hombre, luego su multiplicación sobre la Tierra y la ulterior expansión y corrupción a la que conduce el pecado de la carne. Y justo después, el fin. El infierno. El castigo por los excesos.
—¿Y si hubiera empezado a ver el panel desde la derecha, por el averno?
—Entonces, como te he dicho, tomarías el camino de la profecía. Entenderías que el primer panel muestra el reino del Hijo, el que vivimos hoy. Fíjate bien en ese infierno: la naturaleza brilla por su ausencia. Ahí sólo destacan edificios y cosas hechas por el hombre que se han vuelto contra él. Es el mundo que habitamos hoy. Por eso, al saltar al panel central, esa exuberancia de naturaleza, agua, frutas y seres vivos se interpreta como algo que está por venir. Te está diciendo que la humanidad está predestinada a librarse de las cargas del mundo para convertirse en una comunidad cada vez más inocente, menos apegada a la carne. Más espiritual. El panel central, pues, dejaría de verse entonces como la representación de los pecados de nuestra especie para admirarse como la representación de un estadio evolutivo superior respecto a la humanidad del infierno. Y entonces, viendo la última tabla, la de la izquierda, comprenderías que al final de los días volveremos al paraíso y estaremos codo con codo con Jesucristo. ¿O es que no te has fijado en que el hombre vestido del panel de la derecha se asemeja más a Jesús que al Dios anciano que está en la otra cara del panel?
—Hummm… —rumio—. ¿En eso creía De Fiore? ¿En que compartiremos la gloria con Jesús al final de los tiempos?
—Exacto. Para él ese destino, lo queramos o no, está escrito y es inapelable. Al final de los tiempos seremos capaces de ver a Dios y hablar con Él; la Iglesia y sus sacramentos se volverán inservibles.
—Una idea peligrosa…
—Sí. Mucho. Piensa que Joaquín de Fiore vivió tres siglos antes de que se pintaran estas imágenes, hijo, justo cuando nacía la Inquisición. Pero ni siquiera ésta fue capaz de frenar la difusión de su fe profética. Es más: viendo aquí este jardín, ahora sabemos que esa fe se extendió discretamente por toda Europa, ganando adeptos entre quienes veían a la Iglesia como una institución más opresora que espiritual. El hombre que encargó esta tabla a Hieronymus Bosch comulgaba absolutamente con dicha idea. Y seguramente quiso disponer de un «artilugio» con el que meditar sobre los dos sentidos de la Historia y el futuro de nuestra especie.
—Parece usted muy seguro, doctor. ¿Por qué habría de encargar nadie algo así? ¿No podría haberlo pintado el Bosco para sí mismo?
—Anda, vamos. No seas ingenuo, Javier. El arte no funcionaba de ese modo en el Renacimiento. Creo que ya te lo dije cuando te hablé de Rafael. Además, ¿te has fijado bien en este tríptico? ¿Lo has comparado con las otras pinturas del Bosco que hay en esta sala? No sólo es mucho más grande que todas ellas, sino que está infinitamente más poblada de figuras, es más meticulosa en sus trazos y más compleja de interpretar. Esta obra debió de llevarle mucho tiempo. Y mucho dinero en materiales. En el siglo XV, nadie trabajaba por placer o por ocio. Pintar no era un pasatiempo. Eso, sencillamente, no estaba en su mentalidad. Fue un encargo. Seguro.
—¿De quién?
—Ésa es la gran incógnita. Justo en plena segunda guerra mundial, un estudioso alemán perseguido por los nazis llamado Wilhelm Fraenger formuló una teoría que, todavía hoy, parece la única capaz de explicar todas las rarezas del cuadro. Según él,
El jardín de las delicias
fue una suerte de herramienta para que los fieles de un movimiento herético, los Hermanos del Espíritu Libre, pudieran meditar sobre sus orígenes y su destino.
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—¿Los Hermanos de qué?
—Del Espíritu Libre. En Centroeuropa se los conoció vulgarmente como adamitas, porque creían que, al ser hijos de Adán y creados por tanto a imagen y semejanza de Dios, eran incapaces de pecar. Fraenger descubrió que padres de la Iglesia como san Epifanio
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o san Agustín
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ya los mencionaban entre las primeras desviaciones de la fe verdadera, diciendo que practicaban sus ritos desnudos, en cavernas. «Desnudos, hombres y mujeres se encuentran», escribieron. «Desnudos rezan. Desnudos escuchan las lecturas. Desnudos reciben los sacramentos, y por esto llaman paraíso a su iglesia.»
Echo un vistazo al tríptico, sorprendido de lo ajustada que resulta esa descripción a la pintura.
—Las huellas de los adamitas llegan hasta la época del Bosco —prosigue el maestro—. En 1411, un siglo antes de pintarse esta tabla, en Cambrai, en la Francia más cercana a Flandes, el poderoso obispado de la región abrió un gran proceso contra esta secta. Se condenó a un carmelita de Bruselas llamado Wilhelm van Hildernissen y a su lugarteniente, un tipo llamado Aegidius Cantor, a morir en la hoguera. Gracias a esa investigación eclesiástica y a los interrogatorios a los que fueron sometidos, sabemos que los adamitas practicaban sus ritos en cavernas, se mostraban contrarios a la autoridad e indiferentes ante Roma, y esperaban la llegada inmediata del fin de los tiempos. Creían que, cuando ese momento llegara, el mundo se daría cuenta de que verdaderamente eran hijos de Adán y podrían caminar sobre la Tierra tal como Dios los creó.
—Un culto arriesgado…
—Es verdad —asiente el maestro—. Lo curioso es que de alguna manera prefigura el interés por el cuerpo humano que surge entre los artistas de ese periodo. Los adamitas espiritualizan la erótica. No ven el desnudo como una incitación a la lujuria. Al contrario: defenderán la idea de que un amor platónico, sin pulsiones carnales y universal, es posible en este planeta. ¡Fueron ideas muy avanzadas para su tiempo!
—¿Y el Bosco militó en esa secta?
—Fraenger no logra concluir nada al respecto. La biografía del Bosco es muy oscura. Se sabe que fue hijo y nieto de pintores, tal vez originarios de Aquisgrán, y que trabajó en decorar las iglesias de su entorno. Pero poco más. Sin embargo, Fraenger deduce que poseyó un conocimiento muy profundo del culto adamítico. Un saber que, según explica, sólo pudo haber obtenido de uno de los líderes supremos del culto. Un maestro. Alguien rico, con capacidad de financiar una obra de esta envergadura.
—¡Seguro que usted ya tiene algún nombre en mente!
—No hay muchos candidatos, la verdad. O se trata de un importante mercader desconocido para nosotros, o quizá alguien de la familia Orange. En tiempos recientes se ha especulado con que este tríptico pudo ser un regalo de bodas de Enrique II de Nassau a su esposa.
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Quién sabe. Tal vez él o alguno de los regentes de los Países Bajos estuvieron implicados en el culto adamítico. El caso es que, si Fraenger tiene razón y ese mecenas fue retratado varias veces en el tríptico, puede que no esté lejos el día en el que lo identifiquemos.
—¿Cómo dice? —salto perplejo—. ¿Conocemos el rostro del líder del grupo?
—Lo que oyes. El Bosco, como era costumbre en los cuadros por encargo, incluyó a su mecenas entre la marabunta de personajes que pintó. ¿Quieres saber quién es?
Asiento. Y como un niño que anhela recibir un caramelo, sigo al maestro, que se sitúa frente al panel central del
Jardín
.
—Está justo aquí. Mira.
Fovel apunta al extremo inferior derecho de la composición. Junto a un pequeño corrillo de personas se vislumbra un accidente en el terreno, una cavidad de la que se asoman un muchacho y una mujer.
—¿Ves la caverna? —Se hace a un lado—. Como te he dicho, los adamitas las utilizaban como templos. Pero fíjate bien en el hombre que está en el interior. Tiene dos características que lo convierten en excepcional: la primera es que está vestido (sólo Dios aparece con ropa en la tabla izquierda), y la segunda, que posa descaradamente la mirada en el espectador, de nuevo igual que Dios. Fraenger cree que se trata del maestro del Espíritu Libre que encargó la pintura. Y lo cierto es que el Bosco lo retrató en la zona en la que habitualmente se firman las obras, distinguiéndolo del resto de personajes mundanos para hacerlo así reconocible a los suyos.
—¿Y no podría ser un autorretrato del pintor?
—Algunos lo creen así, pero yo lo dudo. Ese hombre no tiene actitud de pintor. Parece más interesado en enseñarnos algo que en reivindicar la obra.
El «maestro» de
El jardín de las delicias
. Tabla II (detalle).
—¿Y qué quiere enseñarnos, doctor? —murmuro con la nariz pegada a ese rincón del tríptico.
—Según Fraenger, está señalando a la «nueva Eva», una muchacha que sostiene en una mano la célebre manzana del Jardín del Edén. Pero fíjate bien en quién está detrás de él. Apoyado en su hombro, se vislumbra el rostro de otro personaje que bien podría ser, esta vez sí, el autorretrato del Bosco. Ahí aparece en la sombra, sumiso, apoyado en el hombro de su mentor.
—Hummm… Daría lo que fuese por tener al menos un retrato del Bosco con el que poder comparar ese detalle del
Jardín
.
Fovel enarcó las cejas y suspiró, quizá resignado ante la infinita ignorancia de su joven acompañante.
—Por desgracia no existe tal cosa —dijo—. El retrato más antiguo que conservamos del pintor fue realizado cinco décadas después de su muerte por un poeta y dibujante flamenco llamado Domenicus Lampsonius.
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No puede tomarse, pues, como algo totalmente fidedigno. Sin embargo, Lampsonius lo incluyó en una serie de veintitrés retratos muy precisos de artistas de los Países Bajos, donde lo representó siendo ya un hombre mayor.
—¿Y guarda algún parecido con ese acompañante del «maestro del Espíritu Libre» de
El jardín de las delicias
?
Noté cómo mi pregunta incomodaba al maestro. Éste se acarició la nariz y la boca como si se pellizcara en busca de una respuesta adecuada.
—Bueno… Quizá Fraenger se equivocó al señalar quién es quién en la tabla. O quizá lo hizo Lampsonius. El caso es que sí existe un rasgo común entre esas figuras y el primer retrato conocido del Bosco. Apenas es un detalle…
—¿Ah, sí? ¿Cuál es?
—Como te he dicho, el hombre del grabado de Lampsonius es un anciano, pero con la mano derecha hace el mismo signo inequívoco que el maestro del Espíritu Libre. Está señalando algo.
—¿Y qué es, doctor?
—En el grabado no se sabe. Pero aquí, en la tabla, ambos hombres nos miran posando junto a esa Eva naciente que se asoma a una especie de puerta de cristal entreabierta. Parecen señalar a un tiempo a la mujer y al umbral, como si fueran la finalidad última de la composición.
—¡La herramienta!
—Exacto. —Una mueca enigmática afloró al rostro de Fovel—. El cuadro debe entenderse como una puerta. Un umbral que te traslada a una realidad trascendente. Y la mujer en actitud de descanso, semidormida, representa la llave con la que la abriremos. Como te he dicho, Fraenger creía que este tríptico se utilizó como un instrumento de meditación. A través de él, los adeptos del Espíritu Libre pudieron acceder a las grandes enseñanzas de la secta, y también a visiones de carácter místico, íntimas, a las que atribuían un tremendo valor espiritual. Mi impresión es que puerta y dama meditabunda son un jeroglífico que explica para qué sirve y cómo debe usarse este cuadro. ¿Quieres que te lea lo que Fraenger dice al respecto?
—¡Claro!
El doctor Fovel rebuscó entonces en uno de los bolsillos de su abrigo hasta que extrajo un tomo de tamaño medio y tapa oscura, manoseado, en el que sólo distinguí el nombre del sabio alemán que tanto había impactado a mi maestro. Lo abrió por una de sus marcas y leyó:
Para iniciar su propio camino espiritual, los discípulos del Espíritu Libre se situaban frente a este panel de meditación. En el momento de máxima concentración eran arrancados lentamente del mundo cotidiano y penetraban en un universo espiritual que descubrían poco a poco y que les revelaba significados cada vez más profundos. El único modo de comprender el panel era concentrarse incesantemente sobre él. El espectador se convertía así en co-creador, en intérprete autónomo de los símbolos solemnes y enigmáticos que tenía delante de los ojos. La pintura no se petrificaba nunca sino que era animada de continuo por el flujo viviente del devenir, del desarrollo orgánico, de la revelación progresiva. Y todo esto, en armonía con el contenido evolucionista que constituye la estructura intelectual del tríptico.
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