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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

El maestro del Prado (19 page)

BOOK: El maestro del Prado
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—Entonces, ¿el cuadro fue idea suya? ¿Del emperador en persona?

—Hummm —se relamió el maestro—. Esa pregunta es muy interesante, hijo. En aquel invierno de 1548, Tiziano fue llamado a Augsburgo para retratar a Carlos V. El pintor tenía ya sesenta años y muchos temían por su salud, pero lo cierto es que el estado del emperador era mucho peor que el suyo. Había derrotado a los germanos protestantes en Mühlberg, sí, pero nadie sabía cuánto iba a durar vivo. En ese tiempo sabemos que el césar intentó contratar varias veces los servicios de John Dee, ese mago inglés de gran prestigio de quien ya te hablé, para que fuera su astrólogo personal. ¡Necesitaba saber cuánto le daban de vida los astros! Dee era entonces un reputado experto en talismanes. Incluso seis años más tarde llegaría a levantar el horóscopo de Felipe II en Londres. Y aunque en la época del cuadro revoloteaba de corte en corte buscando fortuna, se cree que nunca llegó a reunirse con Carlos. Pero quién sabe. Tal vez él, o alguno de sus admiradores, como Juan de Herrera (el hombre que dirigiría años después las obras de El Escorial para su hijo), le recordaron la conveniencia de retratarse con un objeto tan poderoso y así ganarse una larga vida…

—Me asombra usted, doctor. Otra vez vuelve a relacionarlo todo con todo.

—En realidad no lo relaciono yo, hijo. Es la forma de mirar la Historia la que establece esos vínculos.

Me quedé un instante masticando aquellas palabras. Casi había olvidado que estaba allí por culpa del señor X, y que éste me había advertido de lo funesto que resultaba escuchar las enseñanzas del hombre que tenía a mi lado. Pero ¿por qué? Hasta aquel momento, todo lo que había aprendido de Fovel era fascinante. Estaba inculcándome una nueva forma de contemplar nuestro pasado, teniendo más en cuenta las creencias profundas de sus protagonistas que los documentos o batallas, siempre sujetos a manipulación y retoque. ¿Qué podía haber de malo en atender una lección así? ¿Por qué tocar esa fibra histórica parecía haber irritado al señor X? Arrinconé lo mejor que supe aquel nubarrón y, llevado por el entusiasmo del que quiere saber más, formulé a Fovel una nueva duda. Había decidido no volver a mirar más el reloj en lo que me quedara de visita al museo.

—Dígame, doctor: ¿conoce algún otro cuadro que retrate esta clase de reliquias de poder?

—Oh, ¡desde luego! Hay uno que te encantará. Se pintó después de morir el césar, ya en tiempos de Felipe II; y créeme, supone todo un desafío intelectual. Otro más. ¿Quieres verlo?

—Por supuesto —sonreí.

11. El Grial del Prado

El maestro y yo desanduvimos entonces nuestro camino, pasando otra vez por delante de
La Gloria
, y descendimos por las escaleras de la rotonda hasta llegar al distribuidor de la planta baja. Muy cerca de allí, en una pequeña sala abovedada pintada en tonos crema, se encontraba, me dijo, otra de las obras esenciales de ese peculiar arcanon:
La última cena
de Juan de Juanes.

—¡Bienvenido a la sala del Grial! —Sus palabras retumbaron en un recinto que en ese momento se encontraba vacío.

Fovel me situó entonces frente a la obra de Juanes. Al verla me sorprendió. Era una composición luminosa, de colores vivos y ejecución preciosista, pero que comparada con el colosal
caballero andante
de Mühlberg me parecía de un tamaño casi ridículo.

—Fíjate bien, hijo. Esta tabla se pintó para el retablo de la iglesia de San Esteban de Valencia, a la que pertenecen también, por cierto, la mayoría de obras de esta sala. En realidad era la tapa del sagrario, el lugar donde se guardaban después de la misa el pan y el vino consagrados. De Juanes la elaboró durante el reinado de Felipe II, y muestra a Jesús rodeado por los Doce mientras instaura el sacramento de la eucaristía. Como verás, su disposición recuerda a la colosal
Última cena
que Leonardo había pintado seis décadas antes en Milán, y que De Juanes contempló en una copia que se conservaba en la catedral de Valencia, aunque existen algunas diferencias notables entre una y otra: aquí todos los apóstoles, a excepción de Judas Iscariote y de Jesús, tienen un halo de santidad con su nombre inscrito en él. Hay pan y vino en la mesa. Los platos están limpios. Por supuesto, la sagrada forma luce en manos del Mesías y, sobre todo, el Grial ocupa el centro de la composición.

—¿Por qué dice
sobre todo
, doctor?

—Porque este Grial que pinta Juan de Juanes es un cáliz que existe, hijo. Es una copa de ágata, de piedra engastada con oro, perlas y esmeraldas que se guarda desde la Edad Media en la catedral de Valencia y que se tiene por el verdadero Santo Grial que usó Cristo en la última cena.

—Lo que sin duda es una exageración —comenté.

—Yo no estoy tan seguro. El Grial que aparece en este cuadro probablemente sea el único de los que pretenden serlo (y hay muchos en Europa)
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que tiene algún viso de verosimilitud.

—¿Usted también cree en el Grial?

—No es sólo una cuestión de fe. La copa de ágata de la catedral de Valencia ha sido examinada por arqueólogos solventes y no cabe duda de que se trata de un lujoso vaso de piedra elaborado en algún taller oriental, quizá egipcio o palestino, y se puede fechar hacia el siglo I antes de Cristo.
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Entonces se consideraba que los recipientes de ese tipo eran muy valiosos, y no es inconcebible pensar que un judío acaudalado de la Jerusalén de aquel tiempo como José de Arimatea pudiera haber tenido uno en su ajuar.

—Pero de ahí a afirmar que es la copa de la última cena va un abismo —objeté—. Además, ¿qué hace en Valencia un objeto así en vez de estar en Israel?

—Pues justo para eso hay respuesta. Y es muy interesante.

La última cena
. Juan de Juanes (1562). Museo del Prado, Madrid.

—Adelante. Soy todo oídos, doctor.

—Verás: antes de llegar a España, el cáliz que De Juanes pintó estuvo durante casi tres siglos en Roma. Por supuesto, para eso antes hay que admitir que, tras la muerte de Jesús, san Pedro se lo llevó consigo a la que entonces era capital del mundo, y que allí fue pasando de líder cristiano en líder cristiano como «cáliz papal». A mí, de entrada, esa idea me parece más sensata que la de esa horda de escritores medievales franceses y sajones que en el siglo XII nos hicieron creer que José de Arimatea se la había llevado a Gran Bretaña nada más morir el Mesías. ¡Qué absurdo! ¿Para qué iba a viajar el de Arimatea a un lugar tan remoto y poco importante como eran entonces las islas Británicas? ¿Y cómo es que no existe ni un solo vestigio o documento contemporáneo comprobable de ese viaje?

—Ya, ya… Pero no hay que olvidar que los orígenes del cristianismo están llenos de viajes improbables, como el de Santiago apóstol a España, por ejemplo. Son mitos.

—Pero ¡es que yo no hablo de un mito! —Su voz retumbó en la sala—. No hay duda de que existió un «cáliz papal» y que pasó de mano en mano en Roma, entre los papas de los primeros siglos de nuestra era.

—¿Y entonces cómo llegó ese valioso objeto a España?

—Te lo explicaré. Tú sabes que los cristianos fueron sometidos a duras persecuciones por parte de varios emperadores romanos, ¿verdad?

Asentí.

—Pues bien: entre los años 257 y 260, bajo el mandato de Valeriano, el Imperio inició una nueva campaña de saqueo y asesinato sistemático de cristianos. Registraron incluso las tumbas de la secta en busca de objetos de valor. Imagínate. Y aquí viene lo interesante. El guardián del cáliz papal en aquel tiempo fue el papa Sixto II. Antes de morir decapitado, confió el que seguramente era el único tesoro de la Iglesia a su administrador, Lorenzo, un joven diácono nacido en Huesca, en Hispania, y al que no se le ocurrió mejor escondite para la copa que enviarla a casa de unos familiares con un grupo de legionarios de sus montañas natales convertidos a la nueva fe.

—Pero ¿eso puede demostrarse?

—¡Puede! —Los ojos del maestro volvieron a brillar—. ¡Y mucho mejor que el cuento falaz del Grial del rey Arturo, Merlín y el de Arimatea, que comenzó a contarse casi mil años más tarde! Escucha: pocos días después de haber puesto el cáliz camino de Hispania, Lorenzo fue torturado hasta la muerte sobre una parrilla incandescente a fuego lento. Eso sucedió en el año 258. En el lugar donde fue enterrado el nuevo mártir se levantaría, ochenta años más tarde, la basílica de San Lorenzo Extramuros de Roma. Pues bien, en esa construcción del siglo IV, erigida por el papa Dámaso I, existió un fresco que mostraba a san Lorenzo entregando una copa montada sobre un soporte con dos asas a un soldado que la recibe de rodillas. Por desgracia, la imagen fue destruida durante los bombardeos aliados de Roma durante la segunda guerra mundial, pero su existencia está perfectamente documentada.

—¿Y era esa misma copa? —dije señalando al cuadro de De Juanes—. ¿Está usted seguro?

—¡Y aún hay más! —exclamó ignorando mi pregunta—. En esa misma tumba de san Lorenzo hoy descansan también los huesos de… ¡san Esteban! Y dime, ¿para qué iglesia valenciana pintó Juan de Juanes esta tabla? Puedes mirarlo en la cartela, pero yo te lo diré: para la de San Esteban. ¿Y a quién representan estas otras tablas de De Juanes que nos rodean? ¡Es la vida de san Esteban! Y tanto la
Cena
como estas tablas integraban originariamente un mismo retablo. Hombre, ya es casualidad. Yo creo que De Juanes supo exactamente qué clase de reliquia estaba pintando y de dónde procedía.

—Vale, vale. Admitamos por un momento que el pintor conocía todo eso y pintó para ese retablo escenas de san Esteban y un objeto que se trajo a España su compañero de tumba…

—Bien.

—… Lo que todavía quedaría por aclarar es cómo llegó esa copa papal a Valencia, ¿no?

—Eso también es muy fácil de explicar, hijo. Sabemos que en el año 712, justo después de la invasión musulmana de la península Ibérica, el obispo de Huesca fue escondiendo la reliquia en diferentes parajes de los Pirineos para evitar su profanación. Primero la ocultó en una cueva en Yebra, luego en el monasterio de San Pedro de Siresa, más tarde cerca de Santa María de Sasabe…, y así hasta llegar al monasterio de San Juan de la Peña, donde permaneció dos siglos y medio. En cada lugar por el que pasó se fundó una iglesia dedicada a san Pedro, seguramente en recuerdo del primer hombre que había oficiado con el cáliz papal. El caso es que a la muerte del rey aragonés Martín el Humano, en 1410, en pleno ocaso de templarios y cátaros, la copa de ágata terminó viajando a Zaragoza y, finalmente, a Valencia, donde se quedó hasta nuestros días. Y fíjate si la Iglesia consiente desde siempre su culto que incluso Juan Pablo II ha dicho misa con este cáliz.
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No me invento nada. Hay documentos y actas que atestiguan cada paso que ha dado esta importantísima reliquia a lo largo de la Historia. No podemos decir lo mismo ni de la Sábana Santa de Turín.

—Y así llegamos hasta aquí, cuando en el siglo XVI Juan de Juanes la inmortaliza en este cuadro… —dije como completando su historia.

Salvador eucarístico
. Juan de Juanes (ca. 1545-1550). Museo del Prado (Madrid). Expuesto.

Salvador eucarístico
. Juan de Juanes (ca. 1545-1550). Museo del Prado (Madrid). No expuesto.

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