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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

El maestro del Prado (8 page)

BOOK: El maestro del Prado
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Fue como si de repente todos se hubieran vuelto locos. Una actividad febril se apoderó de pasillos y aulas. En el patio de la facultad, mientras unos organizaban una marcha contra las operaciones armadas, otros improvisaban una extraña «conferencia de paz» con alumnos y profesores que tuvieran alguna conexión kuwaití. El resto parecían concentrados en preparar pancartas y octavillas que ayudasen a subir la temperatura política del campus. La noticia de que Mijaíl Gorbachov no iba a viajar a Estocolmo a recoger el Premio Nobel de la Paz por «presiones del trabajo» en la Unión Soviética terminó de calentar los ánimos. Todos creían que el gran ataque aliado contra Bagdad era inminente. Y también que las represalias de Saddam contra el vecino Israel desencadenarían poco menos que la tercera guerra mundial.

Yo, la verdad, no podía estar más ajeno a todo aquello. Casi todas mis prioridades tenían en ese momento quinientos años de antigüedad y ninguna estaba vinculada a la política internacional. Fue entonces cuando mi profesor de Historia Contemporánea se acercó para pedirme algo que me haría caer de bruces en el
nivel de realidad
colectivo: «¿No fuiste tú quien comentó una vez en clase que ya habían circulado profecías en Europa sobre esta guerra?» Ahora sabía por qué don Manuel no me había quitado el ojo de encima en toda la hora. «¿Puedes preparar para mañana una exposición de ese tema para discutirlo con el grupo? Seguro que da para un buen debate.»

Su propuesta me descolocó. Llevaba desde el domingo sin pensar en otra cosa que en profecías. Eso era lo bueno. Pero el comentario al que él se refería lo deslicé a principio de curso, al poco de la invasión de Kuwait. Y eso era muy raro. ¿A qué venía recuperarlo ahora? ¿Qué le había hecho pensar en mí
justo en ese momento
? Por desgracia, tenía esa asignatura en la cuerda floja. O me tomaba su invitación como una oportunidad para mejorar mi nota o la rechazaba y seguía vagando a mi aire entre los profetas del Renacimiento.

Acepté a regañadientes.

Durante toda la tarde, y contra lo que me pedía el cuerpo, me olvidé por completo del
Apocalypsis Nova
, de
La Virgen de las Rocas
, de El Escorial y —otra vez— de Marina, para sustituirlos por videntes, mensajes de la Virgen, cuartetas de Nostradamus y profetas modernos de toda condición. Entonces no supe ver que gracias a ese encargo iba a aprender algo interesante.

Hacia las cinco de la tarde ya tenía una idea de lo que iba a contar en la clase del día siguiente. Me había dado cuenta de que los augurios de la guerra del Golfo no estaban tan lejos como creía del
espíritu profético
que señoreó Europa en tiempos de Rafael. En cuestión de horas, tirando de hemeroteca —y en una época en la que no existía Internet, ni Google, y la presencia de ordenadores en la universidad era testimonial—, había reunido un buen puñado de pronósticos que podían asociarse lo mismo a la actualidad que al tiempo en que los sultanes otomanos amenazaban a los países del mediterráneo cristiano. Entre los más llamativos, destacaban los del único pontífice de la Historia con un aparente don profético propio: Juan XXIII, el
Papa Bueno
. Según el trabajo que un periodista italiano llamado Pier Carpi publicó a mediados de los setenta y que
por casualidad
estaba en los fondos de la facultad, fue hacia 1935 cuando el entonces obispo y delegado apostólico en Turquía y Grecia, Angelo Roncalli, tuvo siete sueños que lo convertirían en un discreto visionario. En ellos conversaba con un anciano «con el cabello blanquísimo, el rostro de perfiles aguzados, la tez oscura y la mirada dulce y penetrante»
[23]
que le mostró dos libros que contenían revelaciones sobre el futuro de nuestra especie. Días más tarde, para su sorpresa, ese mismo anciano terminó visitándolo en su pequeño piso de la costa de Tracia y lo convenció para que se iniciara en una suerte de rito rosacruciano. Fue allí donde Roncalli, siempre según Carpi, redactaría sus profecías. Las escribió en francés sobre hojas de papel azulado, y una parte de ellas terminaron en manos de ese periodista… después de que
ese mismo anciano misterioso
sometiese a Carpi a varias pruebas que lo acreditaron como legítimo depositario de dicha información.

Era una historia rocambolesca, cierto, pero deliciosa para exponerla ante un grupo de futuros periodistas. Tenía que ver con información exclusiva, con fuentes y con el modo de administrar una filtración interesada. Cuanto más estudiaba el caso Roncalli, más me llamaba la atención lo parecido que era a los
raptus
del beato Amadeo. El esquema de ambos relatos era prácticamente idéntico: Gabriel o un anciano venido de sabe Dios dónde —eso era lo de menos— hacía partícipe de vaticinios proféticos a un hombre de la Iglesia. Al beato Amadeo en ocho éxtasis. Al futuro Juan XXIII en siete sueños. A modo de curiosidad, copié un par de ellos en el cuaderno que me había llevado a El Escorial. Uno rezaba: «La media luna, la estrella y la cruz se enfrentarán. Alguien mantendrá en alto la cruz negra. Del valle del Príncipe vendrán los jinetes ciegos.»
[24]
Y el otro: «La gran arma estallará en Oriente, produciendo llagas eternas. La infame cicatriz no se borrará jamás de la carne del mundo.»
[25]

Bien entrada la tarde, con el trabajo listo y la poca luz del día ocultándose ya tras el perfil de la Ciudad Universitaria, dejé la facultad con una extrañísima sensación en el cuerpo. ¿Era casual que todo lo que me había ocurrido en las últimas setenta y dos horas estuviera relacionado con papas, pinturas y profecías?

¿Qué iba a decir el doctor Fovel de todo esto?

¿Tendría mi particular
anciano del Prado
—en quien ya no podía dejar de ver la descripción de Carpi— la culpa de todo?

Seis cincuenta de la tarde. Llegué al museo con un mal presentimiento. Y no era por culpa del frío. Me atormentaba haber perdido todo el día con aquel encargo inesperado, y ahora apenas me quedaba una hora para encontrar al maestro. Mientras me zarandeaban los vaivenes del metro me imaginé lo peor. Quizá Fovel me había puesto a prueba, del mismo modo que el anciano de Roncalli a Pier Carpi, y si no me presentaba a tiempo perdería la gran oportunidad de acceder a sus enigmas. Tal vez, si no daba con el doctor Fovel como habíamos quedado, no volvería a verlo jamás.

Corriendo, accedí al corazón de la pinacoteca por la puerta de Velázquez que relampagueaba entre luces de Navidad. Sin prestarles la menor atención, torcí a la izquierda en busca de la galería de pintura italiana. Allí fue donde nos habíamos despedido. Justo delante de
La Perla
. Pero no lo vi.

No estaba.

Con el pulso acelerado, miré en todas direcciones tratando de reconocer su abrigo negro entre los últimos visitantes del día. Deambulé incluso por las salas contiguas, no fuera que el misterioso maestro hubiera decidido distraerse junto a los Botticelli o los Durero. Pero todo fue en vano. Quedaba una última opción: podría estar en la sala 13. ¿Dónde si no? Ahí era donde me remitió el domingo cuando nos despedimos. «Es mi favorita», había dicho. Y, diligente, me acerqué a uno de los paneles informativos del museo para ubicarla.

El plano del edificio no parecía muy complejo. Lo formaban setenta y cuatro salas divididas en dos plantas, pero ¿dónde diablos estaba la número trece?

—¿La sala 13?

La bedel a la que me dirigí con gesto de urgencia me miró de arriba abajo como si le hubiera preguntado por algo de otro planeta.

—He quedado ahí con un amigo —dije tratando de disipar sus suspicacias.

La joven encargada soltó entonces una risita.

—¿Qué le hace tanta gracia?

—¡Pues que te han gastado una broma, chico! No hay ninguna sala 13 en el museo. Ya sabes —me guiñó un ojo—: por lo de la mala suerte…

Por un segundo me costó aceptar lo que estaba oyendo. El Museo Nacional del Prado, la mayor institución cultural del país, había evitado numerar una sala con el fatídico número, igual que algunas compañías aéreas omiten la fila 13 en sus aviones, o ciertos hoteles pasan de la planta 12 a la 14. Estaba atónito.

La señorita insistió:

—No la busques. En serio. Nunca ha existido.

Aquella tarde aprendí lo que era el vacío. La nada. De repente estaba ante un callejón sin salida. Frente a un muro imposible de sortear.

¿Qué debía hacer?

¿Me habría gastado Fovel una broma de mal gusto?

¿O quizá, como preferí pensar en ese momento, aquello podría formar parte de una especie de prueba?

Desde la primera vez que lo vi, Fovel me había recordado —quién sabe por qué— a ese otro maestro con el que un jovencísimo Christian Jacq se había tropezado frente a la catedral de Metz, cerca de Luxemburgo, a primeros de los años setenta. Cuando la leí, su historia me impactó. Contaba cómo en cierta ocasión Jacq, al que aún faltaba mucho para convertirse en el escritor mundialmente conocido que hoy es, admiraba los relieves de esa catedral cuando un hombre «de mediana estatura, ancho de hombros y pelo plateado»
[26]
—¡otro más como el anciano de Pier Carpi!— se le acercó y se ofreció como guía. Dijo llamarse Pierre Deloeuvre, que es un nombre de fuertes resonancias masónicas, traducible literalmente como
Piedra de la Obra
. El caso es que, fuera ésa o no su verdadera identidad, aquel tipo instruyó a Jacq acerca del significado iniciático de la iconografía catedralicia, proporcionándole una comprensión global de los templos cristianos que, desde entonces, el autor vio como «máquinas» para acercarse a lo divino.

La de Deloeuvre, sin embargo, no fue una enseñanza gratuita. A Jacq le costó superar ciertos tanteos. Demostrar que realmente merecía recibirla. Comprometerse a que lo aprendido sería utilizado para dar luz y no para sembrar más confusión.

¿Estaba Fovel haciendo algo parecido conmigo?

¿O acaso yo, superado por el bombardeo de información de aquellos días, empezaba a ver fantasmas donde sólo había un buen hombre dispuesto a dar un rato de conversación a un joven aficionado al arte?

Lo mejor iba a ser que me tranquilizara. Debía sujetar las bridas de mi imaginación. Ser paciente. Si mi maestro tenía que aparecer, lo haría. De lo contrario, tal vez fuera cuestión de regresar al día siguiente, o al otro, con algo más de tiempo. U olvidar aquel embrollo para siempre. A fin de cuentas, la idea de estar sometido a una especie de examen era cosa de mi fantasía. Nada más. Y confortado por esa idea desanduve mis pasos hasta la galería en la que colgaba
La Perla
. Tanto si el maestro llegaba como si no, al menos templaría mi espíritu admirando unos cuadros de los que ya sabía más cosas. Meditar ante cualquiera de ellos no me haría ningún daño. Es más, ahora era consciente de que uno de los propósitos supremos del artista al ejecutar esas pinturas había sido el de inducir una
experiencia espiritual
en el espectador.

Elegí —o me eligió, nunca se sabe—
La Sagrada Familia del Roble
.

Era ésta una tabla de dimensiones parecidas a la que había examinado el domingo con Fovel, con la misma Virgen y los mismos dos niños como ejes centrales de la composición, aunque sin la santa Isabel del anterior. Una ausencia, por cierto, que confería a la escena una desazón muy particular que me atrapó desde el primer vistazo.

Dócil ante su misterio y resignado por la vana espera, me dejé llevar por el instinto.

Al principio no le di importancia. Sin embargo, cuando llevaba cinco minutos sin despegar la vista de esa
Sagrada Familia
, la pesadumbre inicial —que al principio atribuí a mi estado de nervios— se había tornado en una injustificable angustia.

La Sagrada Familia del Roble
. Rafael Sanzio (1518). Museo del Prado, Madrid.

«Un momento.» Me froté los ojos. «¿Por qué me siento así?»

En un esfuerzo por racionalizar aquella primera impresión, intenté atribuirla a la geometría de la escena. Mientras que en
La Perla
los personajes se agrupaban formando un triángulo muy parecido al que se adivina en
La Virgen de las Rocas
de Leonardo, en ésta formaban una diagonal que daba la impresión de dispersarlos. ¿Era, pues, ese «desorden» lo que me desasosegaba? «No», concluí al punto. «No puede ser.» Sobre todo porque la imagen era de lo más bucólica. No se vislumbraba amenaza alguna en el ambiente. Es más: el mismo san José, que en la otra tabla estaba casi oculto, contemplaba ahora a los chiquillos con un gesto meditabundo, tranquilo, como si, aun intuyendo el futuro que los aguarda, no le preocupara lo más mínimo. Y tras ellos, un amanecer parecido al de
La Perla
. Un presagio del alba que los dos niños estaban a punto de traer a la humanidad.

La tabla era, pues, serena. Algo melancólica. Balsámica.

Pero ¿por qué no me daba paz?

—¿Qué, hijo? Te inquieta, ¿verdad?

«¡Dios!», di un respingo. La voz severa del doctor Fovel sonó a mi espalda, exactamente como si acabara de salir de la nada.

—Me alegra verte de nuevo —añadió cordialmente.

Le miré los pies. Sé que suena raro. Pero en alguna parte había leído que los fantasmas no tienen pies. Fovel, por supuesto, los tenía en su lugar. De hecho, calzaba unos zapatos ingleses con hebilla que era imposible que yo no hubiera oído golpear en el enlosado. Y volvía a estar ante mí con el mismo aspecto impecable del día anterior.

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