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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

El maestro del Prado (11 page)

BOOK: El maestro del Prado
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«Otra vez esa dichosa obsesión profética», pensé. Pero dejé que Romano continuara con su argumento.

—En cambio el Evangelio de Lucas ofrece una genealogía muy diferente, que parte de Jesús y pasa por una rama separada del rey David, la de su hijo Natán, hasta llegar a Adán y Eva. El niño al que alude Lucas es de Nazaret y, por cuestiones cronológicas que se deducen del censo romano que menciona el evangelista, es distinto al de Mateo. Ambos debieron de nacer con una diferencia de al menos cuatro o cinco años.

Romano me abrió entonces su libro por una cita de Rudolf Steiner, que leí sin chistar:

En el comienzo de nuestra era vivían en Belén y Nazaret dos hombres llamados José. Ambos estaban casados con sendas mujeres de nombre María. La María de Nazaret es un ser puro y virginal; la otra María, de Belén, lleva en sí toda la herencia de un doloroso pasado. Los dos José descienden de David: el de Belén por la línea real que pasa por Salomón. El José de Nazaret por la línea sacerdotal que desciende del hijo de David, llamado Natán.
[38]

—Es el inicio de la historia —sonrió—. Ambas parejas tendrán un niño y ambas lo llamarán Jesús. El niño de la línea real o salomónica al que alude Mateo es aquel ante el que se postrarán los Reyes Magos. El otro, el natánico o de la línea sacerdotal, el que cita Lucas, es el que será adorado por los pastores. Cuando hablamos de estos episodios, solemos hacerlo de memoria y tendemos a mezclarlos como si todos los evangelistas contasen lo mismo. Y no es cierto. Sus libros cuentan cosas diferentes, que a menudo se contradicen…

—Pero es muy difícil de creer que…

—Aguarda, Javier —acotó Lucía, rellenándome el café—. Que lo mejor está por venir.


Grazie, Lucia
—sonrió de nuevo Romano—. Steiner es el único que da una explicación clara al porqué de esas contradicciones. Y lo hace gracias a que desarrolló un sistema de pensamiento complejo que le permitió acceder a verdades escondidas. En sus libros y conferencias habló a menudo de la existencia de una «ciencia espiritual» como oposición a la ciencia tradicional. En ese saber, cuestiones como el alma, la reencarnación o los planos inferiores y superiores de existencia no se discuten. Y desde ese punto de vista, y accediendo a fuentes seguramente inmateriales, Steiner reconstruyó la biografía de esos dos niños.

—¿Te refieres a que fue a través de una especie de revelación? —dije pensando en la aventura del beato Amadeo, cinco siglos antes.

—Llámalo como quieras, Javier. Para conocer esa «ciencia espiritual» hay que separarse por fuerza del mundo material. Steiner lo hizo.

—¿Era médium?

—¡Claro que no! Steiner fue un filósofo. Si en vez de morir a los sesenta y cuatro años lo hubiera hecho a los cincuenta, antes de adentrarse en «lo oculto», hoy estaría considerado a la altura de Bergson, Husserl o Karl Popper. Pero su curiosidad lo llevo a explorar otras vías. Que no tuvieron nada que ver con el espiritismo.

—Entonces…, ¿cómo accedió a esas revelaciones?

—Sólo podemos especular. Steiner estaba convencido de que detrás del mundo material que nos revelan los sentidos existe otro espiritual. Y creía que todo ser humano tiene la capacidad de acceder a ambos. Bastaría un sencillo entrenamiento para, por ejemplo, llegar a controlar ese periodo que existe entre la vigilia y el sueño y lanzarnos a ese mundo invisible.

—¿Y creía que cualquiera podría hacer eso?

—De hecho, lo hacemos. Cuando leemos un libro que nos conmueve entramos en un estado mental diferente. Es como entrar en otro mundo. Cuando admiramos una pintura o escuchamos una melodía que toca algo en nuestro ser más íntimo sucede lo mismo. Es como si lográramos elevarnos por encima de lo material y, por un instante, fuéramos capaces de participar de algo sublime. Steiner, pues, exploró esos estados a conciencia y obtuvo de ellos mucha información.

—Como la de los dos Jesús…

—Exacto. En varias de sus conferencias nos dio detalles convincentes de cómo el Jesús salomónico y el natánico terminaron viviendo en el mismo pueblo. Incluso de cómo sus padres establecieron una gran amistad. El niño que menciona Mateo despuntó enseguida como un sabio. En cambio, su compañero de juegos, el Jesús descrito por Lucas, tuvo más dificultades para adaptarse al mundo. El primero tuvo hermanos carnales. El segundo fue hijo único. Cuando el primero nació, Gabriel se apareció a su padre en sueños. Sólo a él. De hecho, así lo cuenta Mateo. En cambio, el segundo nació tras la visión que María tuvo de ese mismo ángel. Las diferencias entre ambos fueron, como ves, muchísimas.

—Vale. —Tragué aire—. Supongamos que te creo. ¿Cómo es que terminamos fundiéndolos en un solo individuo?

—Porque ocurrió algo.

—¿Algo?

—Ésta es la parte más difícil de aceptar para nuestra mentalidad racional. Te lo contaré lo mejor que pueda —prometió. Asentí y lo animé a continuar—. Steiner afirma que, cuando el niño natánico cumplió doce años, las dos familias con sus hijos peregrinaron a Jerusalén por la Pascua. ¿Recuerdas el episodio que cuenta Lucas, cuando Jesús se pierde en el templo? Ese Jesús fue el inadaptado, el silencioso, y sin embargo salió de aquel lugar transmutado, con una erudición y un conocimiento de las Escrituras impropio de alguien de su edad. Lo que nos cuenta Steiner es que en el templo el alma de los dos chiquillos se fundió en una sola. Fue un proceso espiritual, difícil de explicar, que tardó tres días en completarse y que hizo que el Jesús salomónico se debilitara y muriera al poco tiempo, depositando toda su inteligencia en el cándido Jesús natánico.

—Parece ciencia ficción, la verdad.

—Lo comprendo. Estamos hablando de otra lógica. Pero es un hecho que a partir de ese momento los evangelistas lo silenciaron todo respecto a Jesús. No volvieron a contarnos nada de él hasta su reaparición en el Jordán, su bautismo y el inicio de su vida pública. Ahí es donde surge el Cristo que conocemos, el ungido, el hombre que ha comprendido cuál es su misión y está dispuesto a morir por ella.

—¿Y nadie hasta Steiner se dio cuenta de esto? —pregunté con cierta picardía, recordando lo que me había dicho el maestro del Prado días atrás.

—¡Claro que sí! Muchos pintores conectaron de manera inconsciente con esa idea y se atrevieron a representarla en sus obras. Debieron pasar por un proceso similar al de nuestro filósofo. El más preclaro de esos artistas visionarios fue el Bergognone,
[*]
un pintor que a principios del siglo XVI elaboró un estuco en el que recreó lo sucedido a Jesús en el templo. Se encuentra en la basílica de su patrón, san Ambrosio, en Milán, y no hay otro como él. Por eso lo he puesto en la cubierta de mi libro. Mira. Es ése.

Acerqué la vista a donde me dijo y me quedé estupefacto. Conocía la iglesia a la que pertenecía esa escena. Durante un viaje de estudios a Milán, tropecé con ella callejeando por los rincones próximos al castillo de los Sforza. Recordaba haber admirado su altar de oro macizo, la serpiente de bronce que, según la tradición, caerá de su columna cuando el fin del mundo se acerque, e incluso llegué a meditar frente al esqueleto del santo expuesto en su cripta, pero no me había fijado nunca en esa imagen. Romano me explicó que se conservaba en el tesoro del Museo Sacro de la basílica. Se trata de un panel ejecutado en un estilo algo primitivo. Pero su aire arcaico no fue lo que me impactó. En la imagen, en efecto, se veía a
dos niños Jesús
: uno, sentado en un trono y rodeado de sacerdotes. Y otro, arropado por la Virgen, en pie, que parecía estar a punto de abandonar la escena.

¿Cómo era posible?

—¿Qué? ¿Cómo interpretas esto?

Me encogí de hombros. Romano hablaba con una seguridad apabullante:

—Lo cierto es que, como te he dicho, otros artistas de ese tiempo plasmaron esta misma idea en sus obras. Steiner insinúa que esos hombres «conectaron» con el secreto porque había llegado el momento de empezar a desvelarlo. En el Museo del Prado tienes un ejemplo magnífico. Se trata de una tabla pintada por un discípulo directo del Bergognone que trabajó también para Leonardo da Vinci: Bernardino Luini. En las salas de pintura italiana cuelga su
Sagrada Familia
, que Felipe II recibió como regalo de la ciudad de Florencia. La verás enseguida. Es muy hermosa. Muestra a dos niños abrazándose bajo una María muy leonardiana, ligeramente bizca,
[*]
y un san José tranquilo, apoyado en su vara. Cuando contemples el cuadro, Javier, detente unos minutos en él. No corras. Trata de respirar la atmósfera que emana. Huele el lirio en flor y fíjate luego en la esquina inferior izquierda de la tabla. Bajo uno de los niños se ve la tradicional cruz de palo largo del Bautista. Aparentemente no se trata de una alusión al segundo Jesús… Pero te diré algo: estoy convencido de que el cuadro fue manipulado para hacerlo asumible a los ojos de Felipe II. Que esa cruz fue un añadido posterior, hecho por alguien horrorizado ante el secreto de los dos niños Jesús.

—¿Un añadido?

—Sí. Muchos propietarios de estos cuadros optaron por disfrazar a uno de los niños con los atributos de san Juan Bautista. Nadie quería problemas con la Inquisición. Así que los vistieron con pieles de cordero o les colocaron una cruz como ésa para disimular el mensaje del cuadro. A veces pedían esos retoques al artista original, pero si éste había muerto o se negaba, no dudaban en encargárselo a otro. El propósito era hacerlas parecer más «ortodoxas», que nadie hiciera preguntas incómodas.

Jesús entre los doctores del templo
. Ambrogio Bergognone o escuela (inicio s. XVI). Basílica de San Ambrosio, Milán.

—¿Puedes darme otro ejemplo de cuadro retocado?

—¡Los que quieras!
La Virgen de las Rocas
de Leonardo es uno.

—¿En serio?

—Desde luego. La primera versión, la que se conserva en el Museo del Louvre, muestra a dos bebés que parecen iguales. La segunda en cambio, la que tiene la National Gallery de Londres, presenta a uno de ellos con la cruz larga de san Juan en el regazo. Pues bien: esa cruz y los halos que tienen los personajes no son de Leonardo. Fueron añadidos con posterioridad.

—¿Y quién se atrevería a profanar un Leonardo?

—Eso es lo de menos, Javier. En ese tiempo el artista importaba mucho menos que el mensaje de su obra. Recuérdalo.

Lucía me miró entonces con ojos chispeantes:


Ebbene
, ¿ahora qué piensas?

Su pregunta no tenía respuesta. No pensaba nada. Nada en absoluto.

—Desde mi punto de vista, la ocultación de esta verdad es una tremenda conspiración… —añadió Romano.

—… Pero si Steiner tiene razón, los artistas del Renacimiento estuvieron a punto de echarla a perder. ¡Hicieron público el secreto! —susurré.

—Algunos, Javier. Sólo algunos lo hicieron.

—¿Como Rafael?

—Sí. Como él. ¿Conoces la que llaman la
Sagrada familia de la Perla
?

Sagrada Familia
. Bernardino Luini (s. XVI). Museo del Prado, Madrid.

Asentí. «¡Y tanto!»

—Steiner observó que todos sus cuadros importantes, a excepción de
La Transfiguración
, corresponden a escenas anteriores a la muerte del Bautista. Y eso es porque, según él, la personalidad que animaba al artista había sido en otra vida ese personaje bíblico.

—Para aceptar eso hay que creer antes en la reencarnación.

—Cierto —concedió Romano—. ¿Y
La escuela de Atenas
? ¿La conoces bien?

—¡Ah! —salté—. ¿Es que también hay un Jesús pintado ahí?

—Uno no. Tres.

Me estremecí.

—¿De verdad?

—Y dos Rafaeles.

Aquello terminó de desconcertarme. Sabía del autorretrato de Rafael entre los astrólogos, pero ignoraba que hubiera otro
divino de Urbino
en la escena. ¿Alguien iba a explicarme la razón de esa duplicación de personajes?

Romano ya había comenzado a hacerlo:

—Como ya sabrás, se trata de un mural inspirado en ideas neoplatónicas. Rafael se propuso mostrar a sus contemporáneos cómo el pensamiento de Platón, las ciencias y las enseñanzas del cristianismo podían vivir en total armonía. Así que a la derecha del mural pintó las fuentes cristianas y a la izquierda las paganas.

—¿Y dónde está Jesús?

—Como te he dicho, aparece representado tres veces. Una como el niño inteligente que menciona el Evangelio de Mateo, junto a la columna que sustenta el arco de la escena, apoyado en el fuste de otra que está incompleta, y leyendo. Otra como el niño de doce años que se transmuta en el templo. Está al otro lado de ese mismo fuste. Y una tercera como Cristo, vestido de blanco, adulto. Está de pie, mirando al espectador, junto a Juan el Evangelista, que le muestra un libro al que Él no presta atención.

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