La escuela de Atenas
(detalle). De izda. a dcha., Jesús niño, Rafael niño, Perugino, Jesús a los doce años y, más adelante, en pie y mirándonos, Cristo.
Tomé nota como un loco de aquellas coordenadas para comprobarlas después en la biblioteca, y cuando estuve listo retomé mi pequeño interrogatorio:
—¿Y Rafael?
—Está justo entre los dos primeros Jesús. Es el niño que posa la mano en el hombro de un varón vestido de azul, que a su vez apoya un libro sobre el fuste de la columna anterior, y a quien Rafael pintó con el rostro del Perugino, su primer maestro. Retratándose justo ahí nos está diciendo que él conocía el secreto de los dos niños Jesús desde que entró a pintar en el taller de su maestro.
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—Interesante —murmuré.
—Interesante no… —me corrigió Lucía—,
affascinante
!
—¿Que has estado con Lucía Bosé y no me has llamado?
La verde mirada de Marina echaba chispas. Habíamos quedado para charlar un rato en nuestra cafetería favorita, en Moncloa, con la intención de despedirnos hasta la vuelta de las vacaciones. Ella se marchaba al día siguiente a Pamplona y yo a Castellón. No corrían buenos tiempos para las comunicaciones. En 1990 los teléfonos móviles eran un lujo y las llamadas interprovinciales costaban una fortuna. Era mejor contárnoslo todo antes de separarnos. Y yo, torpe de mí, lo primero que hice fue no ahorrarle detalle alguno de mi visita a Turégano. Qué error. Esa tarde descubrí que su padre y ella eran grandes admiradores de la actriz. Y también que Marina hubiera dado un brazo por conocerla. Entre ofendida y furiosa, me enumeró mil cosas que yo no sabía de Lucía. Detalles de su trabajo con los grandes maestros del cine italiano, Antonioni, De Santis o Fellini, y hasta de sus sonadas peleas con Luis Miguel Dominguín, que no la dejaba ni conducir sola por el Madrid de los cincuenta. Pero si me hizo sentir culpable por no haberla incluido en aquella visita, supo llevar al límite mis remordimientos poniéndome un pequeño fajo de folios por delante.
—¿Qué…, qué es esto?
—Mientras tú andabas por ahí de viaje, yo he estado haciendo algunas averiguaciones en la hemeroteca.
Su frase iba cargada de veneno.
—¿En la hemeroteca? ¿Tú? ¿Y qué buscabas? —pregunté sin saber aún si debía preocuparme o no.
—¡A tu fantasma, naturalmente!
Me quedé mudo.
Marina y yo hablábamos a menudo de mis intereses por lo sobrenatural. Sin embargo, desde el día en que nos conocimos me dejó claro que esas cosas la asustaban y que prefería no saber de ellas. Se consideraba una buena creyente, de misa de domingo y comunión, y ese tipo de temas prefería mantenerlos a raya. Con todo, algo le había hecho acercarse a mi terreno. Reconoció que no había dejado de dar vueltas a ciertas cosas que le había dicho camino de El Escorial, y que había decidido buscar algunas respuestas por su cuenta.
—¿No lo recuerdas? —dijo mientras perdía la mirada más allá del escaparate del café, ignorando los mazapanes que nos habían puesto por delante—. Me hablaste del hombre que te ha metido en todo esto como si fuera un fantasma. Que lo viste tú solo, que nadie más estaba en ese momento en la galería del museo y que hasta sentiste frío cuando le dio la mano. Incluso me contaste cómo se desvaneció cuando un grupo de turistas se os acercó…
—¿Te dije todo eso?
—¡Pues claro! Y es verdad, ¿no?
—Sí… Por supuesto.
—Entonces, si tienes razón y tu extraño maestro es una especie de aparición, su fantasma tiene que pertenecer a alguien que haya muerto en el Prado y que se haya quedado vagando por ahí, ¿cierto? —Su ingenuidad me hizo sonreír de oreja a oreja—. Y como en ese sitio no ha tenido que morir mucha gente, he ido a la hemeroteca para ver si descubría de quién podía tratarse.
—Se llama Luis Fovel. Es médico —le recordé.
—¡Vamos, hombre! Te mintió. No he encontrado a ningún doctor Fovel que haya fallecido en el Prado. De hecho, ese apellido no figura en ninguna de las necrológicas de Madrid de los últimos cuarenta años. En cambio —sonrió misteriosa—, sí tengo otro par de posibles candidatos para tu fantasma…
—¿En serio?
No sé por qué, no me costó imaginarme a Marina vestida de punta en blanco, sentada en los feos pupitres de madera de la Hemeroteca Nacional, en Tirso de Molina, esperando a que un funcionario en bata azul le acercara a la mesa tomos de viejos periódicos encuadernados. No debieron de ponerle ni una sola pega.
—El más reciente falleció en 1961 —continuó Marina, ajena a mis cábalas. Rebuscó entre su documentación una página en concreto y la colocó frente a mí—. Mira. Aquí está. ¿Lo ves?
—No puedes estar hablando en serio… —murmuré.
—¿Quieres hacer el favor de leer?
Marina me tendió la copia de una página del diario
ABC
fechada el 26 de febrero de 1961 que rezaba: «Robo frustrado en el Museo del Prado.» Tomé la crónica y empecé a repasarla por pura curiosidad. Contaba cómo, a eso de la una de la madrugada del día 25, el conserje del museo y su esposa habían oído desde su dormitorio —sito en el mismo recinto de la pinacoteca— un par de golpes bruscos en la calle. Salieron para ver qué podría haberlos causado y se encontraron con un varón malherido que tenía un cable atado alrededor de la cintura. Estaba descoyuntado y tragaba aire con dificultad. De hecho, parecía haberse desplomado de la fachada del museo que da a la calle Ruiz de Alarcón. Al parecer, se había caído de la cornisa del edificio mientras intentaba colarse en su interior. Y según el periódico, falleció poco antes de que llegaran los servicios de socorro.
—Sigue, sigue leyendo… —me animó Marina—. Te he traído también las noticias que se publicaron en
El Caso
y
La Vanguardia
.
La crónica de
El Caso
resultó más rica aún en detalles. «Se mata al intentar robar en el Museo del Prado.» El periódico reconstruía bastante bien el recorrido del ladrón por las cornisas del Prado. Su objetivo era una claraboya que daba a la galería de pintura italiana. Su plan era descolgarse por ella y dirigirse a la sala de Goya, donde recortaría de sus marcos las dos
Majas
y se las llevaría envueltas en papel de estraza. Lo siniestro es que todo falló por un traspié. El malogrado ladrón era un vecino de Vallecas de dieciocho años; un visitante asiduo del museo, sin antecedentes criminales, que se llamaba Eduardo Rancaño Peñagaricano.
—¡Imposible! —murmuré—. No puede ser él. Demasiado joven.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente.
—Por desgracia no publicaron ninguna foto de Rancaño en los periódicos. Así podrías ver si…
—No me hace falta —la detuve—. No es él. El doctor Fovel no es un jovencito, Marina.
Ella me miró como si aquel juego le divirtiese.
—Está bien. ¿Te he dicho que tengo otro candidato? Éste es más culto. No tan joven. Y tiene una prestancia que encaja a la perfección con tu doctor. Fue poeta. Se llamaba Teodosio Vesteiro Torres. Y se suicidó enfrente mismo del museo… hace más de cien años.
—Nunca lo oí nombrar.
—Pues perteneció nada menos que al círculo de amistades de Emilia Pardo Bazán, y hasta publicó algunos libros.
—¿Estás segura?
—¡Desde luego! ¿Quieres saber lo que he averiguado de él o no?
Asentí.
—Por supuesto, a Teodosio Vesteiro le gustaba el arte. Había nacido en Vigo en 1847 y a los doce años su familia lo internó en el seminario de Tuy, en Pontevedra. Debió de ser un chico listo, porque siendo todavía estudiante lo pusieron al frente de la cátedra de Humanidades de su centro. Y nada menos que por orden del obispo de la diócesis. Pero aquello no duró para siempre. Cumplidos los veinticuatro y sin llegar a ordenarse sacerdote, dejó el seminario y se vino a Madrid a ganarse la vida.
—Hummm… ¿Sabes por qué dejó la vida religiosa?
—Al parecer, la razón pura y la filosofía se cruzaron en sus lecturas. Dijeron que empezó a ver las cosas de otro modo. Quién sabe. A lo mejor también hubo una mujer de por medio, aunque de eso nadie dijo nada…
—Interesante —murmuré—. ¿Y qué pasó?
—Pues que en Madrid la vida le resultó más complicada que en Tuy. Tuvo que ganársela dando clases de música y comenzó a escribir como un loco. El poco tiempo que le quedaba lo pasaba deambulando por el museo o en tertulias con otros poetas.
Marina bajó la mirada a uno de los folios que había traído y prosiguió:
—Su gran obra fue una enciclopedia biográfica en cinco tomos con las vidas de gallegos ilustres. Pero también redactó dos tratados de teología y filosofía, dos dramas, dos libros de poemas, dos de leyendas…, y hasta compuso una zarzuela.
—Todo un talento. ¿Y se sabe por qué se suicidó?
—Lo cierto es que no. No dejó una nota. Ni una explicación. Al contrario: quemó muchas de sus obras antes de tomar su fatal decisión. Lo poco que se conoce de él es gracias a que algunos de sus amigos enviaron cartas de condolencia a los periódicos de la época, y le echaban la culpa a sus lecturas de Goethe o de Rousseau, y al ambiente romántico, derrotista, que flotaba entre los intelectuales de la época. ¿Sabías que en esos días hubo muchos genios que prefirieron el suicidio a tener una vida vulgar? Gérard de Nerval o Larra fueron los más famosos, pero hubo decenas.
—Ya… —dije sin demasiado convencimiento—. ¿Y dices que se mató en el museo?
—En el museo, no.
Frente al museo
. En un lugar que llamaban el Salón del Prado. Debió de ser más o menos sobre la una de la madrugada del 13 de junio de 1876. El día, por cierto, de su vigesimonoveno cumpleaños.
—También murió joven.
—Se pegó un tiro. Mira cómo lo cuenta este periódico. Es sobrecogedor: «Teodosio murió de rodillas, vueltos los ojos al cielo, colocada la mano izquierda sobre el corazón.»
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Y la derecha en el revólver, les faltó decir.
—Qué pena.
—Sí. El suceso dejó muy impactada a la comunidad gallega en Madrid. Tanto que un año más tarde sus amigos poetas aún hablaban de la «muerte del Prado». Pardo Bazán, Francisco Añón, Benito Vicetto y algunos más se juntaron para escribir un poemario en su honor que titularon
Corona fúnebre a la memoria del inspirado escritor y poeta gallego Teodosio Vesteiro Torres
.
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Aquello desató una polémica tremenda.
—¡Anda!, ¿y por qué?
—¿No te lo imaginas? ¡Estaban reivindicando a un suicida! Un hombre que se quitaba la vida era un apestado para la España católica de entonces. Ni siquiera pudieron enterrarlo en un camposanto. La verdad, Javier, es que leyendo estos artículos se ve que su muerte fue un mal trago para muchos.
Revolví distraído aquellos papeles.
—Fíjate en su foto —me detuvo Marina ante la imagen de un hombre de frente ancha, nariz aguileña y barba bien recortada—. Por suerte la publicaron en la
Corona fúnebre
.
—Pues tampoco es Fovel —dije al punto.
—¿Estás seguro?
Miré con firmeza y cariño a Marina, tratando de no ofenderla. Había hecho un esfuerzo por mí, y eso significaba más de lo que ella podía imaginarse.
—Tengo dos razones para estarlo. La primera: que el doctor Fovel debe de rondar los sesenta y no creo que pudiera confundirlo con alguien con la mitad de años. Y la segunda: que, aunque los rasgos de este Vesteiro guardan alguna familiaridad con él, te aseguro que esas orejas y la forma del mentón no son las del doctor.
—Pues entonces sólo nos queda una forma de averiguar su verdadera identidad.
Sin amilanarse, Marina me cogió una mano para enfatizar lo que planeaba decirme.
—¡Preguntárselo!
—¿Preguntárselo? —me espanté—. ¿El qué? ¿Si es un fantasma y se llama Vesteiro?
—Bueno —sonrió—. Si tú no te atreves, puedes llevarme a mí. Ya que no me has presentado a Lucía Bosé, al menos me encantaría conocer a ese tipo.
—¿Sabes lo que pienso? —Puse mi otra mano sobre la suya—. Que estás loca.
8 de enero de 1991. Martes por la tarde. Calle Ruiz de Alarcón, 23. Allí estaba por tercera vez. Y solo.
Después de casi veinte días de vacaciones, sin posibilidad de avisar al
fantasma del Prado
de mis planes ni de concertar una cita formal, regresaba en su busca. Nuestros encuentros anteriores —extravagantes, intensos, súbitos— habían macerado de forma extraña en mi memoria. De ser algo anecdótico, quizá una buena historia con la que salpimentar una cena con amigos, habían ido evolucionando en esos días de parón navideño hasta convertirse en un desafío personal. A quinientos kilómetros de Madrid, lo sucedido en el museo terminó por monopolizar mis recuerdos. El maestro —fuera quien fuese— se había adueñado del primer lugar en la lista de personas interesantes que había conocido en la capital. Y con razón. Nuestras dos citas habían logrado que explorara asuntos que, de otro modo, no hubiera ni sospechado que existían. Era como si el destino me hubiera llevado ante el único mago del planeta capaz de descorrer el velo que separa lo visible de lo invisible en el arte. Un demiurgo que, incluso en la distancia, me empujaba a reflexionar sobre las causas profundas de la pintura. Y ahora, con la perspectiva que me habían dado las vacaciones, me sentía preparado para recibir otra de sus clases. Quería más. Había despertado a un universo nuevo y excitante. Necesitaba recorrerlo. Y de pie, frente a la entrada del museo, incluso el frío seco de enero y la pizca de remordimiento que atenazaba mi corazón me parecían obstáculos insignificantes ante la recompensa que me aguardaba en su interior.