El padre tomó entonces el viejo volumen de las manos de Marina, lo colocó sobre un atril y nos entregó unos guantes para que pudiéramos abrirlo.
—Por suerte para vosotros, éste ya no es un libro secreto —comentó—. Podéis leerlo sin restricciones.
—¿Es que antes no se podía, padre?
La pregunta de Marina, formulada con un tono inocente, fuera de toda sospecha, enterneció al agustino.
—Por supuesto que no —sonrió—. Es un libro de profecías, señorita, y en la época en la que fue escrito ése era un asunto muy sensible.
Políticamente sensible
, diría. Mira este folio, hija. Lee aquí. —Su dedo apuntó entonces a un pedazo de papel ceniciento adherido en la cara interior de la encuadernación—. Es una nota manuscrita de un antiguo prior de este monasterio. Tiene algo menos de dos siglos. El buen padre la escribió después de estudiarse lo que decía aquí.
Marina y yo nos inclinamos con curiosidad y leímos:
Estas y otras muchas proposiciones huelen más a delirios rabínicos que a revelaciones divinas; más a questiones impertinentes e inútiles de escuela, que a doctrina católica; y es la calificación más benigna que se les puede dar; por cuya razón mando y ordeno que este libro intitulado Apocalipsis S. Amadei se recoja y no se enseñe ni franque como hasta ahora por reliquia, ni aun como obra de mérito, porque ninguno le advierto. Mayo 5, 1815 / Cifuentes Prior / Póngase entre los MM. SS. de la Bibliotheca.
—Luego es cierto que estuvo escondido… —dijo Marina abriendo mucho sus ojos verdes.
—Cerrado a cal y canto —confirmó el viejo agustino—. Como tantos otros de esta sala. De hecho, fuimos la primera biblioteca de la cristiandad con una sección reservada. Y con toda la razón del mundo.
—Pero ¿durante cuánto tiempo no pudo leerlo nadie, padre?
—Uy. Para responderte a eso debería consultar en los registros. Aunque te diré que yo llevo aquí destinado casi veinte años y hasta esta semana nunca nadie me había pedido verlo.
—¿De veras? —Una punzada de curiosidad me pellizcó el estómago.
—De hecho, ni yo mismo lo había visto aún.
—Padre, por favor, cuando pueda, consulte esos archivos y averigüe quién ha solicitado ver este libro… ¿Podrá?
—Sí, sí… —aceptó algo extrañado por mi insistencia, mientras se guardaba bajo el hábito una hoja de cuaderno en la que acababa de garabatearle mi nombre y mi número de teléfono—. Descuida.
—Pero ¿podemos abrirlo ya o no? —nos cortó Marina.
—Claro, adelante. Por cierto, muchachos, ¿leéis latín?
—¿Latín? —me alarmé.
—Lo único en castellano de todo el
Apocalypsis Nova
es ese texto que acabáis de leer. Lo demás está escrito en latín. El lector que os ha precedido me contó que en España sólo existen tres ejemplares de dominio público de este libro, dos en la Biblioteca Nacional y éste. Y los tres fueron escritos en la lengua de Virgilio. Eso sí —sonrió con un indisimulado orgullo—, el nuestro es el más antiguo. ¿Habéis visto ya el título de la primera página?
Apocalipsis sancti Amadei propria manu scripta
.
Leí un par de veces la frase en pulcra caligrafía que señalaba el dedo del bibliotecario para cerciorarme de que la había entendido bien.
—¿Éste es… —titubeé— el libro original?
—¡Oh, no, no lo creo! —El viejo agustino chascó la lengua en un gesto que me pareció de desprecio—. Eso lo añadieron para darle importancia a la copia. Ni siquiera parece que el título sea contemporáneo al resto del libro. En estos folios veréis muchas caligrafías diferentes, de épocas diversas… Algunas son muy enrevesadas y casi imposibles de descifrar.
—¿Y usted, padre, cree que podría ayudarnos a leerlo?
Marina acompañó su petición apartándose un mechón de pelo del rostro y clavando su dulce mirada en el anciano.
El caso es que debió de parecerle sincera, porque el viejo agustino no lo dudó. Buscó unas sillas en las que acomodarnos y, sentado a nuestro lado, se colocó las gafas antes de ponerse a hojear el volumen con ayuda de una pequeña lupa de plástico.
El padre Juan Luis resultó ser un auténtico regalo de la providencia. Leía latín mejor que su lengua materna y además parecía saber algunas cosas del beato Amadeo. Aquella tarde, gracias a él, en la penumbra de la sala de manuscritos del monasterio de El Escorial, comencé a admirar a Juan Meneses (o Mendes) de Silva, Amadeo Hispano, Amadeo de Portugal, Amadeo de Silva o beato Amadeo, pues por todos esos nombres y alguno más fue conocido este hombre de familia portuguesa que nació en Ceuta en 1420 y murió a los sesenta y dos años en Milán.
Por lo que el padre Juan Luis nos refirió, Amadeo fue un místico nacido en el seno de una familia mística. Su hermana fue nada menos que santa Beatriz de Silva, fundadora de las concepcionistas, las «damas azules» que más tarde abanderarían la defensa de la inmaculada concepción de la Virgen hasta lograr su inclusión en el dogma católico. Supimos también que el beato Amadeo inició su carrera religiosa con los jerónimos del monasterio cacereño de Guadalupe, pero que, motivado por la idea de morir mártir, lo abandonó para afincarse en la Granada musulmana a convertir infieles. No lo mataron. Tuvo suerte. Seguramente lo salvó la creencia islámica de que los locos son hombres de Dios. Pero eso, claro, lejos de disuadirlo reafirmó su vocación misionera. A su regreso en tierras cristianas cambió sus hábitos por los de los franciscanos de Úbeda, y de ahí viajó a Asís, en Italia, donde estrenó una fulgurante trayectoria que lo llevó a fundar varios conventos propios —y a establecer incluso una variante de la orden, los
amadeístas
— para convertirse después en secretario personal del también franciscano Sixto IV… y en el profeta del Papa Angélico por excelencia.
Las explicaciones que el padre Juan Luis nos dio fueron magníficas. El beato Amadeo vivió obsesionado con la idea de que se acercaba el Juicio Final. Según él, eso iba a ocurrir en pocos años, así que conminaba a los lectores de su libro a estar atentos a las señales. De ellas, una me llamó la atención de modo especial: para Amadeo, cuando ese fin fuera inminente, la Virgen se manifestaría en todo su esplendor a través de imágenes pictóricas, de manera similar a como Cristo lo hace en la eucaristía. Y dejó escrito algo más. Que esos cuadros especiales obrarían milagros por doquier.
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Fue esa alusión a las pinturas la que me sirvió en bandeja mi siguiente pregunta al padre Juan Luis.
—Dígame, padre. —Me revolví en la silla, impaciente, tras casi una hora de charla—. ¿Cree usted que esa idea de la Virgen haciéndose presente en el arte pudo animar a pintores como Rafael o Leonardo a representarla tantas veces en sus cuadros?
—¿Rafael? ¿El maestro Rafael de Urbino? —Los ojos del anciano se levantaron del libro, abriéndose como platos—. ¿Y Leonardo… da Vinci?
Asentí.
—El Renacimiento italiano fue el tema de mi tesis, ¿sabéis?
—¿En serio? —dije sin poder creer en mi suerte.
—Pues sí… Y en verdad existe alguna que otra razón para pensar que esos grandes maestros leyeron con atención esta obra —respondió enigmático.
—¿Como cuál, padre? —insistió Marina, ahora también intrigada.
—Ahí tenemos el caso de
La Virgen de las Rocas
, por ejemplo… Hay detalles que nos hacen pensar que Leonardo pintó su famosa
ancona
[*]
inspirándose en las enseñanzas del beato —continuó, golpeando ahora las tapas del
Apocalypsis Nova
como para subrayar sus palabras—. ¿Sabéis quién le encargó esa pintura y para qué?… Coged cualquier libro de arte y encontraréis que siempre cuentan la misma cantinela: que Leonardo y los hermanos Ambrogio y Evangelista de Predis fueron contratados para pintar tres tablas con destino a la capilla de la Concepción de la iglesia de San Francesco el Grande de Milán. Os dirán que el contrato especificaba que la pintura central debía mostrar una Virgen con el Niño, rodeada de ángeles y de dos profetas,
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y que las otras dos mostrarían apenas un coro de figuras celestiales cantando y tocando instrumentos. Pero al parecer, y por razones que esos libros no saben explicar, Leonardo incumplió su compromiso y entregó una obra totalmente inventada por él… Yo, la verdad, después de haber estudiado este caso, no estoy tan seguro.
—¿Por qué, padre? —le rogué—. No nos deje así.
—Veréis: lo que nadie os dirá es que
La Virgen de las Rocas
se pintó sólo un año después de que muriese el beato Amadeo. Y tampoco que éste no sólo falleció en Milán, sino que unos años antes
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había estado viviendo y escribiendo sobre sus visiones apocalípticas
a pocos pasos de esa iglesia
. —El agustino enfatizó la última frase alargando su pronunciación—. Y lo que es más importante, si cabe: sus funerales fueron oficiados en esos muros. En esa capilla. Lo que yo creo, jovencitos, es que a Leonardo le encargaron una pintura que honrara las ideas del difunto autor del
Apocalypsis Nova
. Lo del encargo de ese cuadro nunca hecho de la Virgen y los dos profetas no son más que paparruchas de los historiadores del arte…
—¡Un momento! —lo atajé—. ¿A qué ideas se refiere exactamente, padre?
—Bueno… —El padre Juan Luis sabía que tenía toda nuestra atención, así que, tranquilo, se quitó las gafas y se acarició el mentón antes de proseguir—. Hubo una idea en particular que el beato menciona al hablar del Bautista. Él creía que Jesús, de algún modo, nació inferior en magisterio a Juan, ya que éste fue quien lo bautizó en el Jordán y no al revés. Supongo que fue una forma de hablar. Una metáfora. Una manera sutil de criticar a la Iglesia de Roma, a la de Jesús y Pedro, que en esos años atravesaba un aciago periodo de corrupción e intrigas. De algún modo los franciscanos como el beato Amadeo abogaban por un regreso a la pobreza de Juan, el eremita, y a sus verdades de visionario del desierto. Este cuadro representaba el valor de esa opción.
«Una idea peligrosa», pensé recordando lo que el doctor Fovel me había dicho en el museo.
—¿Y todo se ve en esa pintura, padre? —preguntó Marina, incrédula.
—Pues ahora que lo dice el padre Juan Luis, ¡se aprecia bastante bien! —salté—. En el cuadro de Leonardo aparece un ángel que dirige la mirada hacia el espectador y que señala con el dedo a cuál de los dos pequeños debemos admirar. Y es a san Juan al que apunta. No hay duda.
—Y no sólo eso, hijo —me acotó el agustino—. Cuando Leonardo explicaba el significado de esa obra, decía que representaba un encuentro entre los dos niños anunciados por Gabriel. Uno que tuvo lugar durante la huida a Egipto de la Sagrada Familia. Una escena que, por cierto, no describen los evangelistas, pero que sí evocan el beato Amadeo y el evangelio apócrifo del Pseudomateo.
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—Entonces no hay duda de que Leonardo tuvo acceso al
Apocalypsis Nova
… —murmuré.
—Ninguna. Y la prueba de ello está, curiosamente, en Madrid —sentenció, levantándose con el viejo libro bajo el brazo y devolviéndolo a su estantería.
—¿De veras?
—Oh, sí. Descansa en uno de los dos únicos códices de Leonardo que se guardan en la Biblioteca Nacional. Nadie sospechaba que en España pudiéramos tener esa clase de manuscritos, pero en 1965 aparecieron un par de cuadernos de notas originales de Leonardo después de haber estado décadas traspapelados en sus fondos. Lo curioso es que contienen una lista completa de los libros que el maestro tuvo en su taller. Esa especie de inventario fue escrito de su puño y letra y menciona con claridad cierto
Libro dell’Amadio
,
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por desgracia en paradero desconocido, que sin duda es el texto del beato Amadeo.
—Hasta podría ser ese mismo tomo —bromeó Marina señalando al
Apocalypsis
ya guardado.
—¿Os lo imagináis? —El agustino sonrió con mirada pícara—. Eso sería fabuloso. Ahora estaríamos tocando un libro de la biblioteca personal del gran Leonardo…
—¿Y Rafael? —rompí su ensoñación—. ¿Sabe si él también tuvo acceso al
Apocalypsis Nova
?
El viejo agustino se recompuso:
—¿Rafael? Eso lo ignoro, hijo mío. Y eso que los cuadros que se conservan de él en Madrid, y que en tiempos fueron la gloria del Museo del Prado, estuvieron antes guardados en este monasterio. Aunque te diré algo: no me extrañaría que el
divino de Urbino
hubiera estado también al corriente de las ideas proféticas de nuestro beato.
—Y puestos a especular, ¿quién sabe si sus Sagradas Familias no fueron pintadas como cuadros para facilitar la presencia de la Virgen en los días del fin del mundo? ¿No?
El monje y yo reímos la nueva ocurrencia de Marina sin saber qué otra cosa añadir. A lo peor ésa era la clave para entender los cuadros que el maestro del Prado quería explicarme.
Pronto iba a averiguarlo.
El último martes antes de las vacaciones fue un día peculiar. Estaba tan entusiasmado con lo que había aprendido del
Apocalypsis Nova
en El Escorial que no veía la hora de regresar al Prado y demostrarle a mi «guía» que su nuevo alumno era alguien a quien merecía la pena tutelar. Hasta había concebido un plan para que aquella mañana pasara lo más deprisa posible: iría a clase, almorzaría con Marina en su facultad y al fin, sobre las cuatro y media, buscaría al doctor Fovel en el museo. Sólo tendría que poner una excusa creíble a Enrique de Vicente, el director de mi revista, para no tener que acercarme por la tarde a la redacción, en la carretera de Fuencarral. No conté con que un imprevisto pudiera desbaratar mi empresa. Y el imprevisto, claro, llegó. Fue un pequeño incidente, casi anecdótico, que sin embargo empezó a hacerme creer que nada de lo que estaba ocurriéndome era fruto del azar.
¿O sí?
Me explicaré.
Como futuros periodistas profesionales, mis compañeros de carrera y yo teníamos la obligación de estar al tanto de la actualidad. En aquellos días las cosas estaban muy tensas en el panorama internacional. Irak había invadido Kuwait en agosto. La ONU llevaba meses fracasando en sus intentos por hacer que Saddam Hussein retirase sus tropas de los pozos de petróleo del golfo Pérsico. Y por si fuera poco, hacía sólo dos semanas que el Consejo de Seguridad había autorizado el uso de la fuerza contra el régimen de Bagdad. Los periódicos de la mañana habían dado la peor de las señales posibles: Estados Unidos tenía en ruta hacia el Golfo a tres de sus portaaviones. Iban a unirse a un despliegue militar que ya sólo presagiaba guerra. Y la guerra es el afrodisiaco más poderoso que existe para la clase de periodismo que nos estaban enseñando.