Terminé llamándole el Maestro.
En veintidós años jamás he hablado en público de lo ocurrido. Nunca encontré la motivación suficiente para hacerlo. Sobre todo después de que un día, de repente, ese hombre dejara de esperarme en el Prado. Simplemente se esfumó. Su ausencia —brusca, absoluta, incomprensible— ha ido haciéndose más insoportable con el tiempo. Y aunque no consolidé ningún lazo especial con él, de algún modo se convirtió en una suerte de
padrino secreto
para mí, un aliado en mis primeros momentos en la gran ciudad. La encarnación de un enigma.
Mi enigma
. Quizá por eso, por nostalgia, por cómo aprendí a ver —no sólo a contemplar— algunos cuadros del museo a su lado, sea ahora el momento de contar cómo fui iniciado en ciertos arcanos del arte.
Quiero creer que no he sido el único en pasar por una experiencia así y que, tras la publicación de estas páginas, aparecerán otros que también fueron
iluminados
por este u otros maestros evanescentes.
Pero antes de proseguir, vaya por delante una advertencia: no crea el lector que lo que viví en mi primera juventud ha suspendido de algún modo mi sentido crítico hacia lo que recibí en aquellas citas. Al contrario. Al trasladar a letra impresa las enseñanzas de este maestro, no pocas se me antojan extrañas, casi sacadas de un sueño. Sin embargo, después de revisarlas he comprendido que bastantes han ido empapando con discreción, en pequeñas dosis, algunas de mis mejores novelas. El eco de sus comentarios atraviesa novelas como
La dama azul
,
Las puertas templarias
o
La cena secreta
hasta extremos que el lector más atento percibirá de inmediato.
Es de justicia, entonces, que a ese oportuno visitante del Prado y a los de su estirpe, a esos maestros y a esos libros que siempre llegan cuando estamos preparados para comprenderlos, dedique esta obra con gratitud, esperanza de reencuentro y afecto.
Comenzaré, pues, por el principio: Érase una vez la duda.
¿Y si aquel tipo fue un fantasma?
Los que me conocen saben de mi inclinación a atender a historias en las que lo sobrenatural termina decantando la balanza del relato. He escrito mucho sobre ellas y creo que seguiré haciéndolo. Pese a que en Occidente vivamos en una sociedad cada vez más materialista que desprecia lo trascendente, no creo que haya nada de lo que avergonzarse: Poe o Dickens, Bécquer, Cunqueiro o Valle-Inclán también se dejaron arrastrar por la fascinación que ejerce lo que se ignora. Todos escribieron sobre almas en pena, sobre aparecidos y sobre el más allá con la vaga esperanza de explicarse el sentido del más acá. En mi caso, según he ido madurando, he descartado muchas de esas historias y me he quedado apenas con aquellas protagonizadas por personajes que determinaron el devenir de nuestra civilización. Contemplado desde esa perspectiva, lo inefable deja de ser anecdótico para convertirse en fundamental. Por eso nunca he escondido mi interés por los encuentros entre grandes figuras de nuestro pasado y esos «visitantes» surgidos de ninguna parte. Ángeles, espíritus, guías, daimones, genios o tulpas… Qué más da cómo los llamemos. En realidad se trata de etiquetas que enmascaran una ignorancia absoluta sobre ese «otro lado» del que nos hablan todas las culturas. Algún día —lo prometo— escribiré sobre lo que vivió George Washington cuando confesó haberse tropezado con uno de «ellos» durante su campaña militar contra los ingleses, en el valle de Forge, en Pensilvania, en el invierno de 1777, que desembocó en la independencia de Estados Unidos. O sobre el papa Pío XII, que no pocos sostienen habló con un ángel de otro mundo en los jardines privados de la Santa Sede. Son episodios cuya presencia puede rastrearse hasta los orígenes mismos de la cultura escrita y que a menudo nos traen advertencias para el futuro. Tácito es un buen ejemplo de ello. En el siglo I, este notable político e historiador romano refirió el tropezón que tuvo el ahijado y asesino de Julio César, Bruto, con uno de estos intrusos. Un fantasma le pronosticó su derrota final en Filipos, Macedonia, y su profecía lo sumió en tal desesperación que prefirió arrojarse sobre su espada antes que afrontar su destino. En casi todos estos casos, el visitante fue alguien de aspecto humano que sin embargo irradiaba algo invisible y poderoso que lo hacía diferente a nosotros. Justo como esos
mensajeros
sobre los que he escrito en
El ángel perdido
.
¿Quién o qué fue, entonces, el inesperado maestro que encontré —o mejor, que me encontró— en el Prado?
¿Acaso uno de «ellos»?
No estoy seguro. Mi fantasma era de carne y hueso. De eso no albergo dudas. Y tampoco de que, tras pronunciar aquel proverbio sufí —«El buen maestro llega sólo cuando el discípulo está preparado»—, me tendió la mano, la estreché y se presentó dándome su nombre y apellido.
—Soy el doctor Luis Fovel —dijo sosteniendo la mía con firmeza, como si no quisiera soltarla. «Origen francés», deduje. Su tono de voz era grave. Hablaba con contundencia pero respetando a la vez el silencio del lugar en el que nos encontrábamos.
—Y yo Javier Sierra. Encantado. ¿Es usted médico?
Recuerdo que el hombre arqueó entonces las cejas, como si la pregunta le divirtiera.
—Sólo de nombre —dijo.
Algo en su tono delató sorpresa. Quizá no esperaba que aquel jovencito respondiera con una pregunta. Quizá por eso se apresuró a tomar el control de la conversación mientras me dejaba un frío de muerte en la palma de la mano y volvía a posar los ojos en el Rafael.
—Me he fijado en cómo miras este cuadro, hijo. Y, bueno, me gustaría preguntarte algo. Si no te importa, por supuesto.
—Adelante.
—Dime —continuó tuteándome, como si me conociera de algo—, ¿por qué te interesa tanto? No es precisamente la obra más famosa de este museo…
Siguiendo su mirada, eché un nuevo vistazo a
La Perla
. Entonces no sabía mucho de esa tabla ni del extraordinario afecto que el rey español Felipe IV, quizá el monarca de gustos pictóricos más exquisitos de la Historia, tenía por ella. En el Prado tan sólo hay cuatro escenas salidas de su pincel, otras tantas de su taller y algunas copias de época. Pero de entre todas, sin duda, ésta es la mejor. En ella se ve a la Virgen y a su prima Isabel sentadas a los pies de unas ruinas cuidando de dos niños que, tras una larga contemplación, habían empezado a parecerme sospechosamente idénticos. Los mismos rizos rubios, la misma forma de la barbilla, los mismos pómulos… Uno, el que lucía un discreto halo de santidad y estaba cubierto por una piel de animal, era san Juan Bautista. Juanito en el argot de los expertos en arte. El otro, el único personaje sin aureola de la composición, no podía ser sino Jesús. Santa Isabel, la anciana madre del Bautista y con otra historia de embarazo milagroso a sus espaldas, observa al chiquillo de su compañera con gesto meditabundo, severo, mientras la mirada del pequeño Salvador se pierde en algo o alguien que está fuera del cuadro. No se trata de san José, que se afana allá al fondo en una actividad que es imposible determinar. Lo que quiera que contemple el Niño Mesías trasciende la propia tabla.
—¿Qué me interesa de este cuadro…? Buf… —Solté aire, sopesando una respuesta que tardé un par de segundos en articular—. En realidad, es algo bastante sencillo, doctor: conocer su mensaje.
—¡Ah! —La interjección alumbró su mirada—. ¿Es que no te resulta evidente? Estás ante una escena religiosa, hijo. Una pintura diseñada para orar ante ella. El obispo de Bayeux se la encargó al gran Rafael Sanzio cuando éste ya era un pintor famoso y trabajaba en Roma para el papa. Seguramente el francés había oído hablar mucho de él y de sus tablas de vírgenes y niños, y quiso regalarse una para su uso devocional.
—¿Y eso es todo?
El doctor arrugó la nariz como si mi tono incrédulo le divirtiera.
—No —respondió en voz baja, recurriendo a un tono más cómplice—. Claro que no. Con frecuencia, en cuadros de esa época nada es lo que parece. Y aunque a simple vista creas estar viendo una escena piadosa, lo cierto es que emana algo que desconcierta a todo el mundo.
—Sí. Puedo intuirlo —concedí—. Pero no acierto a saber de qué se trata.
—Así funciona el arte verdadero, hijo. Paul Klee dijo una vez: «El arte no reproduce lo visible; hace visible.» Si la pintura sólo reflejara lo evidente, resultaría tediosa, cansina, y terminaríamos por no darle valor alguno. Dime, ¿tienes un momento para que te explique qué es lo que hace
exactamente
de este cuadro algo tan especial?
Sagrada Familia
, llamada
La Perla.
Rafael Sanzio (1518). Museo del Prado, Madrid.
Asentí con la cabeza.
—Muy bien. Pues aquí va lo primero que debes saber: aunque no seamos conscientes de ello, los europeos llevamos siglos educándonos a través de mitos, cuentos e historias sagradas. Son ellas las que conforman nuestro verdadero patrimonio intelectual común. Bien porque las hayamos escuchado en misa, o de boca de nuestros padres, o porque las hayamos visto en el cine, todos conocemos con más o menos detalle qué les ocurrió a Noé, a Moisés, a Abraham o a Jesús. Y aunque no seamos creyentes, sabemos qué se celebra en Navidad o en Semana Santa, podemos recitar de memoria los nombres de los Reyes Magos y hasta reconocemos a un gobernador romano tan insignificante para la Historia como Poncio Pilato.
—Pero ¿eso qué tiene que ver con el cuadro? —le interrumpí.
—¡Muchísimo! Cuando alguien como nosotros, educado en el Occidente cristiano, se detiene ante una obra como ésta, es capaz de reconocer de un modo u otro el relato que la ha inspirado. Pero amigo: si el cuadro nos cuenta algo que no encaja con lo que sabemos, o incluso lo contradice o lo cuestiona, aunque sea sutilmente, saltan todas las alarmas en eso que podemos llamar nuestra
memoria cultural
.
—Ya, pero… —Me quedé sin saber qué decir.
—Esta pintura te fascina porque lo que Rafael preparó para aquel obispo no está inspirado en ningún pasaje de la Biblia que conozcas. Tu cerebro, consciente o inconscientemente, lleva un buen rato buscando en sus «archivos» una historia a la que asociar esa imagen. Por eso llevas tanto tiempo «enganchado» al cuadro. ¡Y no la encuentras! Y si esto resulta desconcertante para ti, imagina cuánto más extraño debió de ser para la gente del tiempo de Rafael.
—Pero… —retomé mi frase— la Virgen, el Niño, Isabel y san Juan son personajes de los Evangelios. No hay nada raro en ellos.
—Bendita inocencia la tuya, hijo. Recuerda siempre esto: ten cuidado con lo que parece vulgar o común en el arte. A menudo los maestros utilizaron imágenes de aspecto inocuo para transmitir sus mayores secretos.
—¡Me gustaría tanto conocerlos! —suspiré.
—Yo podría explicarte algunos de los que esconde este museo. Si quieres. Si tienes tiempo.
—¡Claro que quiero!
—Entonces empecemos por este mismo —dijo ufano, como si acabáramos de firmar un contrato que nos comprometiera a ambos a hacer algo maravilloso—. Déjame explicarte algo más sobre la historia que nos cuenta esta tabla.
—Muy bien. Adelante.
—De los cuatro Evangelios que conoces, sólo el de Lucas da noticia del misterioso embarazo de la estéril y anciana Isabel. ¿La reconoces? Es esa mujer con turbante de ahí. Pues bien, Lucas nos confía su peripecia muy al principio de su libro. Dice que el ángel Gabriel se apareció a Isabel, esposa del sacerdote Zacarías, y le dio la noticia de que estaba preñada del futuro Juan el Bautista. Imagínate la reacción de su marido. ¡Los ángeles habían llamado a su puerta y le habían dado el vástago que la naturaleza les había negado en años de matrimonio…!
[5]
—Un momento —le interrumpí—, ¿ha dicho usted Gabriel? ¿El mismo que se apareció a María? ¿Ese que pintó Fra Angelico en la
Anunciación
que está en la sala contigua?
—El mismo. Es un ángel muy curioso, ¿sabes? Es venerado por cristianos y musulmanes por igual. En el Renacimiento lo llamaban «el Anunciador» porque, aunque sólo aparece mencionado cuatro veces en los Evangelios, siempre lo hace como portador de mensajes fundamentales…
El doctor Fovel carraspeó antes de continuar, forzando su voz a la baja.
—… Pero no quiero hablarte de ángeles. En lo que me gustaría que te fijaras es en las dos protagonistas femeninas de
La Perla
. Además del episodio del embarazo de Isabel, Lucas sólo menciona a esa mujer en otra ocasión: cuando visita a María
estando ambas embarazadas
. Rafael representó ese momento en otro gran cuadro de este museo.
[6]
En esa obra, Isabel aparece con el mismo turbante y el mismo rostro que un año más tarde el maestro utilizará en
La Perla
. Aunque lo que de verdad desconcierta es que Rafael se atreviera a imaginar y pintar un encuentro posterior, con ambos niños ya nacidos, y del que no existe ni una sola línea que lo justifique en todo el Nuevo Testamento.
—¿Está usted seguro de eso?
—Completamente, hijo. La única visita que describe Lucas se produjo cuando ambas mujeres estaban encintas. No después. El evangelista, además, proporciona algunos detalles curiosos para subrayar esa circunstancia, como que el futuro san Juan dio un salto en el vientre de su madre al escuchar la voz de la Virgen.
[7]
Por tanto… —el hombre tomó aire, haciendo una pausa que me pareció teatral—, que las dos se reuniesen con los niños ya nacidos para verlos jugar procede, por fuerza, de alguna fuente extrabíblica. De un apócrifo o de algún otro texto que le resultaba digno de admiración.