La Transfiguración
. Giovanni Francesco Penni (copia del original de Rafael Sanzio, 1520). Museo del Prado, Madrid.
—¿Y dónde queda el
Apocalypsis Nova
en todo esto, doctor?
—Ah, sí. Es cierto. Bueno, creo que no te he dicho aún que
La Transfiguración
fue el último cuadro que pintó Rafael antes de morir, ¿verdad? El
divino
tenía sólo treinta y siete años y, de hecho, lo dejó sin terminar. Giulio de Médicis, uno de los cardenales que aparecía con León X en su famoso retrato, se lo había encargado para enviarlo a Narbona, pero el fallecimiento del pintor truncó el proyecto. El cuadro lo concluyeron en su taller justo a tiempo para llevárselo, según unos, a su lecho de muerte, y según otros, ante su ataúd el día de su funeral, en el antiguo Panteón de Agripa. Pero lo que más me sorprende es que Giulio de Médicis decidiera que el cuadro se quedara en Roma y lo enviara… ¡a la iglesia de San Pietro in Montorio!
—No le sigo, doctor —susurré.
—Enseguida lo entenderás. Justo en esa iglesia, hijo, en 1502, siendo papa el español Alejandro VI, un cardenal cacereño que se creía predestinado a sucederlo como el futuro Papa Angélico abrió por primera vez al mundo el manuscrito del
Apocalypsis Nova
. Él fue el verdadero culpable de la pasión que desató ese libro entre las élites de su época. Se llamaba Bernardino López de Carvajal. ¿Y sabes por qué entre todas las parroquias de Roma escogió ésa para su ceremonia? ¡Porque ese templo fue el último destino del beato Amadeo en Roma! ¡Ésa fue su iglesia!
—Joven, por favor, el museo está a punto de cerrar.
La voz de uno de los vigilantes me arrancó de aquel momento de éxtasis. De repente, el círculo que el maestro Fovel estaba cerrando ante mis ojos cobraba todo el sentido. Rafael. El beato Amadeo. Leonardo. El arte como vehículo de comunicación con el más allá. Como depositario de secretos de la Historia Sagrada…
—¿Me ha oído? Estamos cerrando.
—Ya, ya terminamos. Es sólo un minuto más —rezongué como si me zancadillearan.
—Dese prisa.
El doctor Fovel se encogió de hombros.
—
Tempus fugit
, amigo —dijo—. Aunque es mejor así. Tengo la impresión de que ya tienes mucho en que pensar. Tómate tu tiempo, digiere lo aprendido y vuelve cuando quieras. Aquí estaré.
—En la sala 13, ¿no?
El maestro sonrió de oreja a oreja.
—Es una forma de decirlo, sí.
Y otra vez, sin despedirse, el afrancesado maestro del Prado me dio la espalda. Caminando sin hacer ruido se perdió museo adentro, en una dirección sin salida a la calle.
—Joven… ¡Cerramos!
—Ya voy.
Tardé algunos días en asimilar lo que había ocurrido en aquel fugaz encuentro con el maestro Fovel. Fue como si su segunda lección se hubiera llevado consigo toda mi energía mental. Me dejó tan extenuado que aquella noche me metí en la cama sin ganas de cenar ni de ver la tele siquiera. Gracias a Dios, a la mañana siguiente mi exposición sobre las profecías y la guerra fue mejor de lo que había previsto.
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Aquel último chispazo de lucidez me valió una subida de nota y de autoestima. Sin embargo, cuando poco después intenté recoger por escrito las impresiones de nuestra última cita o traté de desahogarme con Marina contándoselo todo, fue imposible. Lo único que pude procesar fueron sensaciones. Destellos de memoria. Vislumbres fugaces de imágenes que resultaban imposibles de racionalizar. En resumen, tuve la impresión de haber caído en una obsesión malsana, en una especie de sobredosis icónica que sólo superaría si dejaba pasar un tiempo prudencial.
Esperaba que la Navidad contribuyera a relajar las cosas. Durante diez días no volvería a pensar en el Museo del Prado ni en su extraño maestro. Y la calma habría llegado enseguida de no ser por un viaje relámpago, inesperado hasta cierto punto, al corazón de Castilla. A Turégano. Nunca me alegré tanto de tener un coche a mi disposición como en aquellos días. Allí, a la sombra del espectacular castillo segoviano que había servido de prisión a Antonio Pérez, el todopoderoso secretario de Felipe II, la actriz Lucía Bosé acababa de adquirir una vieja fábrica de harina con la vista puesta en lo que pronto iba a convertirse en el primer museo del mundo dedicado a los ángeles. Y justo en esa vieja ruina, entre sacos de cemento, andamios, ladrillos, una vieja radio vomitando villancicos y planos colgados de las paredes, me dio cita para que nos tomáramos un café.
No había misterio alguno en el encuentro. La culpa era mía. Le había telefoneado el martes, nada más salir del Museo del Prado. Unas declaraciones suyas a un importante periódico de Madrid comentando que era lectora asidua de Rudolf Steiner me habían dejado intrigado tiempo atrás. Y la intriga se multiplicó de manera exponencial en cuanto Fovel mencionó ese nombre. Motivado por la «casualidad», dejé un largo mensaje en su contestador. Lo que no esperaba era que me respondiera tan pronto con una nota dejada a la telefonista de mi colegio mayor: «
Venite presto
. Lucía.»
Y lo hice, claro.
Mi anfitriona resultó ser la viva imagen de la ilusión. Lucía —Miss Italia 1947, estrella internacional de cine, esposa del mítico torero Luis Miguel Dominguín, madre de Miguel Bosé y abuela de artistas— había aceptado reunirse conmigo en cuanto supo quién era. Hacía menos de un año que yo había publicado un llamativo artículo sobre ángeles en una de sus revistas favoritas y, según me diría más tarde, reconoció mi nombre en el acto. «Leo todo lo que tiene que ver con ellos y memorizo hasta el último detalle.» Aquél, desde luego, fue un reportaje curioso. Lo publiqué poco después de que en febrero de 1990 un grupo de jóvenes de Paiporta, en Valencia, saltara a los medios de comunicación nacionales afirmando que ángeles de carne y hueso se habían reunido con ellos y les habían entregado un misterioso
Libro de las dos mil páginas
plagado de apocalípticas profecías sobre nuestro futuro.
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En mi artículo desvelaba, además, la existencia de un segundo grupo de «receptores» liderado por un artista. Un pintor. Y eso fue lo que había llamado tanto la atención de la actriz, que ya barruntaba su idea de un museo de pintura angélica.
—Pero ¿tú crees o no que esos chicos vieron ángeles
físicos
? —preguntó nada más recibirme, después de estamparme un par de besos en las mejillas e invitarme a seguirla al interior de su museo en obras.
Yo me encogí de hombros, intimidado por la pregunta. No iba a tardar en descubrir que detrás de aquel carácter volcánico se escondía un corazón de oro.
—Bueno… —titubeé—. Es su palabra contra la de cualquiera. La verdad, no lo sé.
—¡Pues
io si credo
! —soltó fresca, con esa deliciosa lengua suya capaz de mezclar en completa armonía español e italiano.
—¡Y yo también! —añadió al punto un hombre de unos cuarenta y pocos años, moreno, de poco pelo y mirada inteligente, que estaba esperándonos en la improvisada cocina de la obra.
—
Oh, caro
. Éste es mi amigo Romano Giudicissi. Como me dijiste que querías hablar de Rudolf Steiner y de su teoría de los dos niños Jesús, le pedí que viniera. Es un verdadero experto en el tema. Espero que no te importe.
—¡Claro que no!
—No hay nada raro en creer que un ángel de carne y hueso pueda aparecerse aquí mismo —sentenció él con aplomo mientras me saludaba, sonreía y me indicaba una banqueta para que tomara asiento—. En la Biblia se cuenta cómo dos ángeles se materializaron ante Abraham, se sentaron a su mesa, comieron y fueron vistos por toda su familia. ¿Por qué no iban a aparecerse así hoy, si quisieran?
—A lo mejor Romano es uno de ellos, y ha venido a tomarse mi gran café —bromeó Lucía.
—
Certo
!
Los tres pasamos un buen rato charlando sobre aquel asunto. «¿Puede lo invisible tomar cuerpo?» El tema me interesaba. Y mucho. Por lo que había leído tras mis conversaciones con el doctor Fovel, sabía que ésa había sido una de las preocupaciones íntimas de Rafael Sanzio. Y es que, a diferencia del gran Leonardo, el maestro de Urbino no había renunciado a pintar lo sobrenatural. De hecho, creía que debía hacerse con la misma corporeidad, con la misma verosimilitud con la que se representaba cualquier otro elemento del mundo visible. Qué razón tenía el maestro del Prado cuando mencionó a santo Tomás de Aquino como una de sus fuentes de inspiración. Estaba a punto de descubrir que este gran teólogo medieval había tratado de dar explicaciones «científicas», «racionales», a preguntas como aquélla. Según él, lo invisible puede a veces hacerse visible. Incluso tangible. Y, por lo tanto, retratable.
—¡Santo Tomás! —exclamó Romano al oírme mencionar su
Summa Theologica
—. ¿Sabías que durante algún tiempo discutió acaloradamente las ideas de otro teólogo importante, Pedro el Lombardo, un tozudo milanés como Lucía que creía que los ángeles tienen cuerpo?
—Y Tomás lo negaba, supongo…
—Bueno. No exactamente, Javier. Él rechazaba que tuvieran cuerpo
por naturaleza
, pero creía que, si necesitaban uno para, digamos, aparecerse a María y anunciarle su embarazo, tenían medios suficientes para fabricárselo…
—¿Medios? —Lo miré intrigadísimo—. ¿Qué clase de medios?
—En la
Summa Theologica
dijo que los ángeles eran capaces de hacerse un cuerpo a partir de aire condensado. E incluso de nubes.
Por alguna razón, aquella idea me resultó familiar. Enseguida recordé por qué. Rafael había sido el primer artista moderno en empezar a representar a Jesús en majestad, al Espíritu Santo o a Dios, sin esa especie de almendras luminosas donde los artistas medievales los encerraban. Las mandorlas —que así se llamaban— servían para indicar la presencia de un ambiente sacro. Actuaban sobre los fieles que las contemplaban como si fueran una señal de tráfico moderna. De algún modo, les decían que esa imagen era de naturaleza celestial. Pero Rafael renegó de ese recurso y lo sustituyó por aire luminoso o por nubes. ¿Habría leído a santo Tomás?
Romano había puesto énfasis, además, en la
Summa Theologica
, así que tomé buena nota para consultarla. Poco después descubriría que mi interlocutor se había quedado corto en sus apreciaciones. Concebida durante noches enteras en vela, postrado ante un altar, la gran obra del
Doctor Angélico
—que es como llamaron a Aquino tras su muerte en 1274— constituye una fuente infinita de sorpresas. Entre sus más de dos millones de palabras, no pocas las dedica a cuestiones sobrenaturales, esbozando conclusiones tan intrépidas como ésta al tratar de explicar la corporeidad ocasional de los ángeles:
Aun cuando el aire, en su vaporicidad, no tiene figura ni color, sin embargo, al condensarse, puede ser moldeado y coloreado, como resulta claro por las nubes. Así es como los ángeles toman cuerpos formados a partir del aire, condensándolos con la misma virtud divina tanto cuanto sea necesario para formar el cuerpo que van a tomar.
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—
Veramente
es una teoría muy poética —comentó Lucía, mientras nos servía un generoso y denso café italiano—. ¡Ángeles hechos de nubes! Me encanta.
Romano sonrió:
—Al menos Tomás de Aquino devolvió su buen nombre a tantas personas que dijeron, y dicen todavía, haber visto ángeles.
—Pero si dotamos de una naturaleza demasiado corpórea a esos personajes bíblicos, la lectura de la Biblia se torna muy materialista… ¿No?
—Se hace más justa —terció Romano, serio—. Pensemos que lo físico es una parte del mismo
todo
que lo espiritual. Ambos mundos están en perfecta y perpetua interacción. No se trata de «lugares» diferentes, como pensaban los teólogos escolásticos anteriores a santo Tomás.
—Pero ¡basta de
discutere
! —Lucía había dejado la cafetera a un lado y se sentó al fin a la mesa—. Tenéis que probar las pastas…
Nuestra anfitriona relajó el tono de la conversación explicándonos algunas de las ideas que tenía para su museo y las dificultades que encontraba para presentar su proyecto a los políticos locales.
—… Sólo saben hablar de trashumancia y de la matanza del cerdo. ¡Imagina si encima les cuento el
grande segreto
de los dos Jesús!
Al tercer café y el segundo hojaldre estábamos ya preparados para abordar la cuestión que me había llevado hasta Turégano. Romano me tendió primero un pequeño libro que recogí con curiosidad. Reproducía en la cubierta la primera versión de
La Virgen de las Rocas
, junto a otros cuadros religiosos que no supe identificar.
—Lo he escrito yo —dijo sin atisbo de presunción.
El volumen se titulaba
Los dos niños Jesús: historia de una conspiración
, y había sido publicado por una pequeña editorial especializada.
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—Lo primero que debes saber —continuó Romano— es que la afirmación de que hubo no uno, sino dos niños Jesús, no es sólo de Steiner. Está en los propios Evangelios.
Mi interlocutor parecía hablar en serio.
—El Evangelio de Mateo se refiere a un chiquillo que nace en el seno de una pareja ya desposada, cuya genealogía por parte de José se remonta hasta el rey David. Esa circunstancia convertía a ese bebé en candidato a hacer que se cumpliera la profecía de que un hijo de reyes, alumbrado en Belén de Judea, se convertiría en un monarca de inmenso poder. Mateo es, además, quien cuenta que Herodes, ciego de rabia, urde un plan para acabar con ese niño que amenaza a su estirpe, e incluso pretende servirse de unos magos viajeros para llegar a él.