Aquel lunes, pues, todo encajó para que me lanzara en busca del
Apocalypsis Nova
. Sin embargo, lo que en modo alguno pude prever fue que ella también decidiera sumarse a la aventura.
Ella se llamaba Marina y, para ser sincero, no podía decirse que saliéramos juntos.
¡Ya me hubiera gustado!
La chica era una preciosidad. Una veinteañera rubia, de mirada verde, dulce, curiosa y muy simpática. Me arrebató el corazón el día que la vi moderar una mesa redonda sobre moda en el salón de actos de mi facultad, a mediados del curso anterior. Lo cierto es que acudí al evento por obligación, pero cuando la oí hablar con entusiasmo del «glamour» y de que ésa era la palabra irlandesa que utilizaban las hadas para describir los hechizos que te hacen ver la realidad de un modo diferente, supe que iba a tener mucho de que hablar con ella. ¡Y no me equivoqué! Marina era inteligente, de palabra fácil y muy coqueta. Pronto supe que era dueña de la colección de vaqueros más grande de la Complutense y que, si todo le salía bien, estaba a punto de ingresar en el equipo olímpico de natación. Pero lo que me había prendado de veras de ella era que mostraba una curiosidad infinita por todo lo que a mí me interesaba: desde la ciencia ficción o la exploración espacial hasta la Historia de Egipto o los misterios de la mente humana. Otra cosa era, claro, que yo fuese siquiera la sombra de su hombre ideal. Y es que, pese a mis ocasionales intentos por dar un paso adelante en nuestra amistad, siempre mantuvo una exquisita distancia entre nosotros. Cariño, todo. Amor, ya se vería. Y lo cierto es que nunca pude reprochárselo. Si en aquellos días previos al invierno yo había desatendido el coche por culpa de los exámenes y de algunos encargos menores de la revista, mi descuido hacia Marina había sido todavía peor. Alumna de segundo curso de Farmacia, su aula estaba a apenas trescientos metros de la Facultad de Ciencias de la Información donde yo estudiaba. Con todo y con eso, la mayoría de nuestras últimas conversaciones habían sido por teléfono.
—¿Que te vas a El Escorial? ¿Hoy?
Su voz hizo vibrar el auricular. Marina había tomado la costumbre de llamarme antes de ir a clase. Lo hacía en cuanto sus padres se iban a trabajar y la dejaban sola en casa. «Me gusta hablar contigo», decía a menudo. Yo lo sabía, ¡me encantaba!, y a las ocho y media, después del desayuno, la esperaba impaciente junto a la cabina que estaba en la recepción de mi residencia.
Esa mañana, con la bolsa de las cámaras preparada, a punto de salir, le conté mis planes.
—Sí… Eso he dicho. El Escorial —titubeé—. Quisiera verte esta tarde, pero ha surgido algo y…
—Pero ¡si me parece perfecto! —Su alegría me descolocó—. ¿Sabes qué? ¡Me voy contigo!
Hasta ese momento, Marina había sabido disfrazar bastante bien sus emociones. Nunca estaba seguro de si esos arrebatos de entusiasmo eran por mí o por las cosas que le contaba, pero en aquel momento quise creer que la opción correcta era la primera. Quizá pequé de ingenuo, pero, después de casi dos semanas sin vernos, pasar el día a su lado se me antojó el complemento perfecto a la aventura que empezaba.
—Puede que lo que tengo que hacer no sea muy divertido —le advertí sin convicción alguna—. Necesito consultar un libro en la biblioteca del monasterio para un artículo y…
—¿Qué? —Su voz saturó de nuevo el auricular—. ¿La biblioteca de El Escorial? ¿Además vas a la biblioteca del monasterio? ¿Y no me habías dicho nada?
—Sí. ¿Por qué?
—Bueno… Nunca la he visitado, pero en clase hablamos a menudo de ella.
—¿En serio?
—¡Pues claro! —soltó entre risitas—. Tengo un profesor de Historia de la Farmacia que dice que allí se guarda la colección de libros de medicina árabe, judía y amerindia más valiosa del mundo. Debe de ser mejor que la de
El nombre de la rosa
. ¡Y quiero verla!
Recogí a Marina en su casa antes de las once. Estaba guapísima. Había elegido un abrigo color crema, botas altas, sombrero y guantes de lana a juego. Parecía vestida para la misa del domingo y llevaba un perfume que olía a rosas. «Perfecta», pensé. Así pues, diez minutos más tarde, con el cielo encapotado amenazando nieve, los dos enfilábamos la nacional VI rumbo al noroeste de la capital. Sobre la marcha hicimos planes para almorzar en el Hotel Suizo de San Lorenzo y acercarnos pronto al monasterio a preguntar por el dichoso libro del beato Amadeo… y sus textos de medicina, claro.
Todo salió a pedir de boca. Marina no me recriminó haberla tenido abandonada en época de exámenes y yo aproveché el viaje para explicarle por encima qué era lo que andaba buscando. Puse especial cuidado en no asustarla con los detalles de mi encuentro con el maestro Fovel, aunque cuando le dije, medio en broma, medio en serio, que a lo mejor el extraño doctor era un fantasma, se mostró de lo más intrigada.
—¿Y no te da miedo? —preguntó.
—No, no… —sonreí—. Es un fantasma muy listo. Un gran conversador.
Como digo, tuvimos la suerte de cara: el monasterio, como el Museo del Prado, estaba cerrado los lunes a los turistas, pero no así el colegio de los agustinos, las oficinas administrativas y la zona de estudio y consulta de libros. Los visitantes que atravesaban la colosal lonja de losas de granito para entrar en aquel recinto eran muy diferentes a los de cualquier otro momento de la semana. El lunes era algo así como el día de los profesionales. Marina y yo no lo éramos —o no del todo—, pero nuestros carnés de estudiantes universitarios y mi credencial de la revista facilitaron enormemente los trámites. Mientras ella firmaba y dejaba su dirección y su número de teléfono particular en el registro de entrada, yo garabateaba en otro formulario la razón de nuestra visita: «Consulta del
Apocalypsis Nova
.»
—Muy bien, muchachos. Diríjanse por esa puerta hasta el final y enseguida verán las indicaciones para la biblioteca. Por favor, no se salgan del recorrido —nos advirtió sin atisbo de emoción la vigilante de seguridad.
Obedecimos.
Marina y yo alcanzamos la entrada de la biblioteca, situada en el primer piso, sobre el zaguán de la fachada principal, al final de unas escuetas escaleras de piedra con pasamanos de cordel. Recuerdo el eco de sus tacones repiqueteando durante el ascenso. Una vez vencidas, un hombre con hábito negro y gesto adusto nos recibió detrás de un mostrador decorado con guirnaldas y tarjetas navideñas.
—Buenos días. —El monje, de unos cuarenta y tantos años, rasurado, con una perilla negra muy vistosa, nos escrutó con severidad—. ¿En qué puedo ayudarles?
Para decepción de mi acompañante, no estábamos en el solemne salón de libros de cincuenta y cuatro metros de largo y siete ventanales, con techos decorados, esferas armilares y estanterías cerradas con sus tomos puestos de canto que podía verse en las postales de El Escorial. La sala a la que nos habían dirigido era más nueva y funcional. Una biblioteca con prensa del día, enciclopedias modernas y varios rincones con pupitres y lámparas individuales para los lectores.
—¿El
Apocalypsis Nova
? —El agustino de la perilla arqueó las cejas en cuanto leyó el impreso en el que volví a escribir el título que buscábamos—. ¿Es un manuscrito?
—De principios del siglo XVI…, creo —susurré.
—Está bien. Manuscritos e incunables se conservan en otra sección. Tendrán que acompañarme y trasladar su petición al padre Juan Luis. Él verá qué puede hacerse.
Solícito, el bibliotecario nos sacó de la recepción y nos condujo por un pasillo interminable hasta una zona de despachos con vistas al Patio de los Reyes en la que hombres y mujeres compartían ordenadores. Todos vestían hábitos o llevaban batas blancas y guantes de algodón. La oficina del centro la ocupaba un monje que debía de tener no menos de setenta años. El anciano trabajaba con lápiz y lupa sobre un enorme misal con aspecto antiguo, y en su cubículo no se adivinaba el menor atisbo de tecnología.
—Hummm… —rezongó. Era evidente que nuestra visita había interrumpido su concentración. El padre Juan Luis tenía mi ficha en las manos y la miraba con atención mientras nuestro monje, sonriente por primera vez, regresaba a su puesto de trabajo—. Claro, claro. Conozco muy bien este libro.
Creo que el rostro se me debió de iluminar.
—¿De veras?
—Por supuesto. ¿Y por qué queréis verlo, si puede saberse?
—Eeeh… Estamos preparando un trabajo sobre libros raros para la universidad —dije tendiéndole por error mi credencial del Colegio Mayor Chaminade.
—¡Ah! ¡Eres colegial de los marianistas! —Sonrió de oreja a oreja antes de que pudiera cambiarla por el carné de la facultad—. Yo también vivo en una residencia de estudiantes. Aquí, justo al lado. La vida de colegial es fabulosa, ¿no te parece?
—¿Es usted… estudiante?
El agustino rió mi ocurrencia.
—Aquí uno siempre lo es. Ya ves, soy doctor en Historia del Arte y sigo entre libros, estudiando sin parar. Y sin ver el final.
—Admirable.
—No tanto —dijo quitándose importancia—. Con este frío, concentrarse en un trabajo intelectual cerca de una estufa cunde mucho. ¡Pero eso ya lo sabéis! Si habéis venido aquí en busca de libros raros, éste es el mejor lugar del mundo para encontrarlos. Ese que pedís, por cierto, lo es. ¡Y además forma parte de la donación de don Diego!
—¿Don Diego?
—Don Diego Hurtado de Mendoza, jovencito —replicó haciéndonos una seña para que lo siguiéramos. El viejo, aunque algo encorvado y tan escuálido que parecía que iba a romperse bajo el peso de su sotana, emanaba de repente una energía envidiable—. ¿No sabéis quién fue? ¡Bah! Pero ¿qué Historia os enseñan en el colegio? Don Diego fue nada menos que el hijo mayor del capitán general que tomó Granada para los Reyes Católicos y el dueño de una de las bibliotecas más importantes de España. Se crió en la Alhambra. Eso sí lo sabréis, ¿no? —Nos miró de reojo—. Pues bien: cuando este gentilhombre murió, en 1575, sus libros, códices y manuscritos pasaron a manos del rey Felipe II. Y él, claro, los envió a la
Librería Rica
para que se los guardáramos. Justo aquí.
El padre Juan Luis nos guió hasta una estancia cerrada con llave y sin ventanas, invitándonos a pasar mientras accionaba las luces. Allá dentro olía raro. A rancio. Cuando los fluorescentes terminaron de cebarse, descubrimos un salón de unos cuarenta metros cuadrados cruzado por estanterías de madera atiborradas de volúmenes encuadernados en piel o atados como fardos, etiquetados y numerados.
—El texto que os interesa es, por cierto, uno de los más curiosos de esta colección. Y eso es decir mucho cuando se habla de la Real Biblioteca de El Escorial.
—¿Ah, sí? —terció Marina, sin poder cerrar la boca ante tanto papel viejo junto. Nunca había visto nada igual. Yo, la verdad, tampoco.
—No me imagino a Felipe II leyéndose todo esto… —murmuré.
—Ah, bueno. —El anciano cabeceó divertido ante nuestra sorpresa—. La idea que seguramente tendréis de Felipe II es la que transmiten los retratos que le pintó Tiziano. Un hombre atormentado, siempre vestido de negro, apesadumbrado por los vaivenes de la vida política y muy católico. Os habrán enseñado lo comprometido que estuvo en las guerras contra los protestantes. Y contra los turcos. ¿No es cierto?
Asentimos.
—Pero lo que nunca cuentan en la universidad es que también fue un humanista, mostraba curiosidad por todo y llegó a tener ideas un tanto especiales.
—¿Especiales? ¿Qué quiere decir?
—¡Ay, hijos! ¡Qué imagen tan falsa tenemos de la Historia de España! —gruñó sin mirarnos—. Cuando salgáis de aquí, echad un vistazo, por curiosidad, a los medallones conmemorativos que cuelgan a la entrada de la basílica. Veréis que el gran monarca se presenta en ellos como rey de todas las Españas, las Dos Sicilias…
y Jerusalén
. Nuestro adusto Felipe estaba obsesionado con ese último título. Sólo eso explica que mandara construir este monasterio a imitación del templo de Salomón. ¿A que tampoco lo sabíais?
Marina y yo sacudimos la cabeza.
—Pero es que además —prosiguió— Felipe nutrió su biblioteca particular con cuantos tratados logró adquirir sobre ese monarca bíblico. La mayoría son libros extrañísimos, como uno que explica las visiones que el profeta Ezequiel tuvo del templo, o manuales de arquitectura y hasta de magia, alquimia o astrología, como los de Raimundo Lulio o san León III. Todos están aquí. Y en cuanto a las ciencias vinculadas al rey más sabio de la Historia, él las estudió con pasión. Nuestro Felipe quiso imitarlo en todo. ¡Hasta le puso
Salomón
a su perro favorito! —dijo dejando escapar una risita fugaz—. Por eso ese saber salomónico debía atesorarse aquí.
—… Y es de suponer que también por eso se interesó por el
Apocalypsis Nova
, ¿no? —inquirí.
—Muy bien, jovencito. Muy bien. Seguramente, don Diego se hizo con ese libro en Italia cuando fue embajador de su majestad en Roma. Diego Hurtado llegó a ser tan culto como su señor, o más. Algunos creen que fue el verdadero autor del
Lazarillo de Tormes
, imaginaos, y que estaba tan interesado como el rey por esas misteriosas profecías… ¡Ah! ¡Aquí está! —dijo el anciano extendiendo su brazo hacia una determinada balda.
Sin titubear, el padre Juan Luis extrajo de ella un grueso volumen de hojas de pergamino y lo colocó en manos de Marina. Era del tamaño de una novela moderna pero pesaba más de lo que aparentaba. El tomo había sido encuadernado en algo que al primer tacto me pareció seda. Un tejido oscuro, verdoso, de lujo, sobre el que no figuraba inscripción alguna.
—¿Y cómo sabe que ése es el libro que buscamos? ¡Aquí no hay ningún título! —preguntó Marina al sopesarlo.
—Bueno. Eso es muy curioso. Después de años en el olvido, el viernes pasado estuvo consultándolo otro investigador —dijo el fraile—. Igual trabajáis con él, ¿no?
Marina y yo nos miramos sin saber qué decir.
—No importa, no importa —prosiguió, guiándonos hacia un escritorio amplio que estaba en el centro de la habitación—. Ya sé que en estas cosas de historiadores cada uno va por su lado…
—Sí, claro, padre —asintió ella.
Pero yo no pude reprimir la curiosidad:
—¡Pues menuda coincidencia! No recordará usted el nombre de ese investigador, ¿verdad?
—¡Uy, no! Tengo una memoria reciente muy mala, hijo —me respondió llevándose un índice a la sien—. Si un nombre no tiene más de trescientos años y lo he estudiado de joven, me cuesta recordarlo. Aunque podría buscártelo, si lo necesitas.