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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

El maestro del Prado (4 page)

BOOK: El maestro del Prado
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Cardenal Bandinello Sauli, su secretario y dos geógrafos.
Sebastiano del Piombo (1516). The National Gallery of Art, col. Samuel H. Kress, Washington D. C.

—¿Atributo? ¿De qué atributo habla?

—De las campanillas, hijo. Esas filigranas junto a las Biblias pintadas por Del Piombo y Rafael en sus retratos posteriores son una clara metáfora gráfica. Una señal. Con ellas quisieron decirnos que los protagonistas de ambos cuadros habían sido anunciados por los libros sagrados.

—¿Y pondrían un signo de profecía tan a la vista?

—Seguramente lo hicieron por una buena razón. En 1516, justo cuando el cardenal Sauli posó para Del Piombo como un enviado de Dios, acababan de editarse en Venecia unas hasta entonces muy perseguidas profecías escritas por un cisterciense calabrés llamado Joaquín de Fiore. En ellas se anunciaba la llegada de una nueva era espiritual para el mundo que sería liderada por un varón que reuniría en su mano el cetro del poder espiritual y el político. De Fiore había muerto en 1202 sin ver cumplida esa visión. Sus profecías, sin embargo, inspiraron otra en la que creyeron Sauli y León X a pies juntillas y que en ese año ya corría como la pólvora por toda Roma. ¿Alguna vez has oído hablar del
Apocalypsis Nova
, hijo?

Me encogí de hombros, temiendo parecer otra vez un perfecto estúpido.

—No te avergüences. Por desgracia, casi nadie recuerda hoy ese libro. Ni siquiera los historiadores del arte. —Otro gesto de picardía se le dibujó en ese momento en el rostro—. Y eso es porque fue una obra que nunca llegó a imprimirse, pero que, créeme, resulta fundamental para comprender a Rafael y su pintura.

Retrato de un cardenal.
Rafael Sanzio (1510-1511). Museo del Prado, Madrid.

—¿Y qué profetizaba ese
Apocalypsis Nova
?

—Verás: entre otras cosas, anunciaba la inminente aparición de un
Pastor Angélico
, un papa tocado por el Espíritu Santo que se uniría al Emperador para imponer la paz entre los cristianos y detener el avance del islam.
Surget rex magnus cum magno pastore
—recitó solemne mientras yo me estremecía sin saber muy bien por qué—. Y eso iba a suceder, según el manuscrito, justo a principios del siglo XVI. Imagínate la situación. ¡La mitad de los cardenales de Roma, no sólo Sauli, pretendían ser ese pontífice todopoderoso! León X tenía razones para desconfiar
de todos
.

—Me sorprende que un papa, el guardián de la ortodoxia católica, concediera tanta autoridad a un libro de profecías…

—Digamos que le concedió la que merecía: la autoridad del arcángel Gabriel, nada menos.

—No…, no le entiendo, doctor. —La respuesta de Fovel había sido tan contundente que me hizo titubear.

—Pues que nadie en esa época, fuera papa o cortesano, dudaba de que el
Apocalypsis Nova
había sido escrito al dictado del arcángel Gabriel, el famoso «Anunciador» —sonrió—. Así lo dijo el beato Amadeo, el hombre que lo escribió de verdad, y así se aceptó.

—¿El beato Amadeo? Nunca he oído hablar de él.

—¡Eso tampoco me extraña, hijo! —exclamó sin llegar a reconvenirme—. Lo que estoy contándote es la intrahistoria del arte. Te estoy revelando cuál fue una de las grandes fuentes de inspiración de Rafael. ¿Sigo?

—Está bien, continúe, por favor.

—Amadeo fue un monje franciscano próximo a los círculos de poder del Vaticano que había llegado a ser nada menos que secretario personal y confesor de Sixto IV. Cuando Rafael pintó a León X, el pobre beato llevaba casi cuarenta años enterrado, pero su nombre y su obra eran más famosos que nunca. Copias a mano de ese libro circulaban por todas partes desde 1502. Se mantenían en secreto, claro. Sólo unos pocos podían leerlas. El caso es que algunas llegaron incluso a Madrid. Una de las más antiguas todavía se conserva en el monasterio de El Escorial desde tiempos de Felipe II.

—Pero ¿qué contaba ese libro, doctor? —pregunté muerto de la curiosidad.

La amplia frente de mi interlocutor se plegó como el fuelle de un viejo acordeón, engrandeciendo sus ojos claros y humedeciendo, con timidez acaso, su mirada.

—Al parecer, hijo, Amadeo recibió la visita del arcángel Gabriel y, durante ocho largos trances o
raptus
, éste le explicó cómo había creado Dios los ángeles, el mundo y el hombre. —Fovel calló entonces un instante, para proseguir—: Su libro era una
summa
. Un
libro del todo
. ¿Lo entiendes? Del «Anunciador», aquel fraile aprendió los mecanismos de la predestinación, los nombres de los siete arcángeles que protegían la entrada al paraíso y hasta conversaron sobre la muy franciscana idea (todavía no aceptada por la Iglesia) de la inmaculada concepción de la Virgen. Pero, sobre todo, en la cuarta de aquellas visiones hablaron de la llegada de un Pastor Angélico que salvaría al mundo de su deriva. Cuando Rafael retrató al papa, éste estaba más que al corriente de aquello; y muy interesado en presentarse al mundo, claro, como ese pastor profetizado.

—Es decir, que León X creía en la profecía del beato Amadeo porque le convenía…

—… y se mandó retratar por Rafael con un curioso guiño a ese libro —me acotó—. En cuanto tengas ocasión, hijo, busca una buena reproducción de ese cuadro y fíjate bien en el tomo que el papa tiene sobre la mesa. Se trata de una Biblia abierta por el Evangelio de Lucas. El mismo texto que en aquellos días estaba inspirando esta
Sagrada Familia
—dijo señalando otra vez a
La Perla
—. Las miniaturas que verás reproducidas en ella así lo demuestran.
[11]
Lo curioso es que el papa parece levantar con el dedo una página dejando un gran hueco bajo el papel. ¿Sabías que tanto el papa como el cardenal Sauli creían que el
Apocalypsis Nova
era la continuación revelada del Evangelio de Lucas? Por eso León X abre un hueco tras el texto de Lucas. El hueco para ese nuevo Evangelio. El que supuestamente predecía que él sería el esperado Pastor Angélico.

—¿Y no irá a decirme usted ahora que ese texto es también la fuente perdida de la que bebió
La Perla
?

—¡Precisamente!

Entusiasmado, no me dejó seguir hablando:

—El libro del beato Amadeo, en efecto, explica muchas cosas que no están en los Evangelios. Lo mismo da detalles inéditos del encuentro del joven Jesús con los doctores en el templo que narra la infancia del Buen Ladrón. Y precisamente uno de los asuntos en los que el arcángel Gabriel puso más énfasis en sus revelaciones fue la relación que tuvieron el Bautista y Jesús desde su tierna infancia. Comparado con las profecías que auguraban la llegada de un papa que unificaría el poder religioso y el terrenal en sus manos, ese aspecto resultaba poco menos que anecdótico para la curia… ¡Pero no para los pintores que lo leyeron! Y uno de ellos fue Rafael.

—¿Uno?

—Sí. El otro, Leonardo da Vinci. Y a éste, acceder a ese libro y pintar siguiendo sus enseñanzas casi le cuesta su carrera…

2. Descifrando a Rafael

El doctor Fovel detuvo su explicación en seco. Al principio no entendí por qué. De repente, mi locuaz
compañero de cuadro
se puso rígido, como si fuera una de las cercanas estatuas de bronce de Pompeo Leoni. Tuve la impresión de que había oído o visto algo que lo había puesto en guardia. Y, en efecto, en cuanto vimos aparecer por el extremo opuesto de la galería a un silencioso grupo de visitantes, palideció. No era muy numeroso. Tal vez siete u ocho disciplinados turistas que seguían a una guía de aspecto menudo que iba abriéndoles paso izando un paraguas plegado. Me fijé en ella sin poder apreciar nada amenazante ni en su actitud ni en su indumentaria. Al contrario. La buena mujer andaba pendiente de un caballero que iba rezagado del resto y que arrastraba con trabajo la pierna izquierda, como si la tuviese muerta y requiriera que la empujaran de tanto en tanto con los brazos. Pese a lo inocuo de la escena, pude sentir en la piel el miedo de Fovel. Un terror que no me pertenecía, pero que hizo que mi cuerpo temblara por segunda vez aquella tarde.

—Si vienes el martes, terminaré de contártelo —añadió en voz muy baja, evitando mirar directamente a los «intrusos»—. Sería bueno que regresaras con
La Virgen de las Rocas
de Leonardo en la retina. ¿De acuerdo?

—¿Ese cuadro está aquí?

Fovel me miró severo.

—No. Está en el Louvre —acotó—. En el Prado no tenemos ningún Leonardo. O eso dicen…

—¿Y cómo le encontraré?

—Búscame en esta galería. Siempre estoy. Y si por lo que fuera no me vieras, prueba en la sala 13. Es mi favorita.

Y así, sin más, sin despedirse siquiera, se perdió galería adentro, dejándome con la palabra en la boca.

Fue extraño. Sí. Y mucho. Sus últimas palabras me dejaron confundido. Las había pronunciado como si el museo le perteneciera. Y, sin embargo, su actitud ante la llegada de un puñado de turistas contradecía semejante sentido de la posesión.

Aquel domingo llegué tarde a la cena de mi colegio mayor. Había dejado el Prado alrededor de las ocho de la tarde, e impactado por aquel encuentro anduve hasta la parada de metro de Banco de España permitiendo que un breve aguacero me ayudara a volver a la realidad. Caminar por el Paseo del Prado arriba, sorteando charcos, guiado por las titilantes luces de la iluminación navideña, con la ropa empapada y buscando refugio para la lluvia bajo las cornisas del Museo del Ejército o el edificio de Correos, me sentó de maravilla. Tanto que ni siquiera cuestioné la media barra de pan y el filete de pollo frío que me dieron al llegar. Al contrario: lo agradecí. No tenía el cuerpo para sentarme a cenar con otros colegiales, pero me moría de hambre. Sin pensarlo, improvisé un bocadillo y subí corriendo a la habitación a devorarlo. Me deshice de mi abrigo calado, me duché y me puse algo cómodo. Esa noche me faltó tiempo para acercarme a la biblioteca. Por suerte no cerraba en época de exámenes. Tras un vistazo a sus estanterías, llené la mesa con una buena colección de libros de arte. Antes de ir a dormir quería comprobar con mis propios ojos si las cosas que el oportuno maestro del Prado me había dicho tenían o no algún sentido, por pequeño que fuera.

El papa León X y dos cardenales.
Rafael Sanzio (1518). Galería de los Uffizi, Florencia.

No demoré ni cinco minutos en encontrar el retrato de León X pintado por Rafael Sanzio. Los elogios del doctor Fovel se habían quedado cortos. La obra era una maravilla. Sus personajes reflejaban tensión, expectativa. Casi se los podía oír murmurar. La imagen ocupaba algo más de media página en la enciclopedia que tenía delante y, tal y como el maestro del Prado había dicho, podía verse al papa abriendo un sugestivo hueco en las páginas de una Biblia. «La metáfora del
Apocalypsis Nova
», susurré como si hubiera descubierto algo. Entusiasmado, repasé uno por uno los índices temáticos de aquellos volúmenes, pero, por desgracia, al cabo de casi una hora no había logrado dar con una sola entrada que se refiriera al beato Amadeo o a su libro. Aquel precario hallazgo, pues, había comenzado a disolverse como si fuera un espectro.

«Como el doctor Luis Fovel», barrunté.

Aparté enseguida aquella idea de la cabeza y decidí continuar mi exploración siguiendo otros rumbos. Cuando quise darme cuenta, eran casi las dos de la madrugada. Seguía sitiado por grandes libros de arte que mostraban láminas de Rafael, Sebastiano del Piombo y Leonardo, pero también por tratados de historia medieval. En cuestión de horas atesoraba ya más preguntas que respuestas, pero al menos había aprendido algunas cosas curiosas sobre el pintor que había retratado a León X al tiempo que
La Perla
del Prado. Me sorprendió no hallar ni un solo historiador que no alabase la temprana capacidad del divino Rafael para los pinceles. Algunos sugerían que había heredado el don de su padre, Giovanni Santi, un poeta y pintor de retablos de Umbría que pronto lo familiarizó con las diferentes expresiones del arte. Gracias a él, Rafael fue un joven precoz que entró a trabajar muy joven como discípulo del Perugino, y fue éste quien encaminó sus pasos hacia la meca de los pintores de su tiempo: Florencia. Allí, siendo adolescente, tomó contacto con la profunda revolución filosófica y cultural impulsada por el gran antepasado de León X, Cosme el Viejo. Y en su nueva ciudad conoció a los antagónicos Miguel Ángel y Leonardo, y pronto se situó en primera línea de la revolución artística que se estaba labrando en su seno. Fue en esa época cuando comenzó a pintar una y otra vez variantes de la escena que lo haría famoso: las Sagradas Familias. Sus vírgenes son las más encantadoras que se hayan retratado jamás. Se trata de mujeres sencillas, jóvenes, hermosas y delicadas. Emanan una ligereza y una sensualidad cercanas. Pero, contra toda lógica religiosa, Rafael insistió en pintarlas casi siempre en compañía de dos bebés. «Ese san Juan y ese Niño Jesús no son, como en los Primitivos, piadosos ídolos encorsetados en su santidad», leí en uno de los tratados. «Son niños verdaderos, traviesos y alegres. Sin embargo, se adivina que algo misterioso y superior pasa entre ellos.»
[12]

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