¿Seguir girando como un derviche?
¿Acaso expandir mi conciencia, perdiéndola dentro de las alucinógenas escenas del Bosco que me rodean?
¿Y cómo?
Me sobrecoge descubrir de repente que estoy merodeando en torno a una obra apocalíptica. Una más en aquel galimatías en el que he caído. Dos filacterias con citas del Deuteronomio escritas en latín lo dejan muy claro: «Es un pueblo sin raciocinio ni prudencia. Ojalá fueran sabios y comprendieran y se prepararan para el fin»,
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dice la primera, en la parte superior de la tabla. Y abajo: «Apartaré de ellos mi rostro y observaré su fin.»
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Desasosegado, levanto la vista y veo que toda la sala parece, de un modo u otro, conectada a la muerte. ¿Por eso mi cerebro la percibe distinta a cuantas he visitado antes?
Dudo.
A mi alrededor cuelgan una decena más de obras maestras de artistas extranjeros. Casi todas son también del Bosco.
El carro de heno
.
La extracción de la piedra de la locura
.
Las tentaciones de san Antonio
. Pero también
El triunfo de la muerte
de Brueghel. Un
San Jerónimo
y
El paso de la laguna Estigia
de Patinir. Y, por supuesto, señoreando aquel panorama de imágenes inquietantes,
El jardín de las delicias
. Mi verdadero objetivo.
Dada la hora —las dos de la tarde, con la ciudad a punto de estrenar fin de semana—, el lugar se encuentra desierto. Sigo sin avistar a ninguno de los bedeles que deberían estar cuidando esta ala del museo, así que, algo más confiado, me siento en el suelo frente al famoso tríptico y aguardo a que el maestro Fovel me encuentre.
«Llegará», me digo convencido. «Siempre lo ha hecho.»
Saco mi Canon de la bolsa, cargo un rollo en el tambor, ajusto la apertura del diafragma y la dejo preparada entre las manos. «Todo saldrá bien», me repito como un mantra.
Es entonces cuando me doy permiso para levantar por primera vez los ojos hacia el
Jardín
.
La tabla de la izquierda parece la más serena del conjunto. Por un momento creo que si concentro mi atención en ella lograré apaciguar mis nervios. Funciona. Sus colores, sus imágenes principales, desnudas pero sosegadas, logran decelerar mi respiración por un momento. Y al cabo de un minuto empiezo a fijarme en la constelación de detalles que se abre ante mí. La pintura es un prodigio. Aunque mires una y otra vez un mismo cuadrante, siempre encuentras algo nuevo en lo que fijar la atención. Y eso que, a diferencia del resto de la composición, la parte del tríptico que he elegido es la menos saturada de todas. De hecho, parece muy sencilla de entender. Está casi desprovista de figuras en comparación con las otras dos. Pero se trata de un mero efecto óptico. Aunque es cierto que sólo se ven tres humanos en esa escena, el universo animal que hay detrás se antoja infinito: elefantes, jirafas, puercoespines, unicornios, conejos y hasta un oso subiéndose a un frutal.
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Por alguna oscura razón, algunos de ellos —sobre todo los pájaros— aumentarán de tamaño y se convertirán en gigantes en la tabla de al lado. Pero el artista no insiste en ese detalle. Quiere que nos centremos en las tres figuras humanas. Y lo hago.
Uno está vestido. Debe de ser Dios. Toma de la muñeca a una joven desnuda, Eva, y se la presenta a un Adán tumbado al que, deduzco, le acaban de extirpar una costilla. Hay algo en él que me deja perplejo: el Gran Cirujano, Dios, no presta atención alguna a sus creaciones. Ni siquiera parece interesado en presentarlas entre sí. Está mirándome a mí. Si he de hacer caso a lo que de ese momento dice la Biblia, está a punto de sentenciar algo: «No es bueno que el hombre esté solo.»
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Algo intimidado, tomo la cámara y, jugando con el teleobjetivo de 200 mm, click, click, obtengo detalles de esos ojos. Son penetrantes. Severos. Y, junto con los de la lechuza que se asoma del árbol-fuente-o-lo-que-sea que está sobre su cabeza, forman un conjunto de lo más perturbador.
Estar a sólo unos centímetros de esa tabla, en silencio, me hace sentir un escalofrío tras otro. «Pero ¿por qué?», me pregunto. «¿Acaso no es paz lo que debería evocar una imagen del paraíso?»
Entonces, levanto los ojos del visor y echo un nuevo vistazo a la sala. Las dos únicas puertas de acceso a la 56a permanecen mudas. No parece que vaya a franquearlas ningún visitante. Y así, sentado en el pavimento de gres, con las piernas cruzadas, regreso al cuadro. En algún lugar había leído que la tabla de la izquierda representaba la creación del hombre. El momento perfecto que Adán y Eva compartieron en el jardín del edén antes de cometer la torpeza de ingerir el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal que, intuyo, podría ser la estructura rosada en la que ha anidado esa misteriosa lechuza. Hasta ahí la lectura fácil de esta obra. La miro. Me mira. Y me doy cuenta de que, por caprichos de la geometría, la misteriosa ave rapaz ocupa el centro exacto de la pintura. Pero hay más: al fijarme mejor en ese punto, percibo que no todo marcha bien en la escena. Dirijo la lente hacia allí para ampliarlo y descubro algo terrible: junto a la «fuente», saliendo de las aguas, distingo un reptil de tres cabezas. Lo fotografío. Y antes de que alcance a verlo a ojo desnudo, tropiezo con otro mutante más, ya cerca de mi posición: es un pájaro tricéfalo que parece pelearse con un pequeño unicornio y un pez con pico. A su derecha, un híbrido de ave y reptil devora a un sapo. Y en el lado opuesto, un gato ha atrapado a un roedor y se lo lleva para dar cuenta de él. «Pero ¿no había sido desterrada la muerte del paraíso terrenal?», barrunto recordando mis tiempos de lecturas bíblicas.
El jardín de las delicias
. Tabla I, «El paraíso».
—¡Pobre Javier! Terminarás borracho si no ves esta imagen de la mano de un buen guía…
La voz del maestro del Prado, alta, grave y burlona, retumbó en la sala, estremeciéndola. A punto estuvo de caérseme la cámara de las manos.
—
El jardín de las delicias
es una excelente elección —sonrió a mis espaldas, satisfecho por el respingo que me había provocado—. De hecho, es algo así como el examen de fin de carrera para quien guste de los arcanos del Prado.
No puedo entender cómo Luis Fovel ha atravesado la sala sin llamar mi atención. El caso es que está allí. Firme, vestido con su abrigo de paño de siempre y sus zapatos de suela rígida, a menos de una zancada de mi improvisado asiento.
—¿Qué…, qué clase de examen? —balbuceo sin lograr salir del todo de mi asombro.
—Sería uno lleno de preguntas trampa —dice sonriente—. Nadie sabe nada a ciencia cierta de esta obra. Ni siquiera su nombre.
El jardín
es sólo una denominación moderna. Otros la han llamado
El reino milenario
,
La pintura del madroño
,
El paraíso terrenal
… Y esa ambigüedad es lo que la convierte en uno de los cuadros más importantes del arcanon del Prado. Si te digo la verdad, para mí es una pintura profética. Un aviso. Un augurio para nuestro tiempo. Pero mucho me temo que si quieres comprender esa función tendrás que mirarla desde otro ángulo. Si te enfrentas a ella así, de frente, como lo hacen los turistas, sólo cosecharás equívocos…
Le hubiera dado un abrazo allí mismo. Después de mi tropiezo con el señor X, tenerlo junto a mí de nuevo, iluminándome con sus lecciones, me hace sentir una euforia incontenible. Él lo percibe y me detiene, parapetándose tras una mirada gélida. Me advierte que entender
El jardín de las delicias
podría llevarnos una vida y aun así sería insuficiente, y me previene que lo que se dispone a contarme apenas servirá para raspar en la superficie de su misterio. «No has llegado al final de tu carrera», dice. «Apenas estás empezándola.» Guardo entonces mi entusiasmo y mis preguntas para el momento oportuno y, cerrando la tapa del objetivo de la cámara, me pongo en pie, me sacudo el pantalón y dejo que me conduzca hasta un extremo de la tabla.
El maestro hace entonces algo que me deja estupefacto: alarga la mano hasta el pesado marco dorado y negro del tríptico y tira con fuerza de él. Noto un leve crujido y, dócil, observo cómo la tabla del paraíso se mueve hacia nosotros, cerrándose sobre la parte central de la composición. Fovel repite la operación con la pieza opuesta, ocultando la obra como quien cierra un armario.
—¡Así es como debes empezar a admirar esta herramienta!
—¿Herramienta?
Fovel sonríe.
—Enseguida lo comprenderás, hijo. Pero antes dime, ¿qué ves?
El jardín de las delicias
, cerrado, se me antoja todo un hallazgo. Está cuidadosamente pintado, pero apenas tiene color. Muestra una escena irreal, en la que todo lo domina una insípida esfera transparente habitada por una gran isla circular que simula emerger de las aguas. Sobre ella, en la esquina superior izquierda, muy pequeño, se distingue un anciano con triple corona y un libro abierto entre las manos. Es Dios y lo contempla todo cerca de dos frases escritas en letras góticas:
Ipse dixit et facta sunt
e
Ipse mandavit et creata sunt
.
—¿Qué significan? —pregunto después de silabearlas.
—Son palabras sacadas del primer capítulo del Génesis, hijo. Corresponden al segundo día de la creación, cuando el Padre ordena que emerja la tierra firme, la separa de las aguas y la llena de hierba y frutales. «Él lo dijo y todo fue hecho», «Él lo ordenó y todo fue creado», dicen.
—O sea, que esto representa un momento previo a la aparición del ser humano.
—En realidad, a la aparición de casi todo —me acota—. En términos joaquinitas, la escena se corresponde con el reino del Padre.
—¿En términos joaquinitas? ¿El reino del Padre? ¿Qué es eso, doctor?
—Ah, claro. Hay que explicártelo todo —responde sin fastidio—. ¿Recuerdas cuando hablamos de Rafael y de la famosa pugna de León X y el cardenal Sauli por convertirse en ese Papa Angélico que unificaría a la cristiandad?
Asiento. Cómo iba a olvidarlo.
—Pues bien —prosigue—, ya entonces te dije que el hombre que profetizó por primera vez la llegada de ese pontífice casi sobrenatural fue un monje que vivió en el siglo XIII. Un tipo temperamental del sur de Italia llamado Joaquín de Fiore. De ahí lo de joaquinita.
—Ya… —Trato de hacer memoria a toda prisa—. Recuerdo que mencionó la enorme influencia que tuvo en la redacción del
Apocalypsis Nova
. Pero no me dijo usted mucho más.
—Tienes buena cabeza —asiente—. Es verdad. No te hablé de la tremenda expansión que tuvieron sus ideas en la Europa del Renacimiento porque no era el momento oportuno. Pero ahora lo es. Fray Joaquín de Fiore fue un auténtico visionario. Comenzó a experimentar trances y éxtasis justo después de una visita al monte Tabor que hizo durante su peregrinaje a los Santos Lugares. Pero, ojo, además de vidente fue también un intelectual que desarrolló lo que llamó
spiritualis intelligentia
, una capacidad única para combinar razón y fe que lo convirtió en uno de los grandes pensadores de su tiempo. Todo el mundo lo tuvo en la máxima consideración. Mantuvo correspondencia con tres papas. Ricardo Corazón de León fue a escucharlo a Sicilia. Sus escritos eran considerados casi como la palabra de Dios. De hecho, fue en ellos donde anunció la inminente llegada de un Papa Angélico que uniría poder material y espiritual. Aunque lo que verdaderamente le importaba era lo que creía que iba a llegar después de ese pontífice: ¡el reino milenario!
—¿El reino milenario?
—Sí, hijo. Un periodo de mil años en los que, según De Fiore, Jesús regresaría a la Tierra y tomaría el control de nuestro destino. Lo curioso, hijo, es que
El reino milenario
es también el nombre más antiguo por el que se conoce a este tríptico, y refleja a la perfección lo que el monje esperaba que ocurriera con nuestro mundo. Su teoría debió de cruzar Europa a toda velocidad y llegar a los Países Bajos gracias a las principales órdenes religiosas del momento.
—Sigue asombrándome que las clases altas de esa época aceptaran ese tipo de anuncios…
—Eso era porque los profetas eran verdaderos intelectuales. No como hoy. Joaquín, por ejemplo, fue un gran estudioso de las Escrituras, y a partir de ellas clasificó la Historia de la Humanidad en tres etapas o reinos que todo el mundo entendió. Lo que ves aquí, en las puertas cerradas del tríptico, se corresponde a lo que llamó el reino del Padre. El periodo en el que Dios dio forma al mundo, representado dentro de esa esfera traslúcida que tienes enfrente. Los atributos de ese reino son el invierno, el agua y la noche. Todos están reflejados aquí. Ahora, Javier, abre el tríptico.
Miro al maestro desconcertado.
—¿Yo?
—Claro. Adelante. Elige la puerta que quieras abrir y tira de ella.
Elijo el portón izquierdo. Pesa más de lo que esperaba. Y de inmediato se despliega frente a nosotros la escena del paraíso ante la que me había embelesado poco antes. Imagino entonces el efecto dramático que esa misma apertura debió de tener sobre un espectador desprevenido en el Renacimiento. Pasar de un orbe gris, que en nada anuncia lo que viene después, a un universo multicolor, tuvo que dejar boquiabierto a más de uno.
—Excelente. Has tomado el camino de la advertencia —dice Fovel en cuanto el panel queda abierto de par en par.