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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

El maestro del Prado (5 page)

BOOK: El maestro del Prado
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Tomé aquella frase como un buen indicio. Una pista que corroboraba lo que pocas horas antes me había mostrado el doctor Fovel en el Prado: que Rafael se servía de cierto grado de información misteriosa para componer sus obras.

¿Consistía ese misterio en pintar a Juan y a Jesús como si fueran hermanos gemelos? Yo, que en ese momento desconocía los océanos de tinta derramados para dirimir la existencia de un gemelo de Cristo, no lo veía tan raro. A fin de cuentas —deduje con mi conocimiento elemental de la Biblia—, si ambos niños habían sido concebidos por el mismo padre celestial, a través del mismo arcángel, era hasta lógico que hubiera pintores que quisieran hermanarlos estéticamente… ¿O no era ésa la razón? Además, por si fuera poco, el propio Lucas había mencionado que sus madres eran parientes
(syggenís)
. Y aunque los Evangelios no aclaran en qué grado, en la Edad Media se dio por hecho que se trataba de primas carnales. De ser eso cierto, el Bautista y Jesús serían, como poco, primos segundos, y su parecido físico estaría más que justificado.

Cómo no, esa noche también busqué una buena reproducción de
La Virgen de las Rocas
. Y siguiendo las instrucciones del doctor Fovel, me llevé otra sorpresa. No había una, sino al menos dos vírgenes de las rocas pintadas por Leonardo da Vinci. La más antigua la elaboró Leonardo hacia 1483, recién llegado a Milán, para decorar el altar mayor de la iglesia de San Francesco el Grande. Era una pintura serena, majestuosa, con clarísimos puntos en común con
La Perla
de Rafael —sobre todo en el modo en el que se agrupan sus personajes—, pero también con algunas diferencias muy notables. De nuevo me llamó la atención lo parecidos que eran Jesús y Juan en esa composición. Ambos se miran en una actitud poco infantil mientras la Virgen parece protegerlos y un ángel clava los ojos en el espectador al tiempo que señala a uno de ellos. Parece decir: «A ése es a quien debes prestar atención.» Y
ése
es el Bautista. Me intrigó que la mano del ángel desapareciera en la segunda versión del cuadro, hoy en la National Gallery de Londres. Y aún más que en esa versión posterior Leonardo decidiera subrayar las diferencias entre ambos pequeños, pintándolos con rasgos casi opuestos. En ambas pinturas, el paisaje en el que se desarrolla el encuentro entre los infantes es oscuro, como el de Rafael. Y poniendo unas junto a la otra —
Las Rocas
frente a
La Perla
—, no caben muchas dudas de la influencia que Leonardo ejerció sobre su más ferviente admirador.
[13]

De todo lo que leí aquella noche en la biblioteca del colegio mayor, nada me causaría tanta impresión como la descripción que Giorgio Vasari —pintor y biógrafo de pintores, contemporáneo de los grandes genios del Renacimiento— hizo de Rafael y de su posterior llegada a Roma. Sus párrafos fueron los que terminaron por convencerme de la existencia de un
misterio rafaelita
. Y es que, tras deslumbrar con su arte en la Florencia de los Médicis, su amigo Bramante lo reclutó para que trabajara en el colosal proyecto de reforma del Vaticano. Rafael tenía entonces sólo veinticinco años. Y allí, cuenta Vasari, «fue muy agasajado por Julio II y empezó en las Estancias de la Signatura una escena que representa el momento en que los teólogos reconcilian la filosofía y la astrología con la teología, en la que están retratados todos los sabios del mundo; y adornó esta obra con ciertas figuras, como las de los astrólogos que graban caracteres de geomancia y astrología en unas tablas que mandan a los evangelistas».
[14]

La pintura que describe el cronista es, por supuesto, el célebre mural de
La escuela de Atenas
, que Rafael terminó hacia 1509, al tiempo que Miguel Ángel daba vida a los techos de la capilla Sixtina. Se trata de una obra llena de claves de lectura ocultas. Platón —situado en el centro— es en realidad un retrato fidedigno de su admirado Leonardo da Vinci. Pero es que el propio Rafael se autorretratará también en la escena. Lo hace mirando al espectador desde el lado derecho de la composición. Está junto a Zoroastro, el geógrafo Claudio Ptolomeo y un grupo de astrólogos. Y eso que nunca fue un secreto, y que incluso Vasari dijo que el artista logró «con la ayuda de un espejo»,
[15]
se complementa con otro pequeño enigma.
[16]
Muy cerca del autorretrato en el que Rafael se deja ver como astrólogo, se encuentra el gran matemático Euclides,
[17]
considerado padre de la geometría, y al que el artista pintó con el rostro de Bramante, su gran mentor. El sabio aparece inclinado sobre una pizarra mientras enseña sus teoremas a un grupo de alumnos. Pues bien, sobre el cuello bordado de oro de su túnica, escondido entre los diseños del brocado, pueden verse cuatro pequeñas letras: RUSM. Hoy sabemos que se trata de la firma del artista. Y eso, aunque no nos lo parezca, fue toda una osadía. Me explicaré. Ningún pintor al servicio de la Iglesia tenía permiso en el siglo XVI para firmar sus obras. Ninguno. Las autoridades eclesiásticas que encargaban arte vigilaban ese extremo con celo. Decían que era para que el artista no cayera en el pecado del orgullo.

La Virgen de las Rocas.
Leonardo da Vinci (1483). Museo del Louvre, París.

La Virgen de las Rocas.
Leonardo da Vinci (1497). The National Gallery, Londres.

¿Y qué clase de firma era RUSM?

Muy sencillo: un acrónimo. Una palabra formada a partir de las iniciales de
Raphael Urbinas Sua Manu
, «[Hecho] por la mano de Rafael de Urbino».

El hallazgo me dejó pensativo. ¿Qué estaba diciéndonos todo aquello del gran Rafael? De repente lo tuve claro: que el autor de
La Perla
tuvo en vida una predisposición innata contra las normas impuestas. Que fue un rebelde. Alguien a quien, por alguna razón que me proponía averiguar, le complacía dejar pistas de sus ideas en lo que mejor sabía hacer: su pintura.

La escuela de Atenas
. Rafael Sanzio (1509). Museos Vaticanos, Roma.

  
  

Detalles de
La escuela de Atenas
en los que se ve a Leonardo da Vinci retratado como Platón, a Rafael autorretratado entre los matemáticos, y el brocado de Euclides que esconde la misteriosa firma RUSM.

3. Apocalypsis Nova

Al día siguiente, lunes, amanecí algo más tarde de lo habitual. Abrí los ojos aturdido, con la sensación de haber estado vagando toda la noche entre viejas pinturas al óleo, pero con un recuerdo y una idea luminosa martilleándome la cabeza. ¿No había dicho el doctor Fovel que en El Escorial se guardaba una copia del libro que, según él, había inspirado algunas de las obras maestras de Rafael y Leonardo? Me froté la cara frente al espejo. ¿Y por qué no me acercaba a echarle un vistazo? A fin de cuentas, ese ejemplar estaba a menos de cincuenta kilómetros de Madrid. Otra cosa, claro, iba a ser que me lo mostraran, pero no perdía nada por intentarlo.

¿O sí?

Me vestí a toda prisa, metí un cuaderno de notas y mi fiel cámara fotográfica en una bolsa de tela y bajé las escaleras del colegio mayor saltando escalones de dos en dos. Nunca había sentido los vientos tan a favor. Mi oportuno encuentro con el doctor Fovel me había puesto en la pista de algo fascinante. Justo la clase de historia que iba a gustar en la revista para la que había empezado a trabajar algunas tardes. Además, los exámenes del primer trimestre habían terminado, las vacaciones de Navidad estaban cerca, y la idea de escaparme a la sierra de Madrid era un millón de veces más tentadora que la de estrenar la última semana lectiva del año en la facultad, con la cabeza perdida en lo que tendría que decirme el maestro del Prado cuando volviéramos a vernos.

Y por si aquellas razones fueran pocas, había otro interesante factor que añadir a la ecuación: tenía mi coche nuevo aparcado en el jardín trasero de la residencia. Era un flamante Seat Ibiza de tres puertas, rojo, que apenas había tenido oportunidad de mover en las últimas semanas. Que tuviera vehículo en Madrid justo en ese momento era casi un milagro. Me había sacado el carné de conducir en verano, pero hasta ese mes consideré más sensato dejarlo en casa de mis padres. Si ahora estaba conmigo era por una cuestión práctica: en sólo unos días pensaba cargarlo de ropa, libros y el ordenador y llevármelo todo de vuelta a casa por Navidad. El Ibiza zumbaba como una locomotora. Cada vez que lo arrancaba para desentumecerlo de las heladas nocturnas, echaba más humo que una central térmica. Una escapada a San Lorenzo de El Escorial por carreteras tranquilas le sentaría bien.

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